Las líneas que siguen persisten en una temática que viene
siendo habitual en esta columna. ¿Qué es lo auténticamente disputado en la Argentina crispada que estamos
viviendo o, tal vez, sólo consumiendo? ¿La puja tradicional por el ingreso,
mediante actores cada vez más enfrentados acerca de la administración de un
modelo capitalista? ¿O se trata del choque entre intereses de sector que,
vistas la marcha y perspectivas generales de la economía, no tienen
trascendencia más allá del sector mismo? Por tanto, ¿la crispación es producto
de clases perjudicadas de manera económicamente global? ¿O lo es, mucho antes
que eso, de la afectación que sufren en su capital simbólico?
Basta repasar el “campus” de las informaciones transmitidas
con agitación, de buen a tiempo a esta parte, para advertir que casi ninguna de
ellas es cruzada por problemáticas o angustias sociales de índole económica.
Como mayor salvedad podría citarse la inflación, que es motivo de inquietud
popular, pero no con el rango de prioritaria (excepto, a su vez, cuando el
Indek queda desguarnecido frente a unas cuentas que le saca la oposición
mediática y que el organismo no sabe, no quiere o no puede desmentir con
efectividad). Hay paritarias. No se registra conflictividad expansiva por el
tema, ni gremial, ni sectorial ni general. Apenas si hubo la pobre
manifestación, en Plaza de Mayo, de una porción del sindicalismo enfrentado al
Gobierno. Sí se mantiene la vocinglería de Moyano, quien recoge cínicas
adhesiones en medios de prensa que representan a parcelas incapaces no ya de
votarlo: les causa repulsión el sólo verlo. Con cierto esfuerzo, puede
agregarse al “cepo” cambiario en los items de impresión negativa que tienen al
bolsillo como eje cognitivo. Se juntan en ese aspecto las opciones de ahorro,
en un país que funciona operativa y culturalmente con un sistema bimonetario;
la restricción de divisas para viajar al exterior e importar ciertos bienes; las
arbitrariedades en su aplicación. En síntesis, una imprecisa pero significativa
cantidad de gente observa en la medida alcances injustificables, ya fuere
porque efectivamente se vio damnificada o porque los medios construyen la
eterna táctica de que quienes no pueden invertir ni viajar afuera, ni pensar en
mucho más que sus acomodamientos cotidianos tomen como propios los “problemas”
de una minoría. Es un inconveniente de clase, que no va en perjuicio de que los
argentinos que viajan al extranjero gastan más plata que nunca ni de que sus
chances de inversión local permanecen atrayentes, a excepción de que el dólar
ya no es la mejor o más accesible de las variantes especulativas.
Apartadas esas facetas tempestuosas, el resto de la
crispación comunicada no se liga en absoluto con escenarios de dramatismo
económico. En Mar del Plata acaba de celebrarse el coloquio de IDEA. Como
siempre, se colmó de grandes empresarios apreciados como un barómetro esencial
de lo que piensan y actuarán “los mercados”. La mayoría de ellos dijo
contemplar un panorama despejado, optimista, gracias –entre otros factores– a
la mayor demanda brasileña, la campaña sojera e, inclusive y como consecuencia,
holgura de dólares. El índice desagregado del relevamiento de Expectativas de
Ejecutivos, efectuado en el Sheraton marplatense por la consultora D’Alessio
Irol, revela que, para el próximo semestre, el 34 por ciento de los hombres de
negocios estima estar entre mejor y mucho mejor; el 21 por ciento,
moderadamente mejor; el 39 por ciento, igual; y peor, sólo el 6 por ciento
restante. Casi el 60 por ciento de los empresarios estima que el personal de
sus compañías no se modificará. Y cerca de la mitad prevé que sus ventas
subirán entre discretamente y mucho. Increíble o elemental, esta acostumbrada
reunión anual del establish-ment no mereció espacio destacado en los grandes
medios, salvo por el imán que significó la presencia de Lula (de quien, encima,
tuvieron que engullirse los largos elogios que dispensó a Cristina y a los
modelos de intervención estatal en la economía). Así que no. No es la economía.
En orden cualquiera, son las denuncias de corrupción monopolizadas por la
prensa ultraopositora, la rere, la Fragata Libertad, los modos de Guillermo Moreno,
los informes televisivos desde territorios feudalescos que parecen haber
descubierto de la noche a la mañana la soberbia de la Presidenta y los
hoteles donde se aloja, el avasallamiento de la Justicia, la presión
sobre el periodismo independiente, los episodios de inseguridad en las grandes
urbes, los planes de ayuda social. Y hasta el riesgo de parecerse a la versión
dictatorial respecto del chavismo, que algún colega transformó en papelón
antológico en su reciente cobertura de las elecciones venezolanas. Es eso. Son
los símbolos construidos a partir de intereses de grupos de presión, que
terminan siendo asumidos por franjas capaces de atravesar a todas las capas de
la sociedad. A las medias, en especial, porque viven bajo la coacción
autoinstituida que les representa la presencia de un “otro” invariablemente
peligroso, aunque no sepan explicar en qué consiste ese peligro o cuáles serían
sus causas. Es la pulsión vivencial de requerir superioridad asegurada, contra
la intimidación de un abajo o un arriba, incluso, que adquieren formas diversas
y variables: inmigrantes, gobiernos asistencialistas o inclusivos, jóvenes,
consumo material afectado o amenazado, politización y movilizaciones
callejeras, ascenso social de los más desprotegidos.
Pierre Bourdieu explica esa tensión desde sus apuntes sobre
el capital simbólico, precisamente. Propone el ejemplo del juego, en el que los
participantes, una vez que interiorizaron sus reglas, actúan conforme a ellas
sin reflexión ni cuestionamiento. Los jugadores se ponen al servicio del juego
en sí, se automatizan y son las reglas del juego las que determinan el hábito,
el “cuerpo socializado”, en lugar de recapacitarse sobre ellas. El propósito
final de la sociología, según Bourdieu, sería deducir las reglas de juego a
partir de observar a los jugadores. Quiénes son los que están jugando, cuál es
el espacio en que lo hacen y, recién establecido todo ello, deducir de las
acciones qué tipo de juego es el que practican. Por ahí vamos. Con toda
modestia, claro. ¿Quiénes son los jugadores políticos argentinos? Este es un
primer desafío en términos de observación clásica porque, obviamente, no hay
dudas de que uno de ellos es el Gobierno, con sus más y sus menos, pero
manteniendo la capacidad de ofensiva contra un equipo que no es la oposición
dirigente ni el conjunto de los agentes de la economía, ni el sindicalismo, ni
sectores de base, ni el campo intelectual y cultural; ni, por carácter
transitivo, grandes mayorías populares articuladas en figura y programa
alternativo algunos. No. El otro equipo es un combinado de emporios
comunicacionales con un solo delantero, expresado por el daño a (sus) intereses
corporativos que no son los del grueso social. Aquí aparece el segundo elemento
de diagnóstico y el problema más intrincado, porque el espacio en que se
desempeñan esos jugadores es, entonces y nada menos, el forcejeo por la
construcción de sentido en el terreno mediático. Es decir, aquel que en las
sociedades contemporáneas puede resultar decisivo para volcar los proyectos
políticos en tal o cual dirección. Para terminar de volcarlos, en realidad,
porque los medios son capaces de operar sobre la realidad. Pero no de
conducirla, si es que carecen de una plataforma fuerte en la convicción de las
mayorías. Problema número tres, aunque dentro del espacio de los jugadores:
¿cuál es la base de sustentación social de la campaña de horadación mediática
contra el Gobierno? Alta. No entre los sectores populares que fueron y son
beneficiados por las políticas activas del kirchnerismo. Ni entre franjas
medias politizadas que aprecian sus rasgos progresistas. Pero sí en las que
provienen del fondo de los tiempos argentinos, con su mentalidad conservadora,
asustadiza, frívola, disfrazada con esas urgencias republicanas que simplemente
esconden el hipócrita temor de perder los privilegios. Ya demostraron su
potencia considerable en la calle y volverán a hacerlo. Sin embargo, esos que
se mueven a caballo del miedo o la indignación promovidos por los medios no son
la totalidad de la clase. Entre quienes se anotan en la defensa del oficialismo
y quienes pregonan un golpismo patéticamente abstracto (porque de cuál otra
manera podría definirse a esas máscaras del odio y del yoísmo), hay una capa de
gente que uno imagina atribulada, confundida en medio de tanta prédica extrema,
que a juicio del firmante no entra en el tipo de juego que se practica. Gente a
la que sería dable estimar como espectadora y expectante, seguramente molesta e
irritada frente a modos y disposiciones gubernamentales que no le gustan, pero
también ante las manifestaciones energúmenas y la ausencia de toda idea de
cambio, que no consista en un desastre ya comprobado.
Esa gente, mientras el Gobierno conserve su base popular, es
uno de los núcleos más importantes de la cuestión. Dicho de otra forma, el
juego es afinar la puntería para la disputa del capital simbólico en la clase
media.
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