Vale aclarar, quizá, que, aun cuando la semana informativa
local no hubiese sido lo pobre que fue, el suscripto habría mantenido como
central el tema siguiente.
Podría no haber sido que las huestes de la CTA opositora llenaran apenas
un segmento de la Plaza
de Mayo a durísimas penas, con el concurso de unos miles que más bien aportó el
sindicato de camioneros. La gran mayoría del periodismo opositor guardó un
distinguido recato frente a lo paupérrimo de esa demostración y, excepto
Clarín, que en título central de portada la adjetivó como “masiva”, recluyeron
la cobertura del hecho a lejanos puestos figurativos. Podría no haber ocurrido
que inventaran como relevante la incautación de la fragata Libertad, para
azuzar con la amenaza que representarían los fondos buitre en su persistencia
de cobrar, a como fuere, lo que no cobrarán jamás (después se supo que, en
primer término, se trataba de otra operación de prensa, montada sobre la idea
de perjudicar a Cancillería; ayer, este diario la desmontó). Podría haber
sucedido que la sociedad haya estado insomne siguiendo las alternativas de la
suerte de Leandro Despouy, un respetabilísimo radical que está al frente de la Auditoría General
de la Nación y
que continuará en ese cargo, cuya pertenencia constitucional es de la
oposición; de manera que es el propio radicalismo el que debe preguntarse a qué
vino tanta poética republicana indignada, como si se tratase de que no
confiaba, ni aunque fuera, en tener un digno reemplazante para el hombre que
seguirá donde querían que siguiera. Podría haber acontecido que, en lugar de
ese inverosímil insomnio popular, las masas angustiadas hubieran estado atentas
a lo que acontece en el Consejo de la Magistratura, para designar al juez que le
conviene o no a Clarín en la disquisición de cuándo tiene que desprenderse de
los medios que le sobran. En todo caso, sí ofrece consideración el asesinato de
otro campesino santiagueño a manos del agronegocio. Por supuesto, estos
ejercicios hipotéticos en torno de a qué podríamos habernos dedicado, si no
fuera que el escenario importante es el que es, tienen el único sentido de
juguetear con el semblanteo de la semana. Digamos que es un vicio y hasta
obligación profesional, antes de entrarle a lo que verdaderamente nos interesa.
Desde Caracas, hace tres meses, cuando viajamos a cubrir
antes una realidad global que el proceso electoral propiamente dicho, dijimos
en esta columna: “Uno tiene la seguridad de que el 7 de octubre se juega
bastante más que el resultado de unas elecciones venezolanas. En medio del
proceso que vive Sudamérica, con tantos tintes esperanzadores y con tantas
amenazas externas en consecuencia, que Venezuela afirme su rumbo tiene
incidencia continental. Como este periodista escuchó por aquí, si falla
Venezuela será que fallamos todos”. El periodista repasó aquella nota del 9 de
julio pasado, que hoy suscribe línea a línea. Ese “todos” del cierre no
necesitaba el subrayado de que remitía a quienes apoyamos, con algunas reservas
pero mucho mayores entusiasmos, el impensado clima de cambios que vive el
subcontinente a sólo unos pocos años del huracán de derechas. Se encargaron de
ratificar la magnitud del concepto, de ese “todos”, los que transcurridos estos
meses –y en particular durante las jornadas inmediatamente previas al domingo
pasado, y también en las siguientes– trabajaron por la derrota y caracterización
de un Chávez dictador como batalla decisiva para empezar a dar vuelta la
página.
No pudieron. La prensa opositora de nuestro país y los
dirigentes políticos que comanda no fueron los únicos que se encargaron de
depositar sobre el líder venezolano cuanto escarnio quiera imaginarse. En casi
toda Latinoamérica pudo advertirse que esos sectores tomaron la elección
venezolana como una cuestión de vida o muerte ideológica, o muy poco menos.
Pero entre nosotros esa tensión alcanzó límites casi desopilantes. La
diferencia, por innumerable vez, es que quienes abrevamos en el respaldo a
estos procesos incompletos pero socialmente inclusivos no usamos disfraz de
independencia, ni de ascetismo, ni de liberalidad denunciativa sin mirar a
quién. En cambio, los que viajaron a Venezuela desesperados por ver triunfante
a Capriles; los que ignoraron una de las manifestaciones de masas más imponente
que se recuerde, a favor de Chávez y sin el más mínimo espacio para chucear con
la extorsión del choripán, la
Coca y los planes sociales; los que estaban listos para
denunciar fraude, a pesar de que la propia Casa Blanca, entre su silencio y sus
referentes, había anticipado que no existían oportunidades de trampa alguna;
los que mintieron a sabiendas con sus citas de encuestas amainadas; los que se
gastaron hablando de “empate técnico” para borrarse olímpicamente apenas
corroborado el contundente triunfo de Chávez; los que se guardaron en el lobby
del hotel para entrevistar a quienes dieran cuenta de la asfixia chavista, sin
animarse a pisar ni de lejos los cerros y los barrios populares; los que de
vuelta sufrieron un largo 55 por ciento en contra para recién entonces
preguntarse en qué se equivocaron o qué no quisieron ver... todos ellos
terminan siendo víctimas de sí mismos, de su falta de honestidad ideológica, de
su careta de imparciales. Si hay algo que en la actualidad tiene a su favor la
izquierda, el pensamiento progresista, o como quiera llamársele, es la falta de
categoría de la derecha. Son tan burdos, tan pagados de sí mismos no se
entiende a base de qué, tan explícitamente elementales, que debe celebrárselo.
Si fueran más inteligentes tendrían algún grado de autocrítica bien vestido.
Reconocerían que hay vida más allá de mentar clientelismo, negrura ignorante, aparatos
propagandísticos como si ellos no tuvieran a disposición los más potentes. No
quieren, y no quieren porque no saben ni quieren saber. Asumir que están
equivocándose sería sinónimo de enfrentar un conflicto capaz de dejarlos
desnudos. Cargarían con la penuria de reconocer que no es la afectación
económica a sus privilegios lo que está en juego sino dos aspectos,
profundamente complementarios, cuales son sentir que les joden sus símbolos y
la repulsión por tener abajo a gente que subió un poquito. Lo primero
sencillamente es correcto, pero lo segundo expone con crudeza su ontología de
clase. Es decir, el odio por el odio mismo.
Cristina, en su discurso más reciente, recordó una tesis que
–apreciada de manera escrupulosa– en realidad la interpela con dureza, a ella
misma, acerca de la profundidad de su modelo. Simplemente insistió con que los
ricos vienen ganando más plata que nunca, con esta experiencia estatalista que
los acaudalados y sus aspirantes tanto denuestan. Por lo tanto, prosiguió en
otros términos, la bronca frenética que expresan algunas porciones de la
sociedad no se relaciona con sus bolsillos. Se corresponde con el ingrediente
cultural de sentirse furiosos porque no hay, no perciben, la certeza de que la
negrada no siga teniendo ampliación de derechos. O mero asistencialismo
progresivo. Tan inolvidable como el “vengo acá por la inseguridad y otra cosa
más que no me acuerdo”, vertido por una caceroluda en la última marcha, vale el
“no puede ser que le hayan dado un terreno a mi mucama” (escuchado y registrado
en la misma procesión). No estamos diciendo que haya una lógica estrictamente
binaria, por la cual sólo desfilan con sus cacerolas gentes con personal
doméstico al que adjudican favoritismo de injusticia distributiva. Pero sí que
el imaginario del odio y el resentimiento, a grandes rasgos, pasa por ahí aun
entre muchos de quienes no son más que un clavo enmohecido.
La gente que representa a esa gente, desde los medios
periodísticos y sus coros dirigenciales, fue la que quedó afuera del “todos”
tras el resultado de la elección venezolana. Se creyeron o autoimpusieron que
el todos consiste en su nosotros. No es que eso sea completamente impropio,
porque uno también refiere al “todos” en la primera del plural. Pero: con la
salvedad de que no se ignora que enfrente hay algo que merece estar ahí,
enfrente. Y a la inversa: los que ahora andan llorando porque Venezuela les dio
al revés, con una distancia de más de un millón y medio de votos
incuestionados, tras 14 años dirigidos por ese autócrata satánico de Chávez,
supusieron o quisieron convencerse de que enfrente no hay otra cosa que algo
despreciable.
Así les fue y les sigue yendo. Allá y acá.
Que es lo mismo.
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