
Ricardo Papucho Viera no tenía por qué saber que Antonio Oscar Nápoli
era médico. Tampoco Nápoli tenía por qué saber que Viera era médico.
Viera no tenía por qué saber que Nápoli había conocido los fríos
extremos de Maquinchao, un pueblo rionegrino en el que había vivido dos
décadas y en el que las temperaturas bajo cero pasan a veces los 20
grados. La escena sucedía en la capilla de la cárcel de Devoto. Un lugar
en el que se alternaban visitas de familiares con misas, pero que en
años de dictadura servía también para que los guardiacárceles propinaran
feroces golpizas. Apenas comenzaba el otoño de 1984 y Nápoli se
apersonaba en la prisión para preguntarles a los presos cómo estaban.
Claro, la mayoría habíamos paseado por diversas cárceles en por lo menos
los últimos ocho años y Raúl Ricardo Alfonsín tenía ya unos meses en el
gobierno. En el ambiente oficial campeaba por entonces la teoría de los
dos demonios y, con ese discurso, unos centenares de presos políticos
no teníamos ninguna llave para escapar de las mazmorras por vía legal.
El presidente radical no se iba a pronunciar por alguna forma de indulto
o amnistía. El fantasma de mayo del ’73 era demasiado fuerte para un
gobierno que se sentía entre dos fuegos y que en realidad estaba
tutelado por unas Fuerzas Armadas que se habían retirado a los cuarteles
con la deshonra de Malvinas y con la economía en llamas.
–¿Usted quiere saber cómo estamos? –disparó Papucho Viera.
Nosotros, con frío; y usted con un buen sobretodo. Así están las cosas.
Nápoli tenía unos anteojos de marco grueso, fumaba un cigarrillo tras
otro y parecía tener un carácter resuelto. No se mostró increpado por
la chicana de Viera. Un centenar de tipos con causas penales iniciadas
la mayoría en los tiempos de Isabel Perón y condenados durante la
dictadura de Videla y Martínez de Hoz miraban a uno y a otro como si
fuera un partido de tenis. Los presos sacábamos cuentas y sabíamos que
con la cantidad de años de condena que los jueces nos habían tirado por
la cabeza a muchos nos faltaban unos años para salir a la calle. Nos
parecía una locura que un gobierno democrático mantuviera presos
políticos heredados de la dictadura. Y, sin embargo, Alfonsín estaba en
el gobierno y los presos, condenados.
El señor de sobretodo azul y peinado a la gomina que se encaminaba
hacia Papucho Viera era nada menos que el presidente del bloque de
senadores radicales, un hombre cercano, muy cercano a Alfonsín. Y las
palabras de Papucho podrían haber dejado nock out a más de un político
de salón. Pero no fue el caso. Nápoli salió del altar de la capilla de
la prisión de Devoto desde donde había preguntado cómo estábamos los
presos y quedó a pocos centímetros de Viera. Ninguno de los dos sabía
que el otro era médico. Nápoli había oficiado de partero, sanado
pulmonías, había recorrido en carro las distancias patagónicas en el
lejano Maquinchao para acercarles medicamentos a los pobladores rurales.
Viera había peleado en la resistencia peronista, había participado en
el asalto al Policlínico Bancario, conocía las cárceles en dictaduras
anteriores y se había recibido de médico, ya de grande, porque era la
ilusión de su madre. Viera hacía lo indecible para que su madre, ya
viejita, no supiera que, una vez más, su hijo querido estaba en la
cárcel.
El silencio era perfecto. Las cabezas de los presos ya no giraban
para recorrer los treinta, cuarenta pasos que separaban a los dos
protagonistas. Los dos estaban frente a frente. Los dos petisos, y
compadritos, y médicos. Sin mediar palabra, el senador radical se sacó
el sobretodo azul.
–Tenga –le dijo, y su voz sonaba compungida.
Le extendió el sobretodo. Muchos de los presos creímos que Viera iba a
rechazar la oferta. Nos equivocamos. Con gesto resuelto, tomó el
sobretodo azul, se lo puso encima del pullover negro de cuello volcado y
se lo abotonó. Le quedaba perfecto. Tenían el mismo talle. Solo que
Viera calzaba unas zapatillas Flecha muy gastadas y no hacían juego con
el sobretodo azul. Nápoli regresó al altar. En medio del silencio solo
se escuchaba el taconeo de sus zapatos negros.
–¿Cómo están? –volvió a preguntar. El ping pong de
preguntas y respuestas duró poco, quizás una hora. Después de esa
improvisada asamblea, un pequeño grupo de presos nos acercamos a cambiar
algunas palabras más. Nápoli no quería ser muy explícito, pero estaba
haciendo un reconocimiento del terreno para ensayar una idea audaz. Algo
que había conversado con otros legisladores patagónicos como el Chiche
López y Hugo Piucil, de Chubut, y el también rionegrino Osvaldo Álvarez
Guerrero. Habían pensado una fórmula para que los presos zafáramos de la
cárcel y Alfonsín zafara de promover un indulto. La idea, aunque no la
contó en aquella tarde fría de otoño del ’84 en la capilla del penal de
Devoto, era bastante sencilla. Consistía en que las penas durante los
años de dictadura se contaran dobles. Cada penoso día de regímenes
inhumanos debía ser computado por dos días. Así, con esa nueva
contabilidad, prácticamente todos, salvo una quincena de presos con
cadena perpetua, podíamos salir de la prisión. Eso sí, para ese cómputo
doble era preciso presentar, debatir y votar una ley.
Nápoli no era Alfonsín ni hablaba en nombre del presidente. Era un
médico de trayectoria radical que se había mudado de Bariloche a La
Plata para estudiar y que en algún momento sintió la tentación de dejar
los libros y calzarse definitivamente los botines. Parece que en
Estudiantes decían que le pegaba fuerte a la pelota. Sin embargo, le
pegó más fuerte la medicina que el fútbol. Era un hombre curtido, con
una mujer que lo acompañaba hasta la muerte y con una hija y un hijo
jóvenes, esperanzados con los nuevos años de democracia. Esa tarde en la
capilla ya tenía en mente la fórmula, pero fue hermético.
–Les voy a mandar a mi hijo Andrés para que los visite –dijo antes de irse y recibir un aplauso sostenido.
Algunos pudieron creer que, antes de que el senador radical se
retirara, Viera iba a acercarse para darle el sobretodo azul. Pero no.
Hay testigos de que lo usó a diario hasta salir de Devoto.
Como de costumbre, cuando Nápoli se había ido, la voz del amo volvía a
sentirse. Más de un guardiacárcel sentía alivio cuando se retiraba esa
democracia intrusa en las mazmorras. Los presos volvimos a los
pabellones. Para entonces había libros, radio, comida. Pasaron muy pocas
semanas y el Senado trató el proyecto de ley de Nápoli, fue votado. Lo
trató Diputados, fue votado. Se reglamentó y los jueces hicieron los
nuevos cómputos. En más de un caso, la Justicia quedaba en deuda con
algunos de los presos. Se daba la paradoja de que el nuevo conteo de
días de cárceles mostraba que algunos presos habían pagado de más. No
había ninguna posibilidad de que quedaran a cuenta de futuras
necesidades, como una especie de crédito por si acaso. Era una broma que
circulaba entre curtidos y siempre ácidos militantes. Para la gran
mayoría, salvo para la quincena de condenados a perpetua, llegaba la
libertad. Para los otros quince, huelgas de hambre mediante, peleas
desiguales mediante, la cárcel se estiró dos años más.
Nápoli había cumplido con su propósito. Lo hizo todo con bajo perfil.
Cuando se dieron los levantamientos carapintadas, ese médico con
anteojos de marco grueso, trajes antiguos y porte de compadrito recibió
algunas amenazas de muerte. No se amedrentaba. Estaba dispuesto a
hacerles frente con la Constitución en la mano y hasta con el filo de un
bisturí, si era necesario. Terminó su mandato en diciembre de 1989,
apenas unos meses después de las presiones que llevaron a Alfonsín a
entregar el gobierno unos meses antes de que terminara el mandato.
Nápoli siguió viviendo en el mismo departamento de la avenida Coronel
Díaz, siguió vistiendo los mismos trajes con chaleco y siguió peinándose
a la gomina. Y fumando. Seguramente ni reparaba en que no tenía el
sobretodo azul. No le daba trascendencia a que había encontrado la
variante para que los presos políticos salieran en libertad. La historia
recuerda, sin dudas, aquel Devotazo del ’73. Nadie reparó en el
Sobretodazo del ’84. El querido doctor Nápoli murió esta semana y quedó
en el corazón de varios cientos de aquellos militantes, quizá ninguno de
origen radical y todos testigos del episodio del sobretodo azul. Nápoli
tenía 95 años. Quince días antes había muerto Susy, su esposa, su
compañera de toda la vida. Era demasiado para él. No la iba a dejar
sola. Papucho Viera se había ido unos años antes, con un ataque al
corazón. Seguro que si hubiera estado vivo se habría acordado de que ese
hombre le había dado, sin chistar, el sobretodo azul.
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http://www.infonews.com/2014/11/16/politica-172491-el-sobretodo-de-oscar-napoli.php
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