MILES
DE PERSONAS EN AVELLANEDA Y EL PLANETARIO, EN SOLIDARIDAD CON LOS INUNDADOS
Convocados
por las presencias de León Gieco en Avellaneda y Fito Páez en Palermo, miles de
personas acudieron con ropa, alimentos, camas, colchones o medicamentos para
entregar a los 350 mil damnificados.
Mientras
León Gieco cantaba, del otro lado de la avenida Mitre, contra la sede
Avellaneda de la UTN, que daba la cara al escenario, y apretujado en el único
sendero que se abría entre la pared de la universidad y el público, avanzaba
con visible dificultad un colchón, desteñido pero al ritmo de la música. El
colchón era la imagen visible de infinidad de bolsas de lo-que-se-le-ocurra que
terminaban en cajas de cartón o bolsas de consorcio que una vez completas
pasaban a ocupar su lugar dentro de cualquiera de los inmensos camiones que
esperaban partir a su destino solidario. Así, dicho sin comas porque el
movimiento no paraba, juro que no paraba. Y así como en Avellaneda, el
Planetario fue otro punto de encuentro de miles y miles de donantes solidarios
de lo-que-se-le-ocurra, con otras estrellas en el escenario, tan donantes y
solidarias como aquéllas. Si León Gieco, Claudio Gabis y una buena cantidad de
los históricos del rock donaron su convocatoria en la plaza central de
Avellaneda, en el Planetario ocurrió lo mismo con Fito Páez, Divididos,
Catupecu y más. La imagen que surgía de ambas convocatorias, sin distinción de
horarios ni de estilos, fue la de miles y miles de hormigas, con movimientos
acelerados, alimentadas de adrenalina, cargada cada una con sus dones y
productos, viejos, nuevos, rotos o enteros, a medias o tercios, intentando
seguir una fila para desempacar ese bulto que en el otro extremo de la línea,
es decir, hoy, lunes, alguien recibirá después de perder todo lo que tenía,
fuera poco o mucho. Algunos llevaban lo-que-se-le-ocurra porque habían sufrido
alguna vez algo semejante o peor y no podían consigo mismos; otros, porque
nunca les había pasado, o por caridad, por pura culpa de tener, o por pura
culpa de no tener pero estar vivos, por amor al prójimo, o por beneficencia,
porque hay que hacerlo, o porque cómo no voy a hacerlo. O por
lo-que-se-le-ocurra. Capaz que cada uno tenía una razón personalísima y diferente.
Pero en conjunto, créamelo, era un hormiguero alimentado de adrenalina.
“¿Esto
dónde va?”, preguntó Rosa Argentina Lucero, que aclaró que nació un 25 de mayo.
La scout, con corbata azul y verde, abrió la bolsa de supermercado usada en la
que Rosa traía su pregunta, buscó en el horizonte ocupado de infinidad de
hormigas moviéndose aquí y allá, bolsas, y montículos y música de fondo, y
apuntó con el índice: “Objetos, allá”. Juro que no se sorprendió, ni en los
ojos se delató algo de sorpresa aunque de la bolsa de súper asomaba una
extrañísima donación, un cucharón sopero de peltre, viejo, enmohecido. “Hay que
limpiarlo un poquito, pero esta gente perdió todo”, explicó Rosa a este
cronista, después de enumerar que ya había entregado camperas en La Boca,
tapitas de plástico en el Garrahan, Canal 7 y ahora el cucharón de peltre al
Planetario. Y no parecía entregar el cucharón porque no lo necesitara, más bien
parecía que lo necesitaba, y que lo necesitaba en su afecto (como cualquiera
guarda lo que quiere, que suele ser inútil en lo práctico aunque lo más
práctico sea el afecto) y lograba darle a ese cucharón el objetivo que le había
dado ella, pero en otro.
Así
como Rosa Argentina había muchos, pero muchos en serio, igual en Avellaneda que
en el Planetario. No se puede decir que no hubiera quien dejaba algo bien
visible porque queda bien donar. Pero fueron los menos. ¿Cómo saberlo? En el
aplauso enorme y vibrante que despedía cada vez que uno de esos camiones
gigantescos de casi 20 metros de largo salían repletos de lo-que-se-le-ocurra.
De esos aplausos subía como vapor la mentada adrenalina, hacía vibrar el aire
como el calor hace vibrar el aire de fondo en el desierto. Y eso no lo puede
hacer nadie que participe por imagen, por más que aplauda. No tiene adrenalina
para aplaudir.
“¡Comida!
¡comida!”, gritaba el muchacho, sin corbata de ningún color. No ofrecía comida
sino que la pedía y no para sí, sino para una multitud de cajas de cartón que
se abrían para recibir comida. Extrañas posibilidades que da el lenguaje y el
contexto. Entender se entendía. Una fila de gente cargando bolsas de comida,
changuitos, al hombro, o de la mano, esperaban ser recibidos para que les
reciban.
Más
allá, la pila de juguetes. Otros, medicamentos y pañales, trapos, artículos de
limpieza. El más impresionante era el montículo de colchones. En su momento,
abrieron la puerta trasera del acoplado del camión y dos, tres, cinco, quizá
más, algunos scouts con corbatas de colores (este cronista fracasó en su
intento por diferenciar colores y jerarquías) subieron trastabillando y con
ayuda, o de un salto, o como fuera y permitiera la osamenta, y se organizó
automáticamente –no es chiste– en forma casi espontánea una doble hilera desde
el montículo de colchones, y elevando las manos como en las publicidades con
montañas rusas, pero con algo más de relleno de sentido, entraron a pasarse los
colchones sin distinción de marcas, de elásticos, de espuma de alta densidad, o
finitos, de lana, pesados o livianos. Y los colchones pasaban saltando, con una
velocidad pasmosa. No confundir, claro, este paso acelerado de colchones en el
Planetario con el andar apretadísimo del colchón en Avellaneda. Es que era uno
de los últimos cuando ya todos los presentes habían dado todo de sí y ahora
escuchaban a los artistas hacer lo suyo.
No
es cierto, la pila de los colchones no era la más impresionante. Otras, si no
todas, impresionaban. Estaba la de las camas, al ladito de los colchones. Pilas
de camas, mayormente, elásticos de madera, amontonados uno al lado del otro, o
encimados. En la pila de las bolsas de ropa, un joven scout de corbata de algún
color y barba pelirroja trataba de hacer equilibrio arriba de todo, mientras
gritaba que acomodaran acá o allá y señalaba con el dedo “¡cuidado! ¡ahí no, no
no no. Del otro lado, que no se venga en banda!”.
En
otro sector, el grupo de armadores de cajas de cosas raras, que no se podían
ordenar como medicamentos, ni camas, ni colchones, ni ropa, ni mucho menos
alimentos, cosas raras como el cucharón de peltre, no me diga, el grupo de
armadores metía mano armando los cartones, llenando y cerrándolos para
despacharlos a la doble fila que se hacía el passing hacia el camión. ¿Quiénes
eran las y los que armaban esos cajones además de los scouts de corbatas de
colores? “No, yo no soy de nadie, vine porque quería ayudar y vine, pregunté
cómo podía ayudar y me dijeron ayudame a cerrar estas cajas y acá estoy”, dijo
Abi, en el Planetario. Como Abi, debía haber un número indescifrable y que
nadie podía constatar seriamente de colaboradores voluntarios arrastrados por
razones infinitas a ser eso, colaboradores, también una forma de donación,
porque la entrega la hacía el cuerpo. Había que estar ahí, bajo el sol que
todos, igual, bendijeron.
En
Avellaneda, todo se desarrollaba sobre la avenida Mitre, frente a la plaza
principal, la plaza Alsina. El escenario se instaló frente a la Tecnológica,
sobre la plaza. A izquierda y derecha del escenario, los inmensos Scania
aguardaban bolsas y bolsas y bolsas, colchones, camas, alimentos, y permanecerían
allí para partir hoy hacia La Plata. En uno de los extremos, militantes de
Unidos y Organizados, en el otro militantes de la Municipalidad que, además,
festejaba su 161º aniversario, ordenaban, seleccionaban, rotulaban, cerraban
cajas. La lógica era la misma que en el Planetario: cargar camiones para
despachar. “Estamos así desde el miércoles”, dijo Ro, de UyO, mientras
seleccionaba donaciones por ítem, distribuía tareas, subía bolsas y todo lo que
todos los demás también hacían.
De
las cifras, que siempre hablan, desde el Planetario, Juan Carr, de la Red
Solidaria, anunció que frente a la Catedral y ayer desde el Planetario, habían
enviado desde el miércoles 210 camiones. Que ayer lograron ocupar unos 15. Que
durante estos días fueron donados 4,5 millones de litros entre agua y
lavandina, 20 mil colchones y 50 mil frazadas. Desde Avellaneda, el conteo no
era insidioso en las cifras. Pero se sabía que habían rellenado casi 10
camiones en el día.
En
realidad, no importaba si se trataba de Unidos y Organizados, o si los de la
pechera solidaria de Jorge Ferraresi, intendente Avellaneda, si los scouts, o
las pecheras amarillas del PRO, si la gente que acudió al sur a dar todo lo que
podía, o si la gente que acudió al Palermo a dar todo lo que podía. En
realidad, ninguno de los 350 mil damnificados discriminará, no porque a caballo
regalado no se le miran los dientes, porque la situación no está para eso. Más
bien, porque donde hay hambre no hay pan duro. Y está claro que entre los
envíos nadie donó alimentos o medicamentos vencidos sino muchas veces de buenas
marcas y de primera línea. Sólo que tal vez, el acordarse del otro y sus
necesidades haga de ropa vieja o de un colchón en desuso un lugar para dormir
seco y algo de abrigo.
Todas
y todos eran hormigas con adrenalina.
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