Le gusta decir que todos empezamos en el periodismo con o
por él. Jamás perdería el tiempo en discutírselo. En cambio, sí me gustaría que
sepa –si no lo sabe aún–, que tuvo mucho que ver con mi alejamiento de la
profesión.
Era enero de 1997 cuando, con un poco de agudeza y mucho de
azar, logré hacerle una entrevista al represor Alfredo Astiz. El reportaje tuvo
mucho impacto: allí reconoció públicamente por primera vez su rol en el
Terrorismo de Estado y dijo aquella frase que luego se haría famosa: “soy el
mejor preparado para matar a un político o a un periodista.” La entrevista
publicada por la revista trespuntos –que dirigíamos junto a Claudia Acuña y
Héctor Timerman–, le valió a Astiz ser dado de baja de las Fuerzas Armadas y
enjuiciado por apología del delito. Causa por la que fue condenado, después de
un juicio oral, en un fallo ratificado por la Cámara Federal y la Corte Suprema.
Hundido en la hoguera de vanidades y frustrado por no haber sido el autor de esa nota, Jorge Lanata defendió tanto a Astiz que terminó siendo convocado por el asesino como su testigo de defensa en el juicio oral. Mientras Lanata se ocupaba de descalificarme y defender al represor, los marinos amenazaban a mi familia y a mí desde “La Cueva”. Varias páginas de los escritos de la defensa del ex marino se llenaron de citas del periodista.
Lo esperé en tribunales el día del juicio oral en que debía presentarse a sostener sus afirmaciones, convocado por Astiz y su defensa. Pero Lanata a último momento envió un escrito diciendo que no concurriría porque estaba enfermo. No se presentó.
La fiereza con que dos o tres periodistas hicieron valer en aquel momento supuestas reglas de un manual que decía que era más importante llevarse bien con un asesino que verlo preso, me ayudaron a pensar que ya había demasiadas cosas de cierta manera de comprender el periodismo que no tenían que ver conmigo. Que quería dar el debate público con libertad para comprometerme con mis ideas. Que quería dejar de ser una cronista de la realidad para pasar a intentar transformarla.
Los insultos de Lanata de esta semana hablan claramente de quién es él, y son una muestra concentrada del tipo de periodismo que representa.
Ninguna de las afirmaciones que enumeró son ciertas; ninguna. Ni la más nimia: no entré a Página/12 a los 18 años sino a los 22. Mi papá, Amado Ruggero a quien extraño con el alma, fue chofer desde los 14 años pero jamás fue chofer de Antonio Cafiero, y creo que nunca lo conoció siquiera. Cuando dejé de leer para convertirme –según él– en analfabeta, me fui a Londres a cursar un doctorado en Ciencias Políticas. El Jefe fue, junto a Robo para la Corona de Horacio Verbitsky, uno de los libros claves de la historia del periodismo político. Y yo, la “lobbista del menemismo”, hice durante muchos años la tapa del diario que él dirigía con mis crónicas y mis denuncias. ¿Nos enteramos ahora que su diario era menemista?
Tratar de puta a la mujer que no se puede controlar es el postulado básico de la violencia de género. Aunque sea moneda corriente en nuestra sociedad insultarnos cobardemente con cosas que jamás le dirían a un varón, soy una militante de los derechos de la mujer y no voy a naturalizarlo. De ese punto, señor Lanata, hablaremos en tribunales cuando deba dar cuentas por injurias agravadas por violencia de género.
No voy a responder en su lenguaje, aunque podría escribir un libro con anécdotas que todos conocemos y que lo han llevado hoy a que ninguno de los periodistas, productores o asistentes que formaron alguna vez parte de sus equipos de trabajo, quiera ya estar a su lado. Ninguno. Ni los que lo acompañaron en sus espasmódicos éxitos radiales o televisivos, ni los que abandonó en sus emprendimientos como XXI o Crítica, a los que desamparó en menos de dos años, sin indemnización y después de haberlos hecho renunciar, en muchos casos, a trabajos de toda la vida.
Ninguno, a pesar de que ahora no sólo promete gloria sino también dinero y fama.
El punto no son las vidas y las frustraciones personales, cada uno a vivir a su manera y a resolver como pueda sus desafíos. El punto es que es una manera de hacer periodismo, de concebir el periodismo, y de concebir por lo tanto también la cosa pública en el país.
Durante el último año, amigos, colegas, gente en la calle, me han preguntado reiteradamente “¿Qué le pasó a Lanata? ¿Por qué cambió tanto?” Lamento desilusionarlos. Jorge Lanata no cambió nada. Siempre corrió detrás del dinero, las aventuras fáciles y la fama. Hoy, solamente, consiguió que eso se lo diera el grupo Magnetto y se convirtió así en su rehén. Un rehén inescrupuloso, que hace los deberes hasta la sobreactuación.
Ese Página/12 que él dice haber fundado, era un colectivo en el que nos cruzábamos en los pasillos con Juan Gelman, Horacio Verbitsky, Eduardo Galeano, José María Pasquini Durán, Tomás Eloy Martínez, Osvaldo Soriano, Miguel Briante…tantos más. Fue una escuela de periodismo para mi generación y agradezco la posibilidad de haber podido pertenecer y contribuir.
Pero él no compartía ese periodismo. Por eso se fue.
Nos decía que había que aprender de Bernardo Neustadt si no queríamos quedarnos escribiendo en un diario que sólo leyeran los amigos.
Él quería fama, y se fue a hacer un programa de televisión en el que, mientras se derrumbaba la convertibilidad y el país llegaba al 50% de pobreza extrema, se preocupaban por el profesor de tenis de Graciela Fernández Meijide y si los hijos del presidente comían sushi o tenían nuevas novias. Lo rodeaba un gran equipo periodístico, eximios y honestos investigadores, y eso, una vez más, lo salvaba de quedar tan en evidencia.
El eje de ese periodismo es la banalización de la política; la construcción mediática de la antipolítica no como instrumento de cambio sino sencillamente como fórmula desestabilizadora de los gobiernos elegidos democráticamente. No importa si es desde el Maipo, la casa de Magnetto o el aeropuerto de Caracas: lo que importa es banalizar todo, igualar lo frívolo con lo profundo, indignarse por una cartera como si estuviéramos debatiendo la deuda externa. Según él, había que convencer a María Julia Alsogaray para que viniera a la fiesta de los tres años de Página/12 en el Hotel Alvear porque nos daba glamour y nos ayudaba a vender en Barrio Norte. ¿Qué importaba si mientras tanto entregaba la telefonía nacional? Era un personaje simpático. ¿A quién le importa que Cristina haya estatizado YPF? Lo que importa es cuánto cuesta la suite presidencial del hotel de Nueva York.
A veces, se cruzan límites. Pocas veces como hace unos meses, cuando por no ser invitado a una fiesta él dijo que estaba “desaparecido”. Y como todo es un camino de ida en la vida de ciertos personajes, ahora los episodios en el aeropuerto de Caracas son sobredimensionados al punto de compararlos con un secuestro y 30 mil desaparecidos. No importa que a los desaparecidos los desaparecieron. No importa que los secuestraron, los torturaron, parieron en campos de concentración, les apropiaron los hijos, los tiraron al río. “Estuvimos secuestrados en un pozo”, dice Lanata. Y la memoria de los chicos de la Noche de los Lápices secuestrados en el Pozo de Banfield clama por decencia y respeto. O vaga por ahí, llena de vergüenza ajena.
Decir mentiras, fabular, insultar, sin derecho a réplica. Los herederos de la escuela del “nunca dejes que la realidad te arruine una buena nota”, que curiosamente conviven en el mediodía de radio Mitre. Es una ideología periodística. Por eso se desmoronan cuando alguien, sencillamente, les dice “No les creo. ¿Por qué debería creerles, si mienten siempre?” Hacen del periodismo una religión, una cuestión de fe: jamás una prueba, un documento. Hay que creerle porque es él, y grita más fuerte.
Por eso le resulta inaceptable algo tan sencillo como “Sabés qué, no te creo”. Nada más que eso. Porque se precipita el castillo de naipes armado en base a fábulas.
Esta falta de escrúpulos es mano de obra barata para el grupo que lo utiliza como uno de sus instrumentos en su afán por seguir controlando el sistema de comunicación en la Argentina. Ya que no pueden inventar un candidato, como en otras épocas. Prefieren entonces sencillamente apostar a minar el sistema democrático. Desde allí se cuestiona no solamente un proyecto político en el país sino un clima de época en toda Latinoamérica.
No es toda su responsabilidad. Él es sólo parte del engranaje. Lleva adelante un proyecto individual y cada uno con su vida hace lo que quiere.
Yo elijo formar parte de un proyecto colectivo. Sentirme parte de una comunidad transformadora, alegrarme y penar con muchos, con iguales, con otros que sueñan los mismos sueños que hoy se hacen realidad.
Por eso, porque cada uno con su vida hace lo que quiere, y yo soy parte de un proyecto colectivo transformador, cuando en medio de la alegría por el triunfo del proyecto popular en Venezuela se intenta tapar el cielo con las manos, tengo derecho a decir, por lo menos: “¿Sabés qué pasa? Yo a vos no te creo nada”.
Hundido en la hoguera de vanidades y frustrado por no haber sido el autor de esa nota, Jorge Lanata defendió tanto a Astiz que terminó siendo convocado por el asesino como su testigo de defensa en el juicio oral. Mientras Lanata se ocupaba de descalificarme y defender al represor, los marinos amenazaban a mi familia y a mí desde “La Cueva”. Varias páginas de los escritos de la defensa del ex marino se llenaron de citas del periodista.
Lo esperé en tribunales el día del juicio oral en que debía presentarse a sostener sus afirmaciones, convocado por Astiz y su defensa. Pero Lanata a último momento envió un escrito diciendo que no concurriría porque estaba enfermo. No se presentó.
La fiereza con que dos o tres periodistas hicieron valer en aquel momento supuestas reglas de un manual que decía que era más importante llevarse bien con un asesino que verlo preso, me ayudaron a pensar que ya había demasiadas cosas de cierta manera de comprender el periodismo que no tenían que ver conmigo. Que quería dar el debate público con libertad para comprometerme con mis ideas. Que quería dejar de ser una cronista de la realidad para pasar a intentar transformarla.
Los insultos de Lanata de esta semana hablan claramente de quién es él, y son una muestra concentrada del tipo de periodismo que representa.
Ninguna de las afirmaciones que enumeró son ciertas; ninguna. Ni la más nimia: no entré a Página/12 a los 18 años sino a los 22. Mi papá, Amado Ruggero a quien extraño con el alma, fue chofer desde los 14 años pero jamás fue chofer de Antonio Cafiero, y creo que nunca lo conoció siquiera. Cuando dejé de leer para convertirme –según él– en analfabeta, me fui a Londres a cursar un doctorado en Ciencias Políticas. El Jefe fue, junto a Robo para la Corona de Horacio Verbitsky, uno de los libros claves de la historia del periodismo político. Y yo, la “lobbista del menemismo”, hice durante muchos años la tapa del diario que él dirigía con mis crónicas y mis denuncias. ¿Nos enteramos ahora que su diario era menemista?
Tratar de puta a la mujer que no se puede controlar es el postulado básico de la violencia de género. Aunque sea moneda corriente en nuestra sociedad insultarnos cobardemente con cosas que jamás le dirían a un varón, soy una militante de los derechos de la mujer y no voy a naturalizarlo. De ese punto, señor Lanata, hablaremos en tribunales cuando deba dar cuentas por injurias agravadas por violencia de género.
No voy a responder en su lenguaje, aunque podría escribir un libro con anécdotas que todos conocemos y que lo han llevado hoy a que ninguno de los periodistas, productores o asistentes que formaron alguna vez parte de sus equipos de trabajo, quiera ya estar a su lado. Ninguno. Ni los que lo acompañaron en sus espasmódicos éxitos radiales o televisivos, ni los que abandonó en sus emprendimientos como XXI o Crítica, a los que desamparó en menos de dos años, sin indemnización y después de haberlos hecho renunciar, en muchos casos, a trabajos de toda la vida.
Ninguno, a pesar de que ahora no sólo promete gloria sino también dinero y fama.
El punto no son las vidas y las frustraciones personales, cada uno a vivir a su manera y a resolver como pueda sus desafíos. El punto es que es una manera de hacer periodismo, de concebir el periodismo, y de concebir por lo tanto también la cosa pública en el país.
Durante el último año, amigos, colegas, gente en la calle, me han preguntado reiteradamente “¿Qué le pasó a Lanata? ¿Por qué cambió tanto?” Lamento desilusionarlos. Jorge Lanata no cambió nada. Siempre corrió detrás del dinero, las aventuras fáciles y la fama. Hoy, solamente, consiguió que eso se lo diera el grupo Magnetto y se convirtió así en su rehén. Un rehén inescrupuloso, que hace los deberes hasta la sobreactuación.
Ese Página/12 que él dice haber fundado, era un colectivo en el que nos cruzábamos en los pasillos con Juan Gelman, Horacio Verbitsky, Eduardo Galeano, José María Pasquini Durán, Tomás Eloy Martínez, Osvaldo Soriano, Miguel Briante…tantos más. Fue una escuela de periodismo para mi generación y agradezco la posibilidad de haber podido pertenecer y contribuir.
Pero él no compartía ese periodismo. Por eso se fue.
Nos decía que había que aprender de Bernardo Neustadt si no queríamos quedarnos escribiendo en un diario que sólo leyeran los amigos.
Él quería fama, y se fue a hacer un programa de televisión en el que, mientras se derrumbaba la convertibilidad y el país llegaba al 50% de pobreza extrema, se preocupaban por el profesor de tenis de Graciela Fernández Meijide y si los hijos del presidente comían sushi o tenían nuevas novias. Lo rodeaba un gran equipo periodístico, eximios y honestos investigadores, y eso, una vez más, lo salvaba de quedar tan en evidencia.
El eje de ese periodismo es la banalización de la política; la construcción mediática de la antipolítica no como instrumento de cambio sino sencillamente como fórmula desestabilizadora de los gobiernos elegidos democráticamente. No importa si es desde el Maipo, la casa de Magnetto o el aeropuerto de Caracas: lo que importa es banalizar todo, igualar lo frívolo con lo profundo, indignarse por una cartera como si estuviéramos debatiendo la deuda externa. Según él, había que convencer a María Julia Alsogaray para que viniera a la fiesta de los tres años de Página/12 en el Hotel Alvear porque nos daba glamour y nos ayudaba a vender en Barrio Norte. ¿Qué importaba si mientras tanto entregaba la telefonía nacional? Era un personaje simpático. ¿A quién le importa que Cristina haya estatizado YPF? Lo que importa es cuánto cuesta la suite presidencial del hotel de Nueva York.
A veces, se cruzan límites. Pocas veces como hace unos meses, cuando por no ser invitado a una fiesta él dijo que estaba “desaparecido”. Y como todo es un camino de ida en la vida de ciertos personajes, ahora los episodios en el aeropuerto de Caracas son sobredimensionados al punto de compararlos con un secuestro y 30 mil desaparecidos. No importa que a los desaparecidos los desaparecieron. No importa que los secuestraron, los torturaron, parieron en campos de concentración, les apropiaron los hijos, los tiraron al río. “Estuvimos secuestrados en un pozo”, dice Lanata. Y la memoria de los chicos de la Noche de los Lápices secuestrados en el Pozo de Banfield clama por decencia y respeto. O vaga por ahí, llena de vergüenza ajena.
Decir mentiras, fabular, insultar, sin derecho a réplica. Los herederos de la escuela del “nunca dejes que la realidad te arruine una buena nota”, que curiosamente conviven en el mediodía de radio Mitre. Es una ideología periodística. Por eso se desmoronan cuando alguien, sencillamente, les dice “No les creo. ¿Por qué debería creerles, si mienten siempre?” Hacen del periodismo una religión, una cuestión de fe: jamás una prueba, un documento. Hay que creerle porque es él, y grita más fuerte.
Por eso le resulta inaceptable algo tan sencillo como “Sabés qué, no te creo”. Nada más que eso. Porque se precipita el castillo de naipes armado en base a fábulas.
Esta falta de escrúpulos es mano de obra barata para el grupo que lo utiliza como uno de sus instrumentos en su afán por seguir controlando el sistema de comunicación en la Argentina. Ya que no pueden inventar un candidato, como en otras épocas. Prefieren entonces sencillamente apostar a minar el sistema democrático. Desde allí se cuestiona no solamente un proyecto político en el país sino un clima de época en toda Latinoamérica.
No es toda su responsabilidad. Él es sólo parte del engranaje. Lleva adelante un proyecto individual y cada uno con su vida hace lo que quiere.
Yo elijo formar parte de un proyecto colectivo. Sentirme parte de una comunidad transformadora, alegrarme y penar con muchos, con iguales, con otros que sueñan los mismos sueños que hoy se hacen realidad.
Por eso, porque cada uno con su vida hace lo que quiere, y yo soy parte de un proyecto colectivo transformador, cuando en medio de la alegría por el triunfo del proyecto popular en Venezuela se intenta tapar el cielo con las manos, tengo derecho a decir, por lo menos: “¿Sabés qué pasa? Yo a vos no te creo nada”.
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