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Cuando la inteligencia política no se mide en intención de voto
Luciano M Dolber
La
segunda vez que me llamó la atención Luis D’Elía, hablábamos fuera de
micrófono sobre la fórmula kirchnerista que debía competir contra Chiche
Duhalde en las elecciones legislativas
del 2005. El cúmulo de especulaciones me impedía publicar un panorama
claro y me sentía algo perdido a varios meses de los comicios. “Cristina-Balestrini”,
me dijo, sin dudar un segundo. Luego ensayó un largo análisis político
sobre la conformación del voto en la provincia de Buenos Aires. No tenía
información, sólo la certeza de que esa dupla -que finalmente fue la
elegida- era la indicada para ganar, como finalmente ganó.
Un año atrás habíamos empezado hablar de piquetes y manifestaciones sociales, en el inicio del kirchnerismo. “Quiero que tengamos una buena relación”, le comenté. Me tocaba cubrir todo lo que tuviera que ver con protestas para Infobae. “No
entendés: vos a mí me tenés que hacer mierda. Te conviene a vos y me
conviene a mí. ¿O vos te creés que a mí me vendría bien que Hadad hable
bien de mí?”.
Daniel Hadad, en ese entonces flamante dueño de Canal 9, lo había convocado junto a otro piquetero de renombre -Juan Carlos Alderete, de la Corriente Clasista y Combativa- para ser columnistas del noticiero, pero ambos habían rechazado la oferta. Mientras Hadad intentaba una falsa pluralidad, ellos estaban convencidos de que los sectores a los que representaban -incluida una parte del kirchnerismo- necesitaban mostrarse enfrentados con él.
Volví a hablar varias veces con
D’Elía. Lo visitaba en distintas sedes sindicales y se divertía dándome
información que lo “perjudicaba” conmigo y mi audiencia de derecha. Que
viajaba a ver a Hugo Chávez. Que lo habían convocado de África para dar
clases de piqueterismo. Me anunciaba marchas en exclusiva y me sacaba de
apuros cada vez que no tenía notas. “Luis, tirame un título que rompa todo, una bomba”. Y D’Elía cumplía, siempre. Se divertía, le servía.
Milímetros
Cuando teníamos que hablar de política, nunca se equivocaba. En
15 años de cubrir eventos, y habiendo conocido a funcionarios y
dirigentes de los sectores más diversos, pocas veces traté a alguien con
el nivel de precisión para los análisis de D’Elía. Milimétrico. Como un brujo, literalmente.
La
inteligencia de D’Elía me asombra. Para cualquiera que lo haya
conversado fuera de las cámaras, es un jugador de ajedrez notable que
cumple con todos los objetivos que se propone y, mucho más con los que
le proponen. Dispuesto a inmolarse por causas que casi nadie quiere ver pasar ni de cerca, D’Elía sabe que hay cosas que le tocan.
Que le toca poner la cara. Que le toca decir una barbaridad. No lo hace
porque sí: lo hace porque cada paso que da, cada palabra que lanza, es
parte de un plan bastante más amplio.
Después, si
juega donde le gustaría a la mayoría, si su forma de hacer política es
la que elegirían los demás, es otra discusión. Hace tiempo que él decidió no correr detrás de la aceptación de la opinión pública.
Hace tiempo, y bastante antes que los demás, comprendió su rol en los
medios es diferente al de un militante tradicional que busca una carrera
de elección tras elección.
Hace tiempo además que no
hablo con él. No tengo idea por qué habrá salido a gritarle al “zabeca
de Banfield”. De lo que estoy seguro es de que no fue un impulso.
Una locura. Un rapto de ira. D’Elía cuida su discurso más que Obama.
Más que Cristina. Más que cualquiera. Dice lo que necesita para lo que
necesita. No es poco.
Luciano M Dolber
que el niño jesús de atocha me proteja y la virgen me cubra con su manto.
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