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domingo, 11 de mayo de 2025

¿Odiamos lo suficiente a los periodistas?, por Dante Augusto Palma



En la disputa in crescendo que Milei tiene con los medios de comunicación, desde hace algunas semanas, el presidente viene difundiendo la idea de que no odiamos lo suficiente a los periodistas. Se trata de una frase frecuentemente utilizada por los trumpistas, los cuales, cabe aclararlo, tuvieron y tienen que lidiar contra una prensa que es mucho más opositora que la prensa a la que enfrenta Milei. 


La referencia a Trump, además, viene al caso porque el encono contra el periodismo está presente en referentes del populismo de derecha y las fuentes neorreaccionarias, desde Murray Rothbard, pasando por Steve Bannon hasta Curtis Yarvin. Para decirlo en términos del debate argentino: los periodistas serían parte de “la casta”, engranaje esencial del poder real que impone condiciones al poder formal, el único elegido por la vía democrática. 


Con todo, para ser más precisos, el presidente habla indistintamente de los periodistas en general y de los “periodistas ensobrados”, lo cual comportaría una tensión ya que daría a entender que el problema sería una parte del periodismo y no su totalidad. En sus acciones, el presidente parece estar más cómodo con esta última idea pues suele brindar entrevistas a un grupo selecto de periodistas los cuales, podemos sospechar, son considerados “no ensobrados”, si bien son tan poquitos que, evidentemente, parecen ser una excepción. 


Asimismo, se da que los periodistas presuntamente no ensobrados son los que coinciden ideológicamente con el presidente, o los que, al menos, no lo incomodan con el sano ejercicio de la repregunta, de lo cual se seguiría que el “ensobramiento” pareciera funcionar como una categoría ideológica antes que moral:  son ensobrados los que no piensan como yo. El problema, claro está, es que, en el presidente, las diferencias ideológicas muchas veces se confunden con diferencias morales. 


Dicho esto, y a favor de Milei, en todo caso, cabe mencionar que no hay aquí ninguna novedad: pensemos si no en esta idea de “nadie es kirchnerista gratis”, algo que luego los kirchneristas han utilizado contra los no kirchneristas, los cuales serían, o bien venales individualistas o, en el mejor de los casos, idiotas manipulables. 


Los republicanos, pero, sobre todo, los periodistas, afirman que el ataque contra ellos es propio de los populistas y con ello agrupan al mileísmo y al kirchnerismo en un mismo paquete. No les falta razón en su caracterización del populismo, por cierto, más allá de que en la indiferenciación y en la distinción maniquea, se manejan, como siempre, de manera corporativa. Es que si contra Menem estábamos mejor y contra Cristina estábamos incómodos porque nos corrían por izquierda, contra Milei estamos mejor que nunca porque somos víctimas del más malo del mundo, el incorrecto perfecto, el puteador y discriminador de las agendas minoritarias que el buenismo debe defender. 


Ahora bien, todos sabemos que el análisis de los medios y del periodismo abandona los claustros universitarios y se transforma en un tema de la agenda pública a partir del conflicto con las patronales del campo, con 678 como símbolo y nave insignia. No es este el espacio para discutir el programa, si bien cabe mencionar que los intentos de reducir 678 a emblema de periodismo oficialista no buscan otra cosa que pasar por alto lo que resultaba indigerible para el establishment periodístico. En otras palabras, el diferencial de 678 no fue su evidente y nunca ocultado “kirchnerismo” (al fin de cuentas, programas oficialistas habían existido mucho antes y seguirán existiendo), sino el hecho de haber mostrado los hilos del entramado de poder del cual forma parte el periodismo. A veces lo hizo mejor, a veces peor, a veces con repeticiones excesivas, a veces con maniqueísmos, pero no hubo otro dispositivo comunicacional que diera en el punto de flotación del periodismo como lo hizo 678. Desde la existencia de ese programa nada volvió a ser igual para los periodistas y la estigmatización consecuente sobre esa experiencia televisiva, es proporcional al daño infligido. ¿Contra quién? Contra una verdadera casta de presuntos intermediarios entre la realidad y la audiencia que presumían de neutralidad y objetividad, sea por ingenuos, sea por cínicos.


Pero incluso al interior de 678 el debate se mantuvo abierto. Para decirlo de manera esquemática, una mitad del panel creía que el periodismo podía salvarse, que había una forma correcta de hacer periodismo, (distinta a la de “la corpo”, claro), de lo cual se seguía que los Verbitskys eran buenos y los Lanatas eran malos; la otra mitad del panel, por su parte, iba por momentos algo más allá para poner en tela de juicio el lugar del periodismo en general. 


A esto debemos agregar que, lamentablemente, en el barullo de aquel debate y en el fragor de una disputa pública diaria, acabó imponiéndose, probablemente, me atrevería a decir, a costa de lo que pensaba todo, o casi todo, el panel, la idea de que el buen periodismo era el periodismo militante. Por si esto no alcanzara, entre los propios que no entendían y los ajenos que tergiversaban, por vivos o por tontos, se instaló que el periodismo militante era aquel que militaba la causa (correcta) y que, en tanto tal, frente a una realidad incómoda, debía sacrificar la verdad en pos del beneficio de la facción. No es falso que buena parte de la militancia lo pensara así, pero, hay que decirlo, como definición de periodismo es una mierda. Recuerdo en aquel momento haberlo escrito: mostrar que todo periodista habla desde un determinado lugar, con sus intereses, su ideología, etc., no puede derivar en que el periodismo se reduzca a comunicar la realidad que nos conviene. Es más, el hecho de que la neutralidad o la objetividad sean, por definición, inalcanzables, tampoco implica que debamos renunciar a ellas.


Aun pidiendo disculpas por la segunda autorreferencia, sigo creyendo que la mejor figura para describir la labor del periodista es la de Sísifo, aquel condenado a llevar una piedra pesada hasta la cima de la montaña sabiendo que antes de llegar siempre se le va a caer. Así, la condena es la conciencia del esfuerzo inútil por alcanzar esa objetividad (la cima), pero no debe suponer nunca una renuncia a intentar acercarse lo más posible a ella.


Sin embargo, les comentaba que una mitad del panel hacía énfasis en el periodismo en general advirtiendo que la división entre “buenos” y “malos” era, al menos, problemática. Allí aparecía otra discusión más interesante y que apuntaba a otro de los estandartes del periodismo: su rol como gendarmes y mediadores necesarios para la buena salud de la república democrática.


Creo que en ese punto el debate se hacía más profundo porque lo que se exponía es que había en el periodismo una pretensión de representación que disputaba con la representación de la política. El periodista, así, no solo representaría y contaría la realidad tal cual es, siendo solo un médium neutral entre la verdad y la audiencia, sino que también representaría lo que “la gente dice/piensa/necesita”. De hecho, es usual escuchar periodistas afirmar “a nosotros nos eligen todos los días” para distinguirse de los políticos que son elegidos cada dos o cuatro años. El punto es que para poder sostener ese lugar privilegiado que ninguna otra profesión ostenta, el periodista necesita instalar que no pertenece a una facción, que no representa a una parte. Caso contrario, jugaría en el mismo barro de la política. Eso es, entonces, lo que buena parte del periodismo, desde Página 12 hasta Clarín, no le perdonó a 678: la exposición de que ellos también pertenecen a una parte y que, si representan algo, solo representan a esa, “su” facción. 


A su vez, nótese que esta perspectiva podría interpretarse a favor de los que ven en el mileísmo y en el kirchnerismo dos formas de populismo, por derecha y por izquierda, respectivamente. No están del todo errados si entendemos por populismo esta idea de buscar una relación sin mediaciones entre el líder y el pueblo. Sin embargo, desde un punto de vista, llamemos, “doctrinal”, el kirchnerismo tiene una ventaja con el mileísmo en este punto, en el sentido de que la crítica al periodismo como representante del pueblo viene acompañado de la revalorización de la política como único espacio de representación popular a través de elecciones que no serán diarias pero que son, o deberían ser, algo más profundas y racionales que la decisión de hacer zapping. Que la mayoría de nuestros políticos no estén a la altura y que su inoperancia explique la llegada de Milei es otra cosa, pero lo cierto es que, en la política, cabe decirlo, están representadas todas las partes, no solo las del gobierno de turno. 


Para Milei, en cambio, la política es la casta, una categoría directamente moral ya y, en ese sentido, la ausencia de toda mediación, sea la del periodismo, sea la de otras instituciones o instancias, establecería una relación directa, ya no con toda la diversidad de ideas y posicionamientos representados en la política, sino con una sola postura.


¿Cuál? La del líder, claro, aquel que ha sido elegido, no solo por el voto popular sino también, como si con esto no alcanzara, por las infalibles fuerzas del cielo.






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