ESTRUCTURA HISTORICA DE UN GENOCIDIO
Nueve de abril de 1865. El general Lee rinde las tropas de la Confederación luego
de la batalla de Appomattox. El Sur algodonero y esclavista queda devastado.
Hacía tiempo –pero sobre todo luego de la derrota de Gettysburg– que sus tropas
pedían a gritos la paz. El Norte de Lincoln, el país industrialista ligado a la
creación de un mercado interno y de un país poderosamente capitalista, había
triunfado. Gran Bretaña, sus banqueros, sus productores que requerían materias
primas de los mercados de ultramar –ya preocupados por el rumbo que la guerra
venía tomando para el Sur– se quedan sin su poderoso proveedor de algodón.
Echan su mirada hacia el ancho mundo y se preguntan: “¿Dónde hay algodón
barato?”. Lo hay. Pero está en una pequeña República dominada por un “tirano”
que ha desarrollado una economía proteccionista, que tiene altos hornos,
astilleros, que fabrica sus armas, que ha importado técnicos europeos y los ha
incorporado a su proyecto de desarrollo autónomo, nacional. Le dicen “la China de América”. Los
ingleses conocen cómo tratar a ese tipo de países que se obstinan en negarse a
entrar en la senda de la civilización. (Nota: los ingleses no son los “malos”
de esta historia. Son un Imperio y tienen que desempeñarse como tal. Los
imperios son imperios. Habitualmente tienen modales sanguinarios. A veces, con
mucha frecuencia, ejercen la diplomacia. O, como veremos en este caso, la
astucia.) Tuvieron ese problema con China y abrieron sus puertas cerradas a
cañonazos. Hay que hacer lo mismo con el Paraguay. Pero –deciden, y he aquí la
gran astucia– no se tomarán ellos el trabajo de hacerlo. Pedro II, a quien se
le dice “monarca tropical”, gobierna el vasto imperio del Brasil. También es un
aliado fervoroso de Inglaterra. Su mano de hierro en América latina.
Es un dato fascinante de la historia que la derrota del Sur
algodonero se produzca en 1865 y la
Guerra contra el Paraguay empiece en ese mismo año.
Inglaterra no podía esperar. Brasil y Argentina deciden atacar al tirano
paraguayo, tarea a la que su suma el pequeño país uruguayo, un milagro de la
diplomacia británica, que lo fue por la derrota del más grande caudillo de
América del Sur: José Gervasio Artigas, de quien ya nos ocuparemos. Cada uno
acude a esa guerra basado en intereses diferenciados. Brasil por la ambición de
Pedro II y por los intereses británicos, imperio que es su fundamento histórico
y al que representa. Mitre y Argentina por razones mucho más complejas.
Diecisiete de septiembre de 1861. La Confederación Argentina,
bajo el mando del general Urquiza, es derrotada en Pavón. Se sabe que es la
derrota más cuestionada de nuestra historia y le costará su vida al jefe que
ordenó la retirada. La batalla estaba decidida a favor de los bravos jinetes
entrerrianos y de los federales que se les habían sumado. Mitre no gana la
batalla, Urquiza le entrega la victoria. Cuando un oficial le pregunta –algo
altanero y sobre todo desconfiado– “por qué la retirada”, Urquiza ordena su
inmediato fusilamiento.
Luego de Pavón, Urquiza deja al federalismo en manos de
Buenos Aires. Mitre declara una “guerra de policía” al gauchaje federal de las
provincias mediterráneas. Desde San Juan, Sarmiento la conduce. Detallar las
crueldades de estas operaciones ya ha sido hecho. Además, Sarmiento y Mitre
cumplían el “plan histórico y civilizador” de los conquistadores del
capitalismo colonialista. Que se trate, aquí, de un colonialismo interno no
cambia mucho. Para Sarmiento, los gauchos federales eran lo mismo que para el
Mariscal Bugeaud los jinetes árabes. Lo dice en su libro de viajes. Cuando el
Mariscal Bugeaud llega a Argelia, hace quemar vivos a quinientos argelinos para
hacerles saber con quién habrán de tratar. Sarmiento admira a este Mariscal
francés a quien el país de las luces rinde honra como “el conquistador de
Argelia”. De modo que algunas de sus frases más terribles (“Si Sandes mata
gente, déjenlo. Es un mal necesario”) deben ser encuadradas en este contexto y
no como vitupero moral. La única (y fundamental diferencia) entre Lincoln y
Mitre es que el primero hizo un país, que las matanzas de indios se continuaban
con la carretas de los colonos. Con el ferrocarril al Oeste. Que la industria
era el centro de todo el desarrollo del país. Y la creación de un mercado
consumidor. Mitre mató para Buenos Aires y luego Roca para diez familias que se
repartieron la
Patagonia. Estos son los motivos esenciales de las
diferencias entre una potencia y un pequeño país hundido en un monocultivo que
generó una clase ociosa. Lincoln hizo un gran país, Mitre una bella ciudad con
palacetes franceses y un bello teatro de ópera.
Volvamos, brevemente, a Sarmiento: su frase (referida a
Ambrosio Sandes) “es un mal necesario” expresa lo que creía sobre las matanzas.
No se trataba de una cuestión moral o piadosa. Había una violencia a favor del
progreso y la civilización. Otra, a favor del atraso. Pero aquí la cosa se
complica. Las montoneras federales se unen a la “hermana República del
Paraguay”. Este es el motivo central de la guerra a López. No “el ataque” a
unos barquitos que andaban por Corrientes. Ese fue el Pearl Harbour de Mitre:
“¡Guerra al Paraguay! ¡Atacó unos lanchones allá por Corrientes!”. No, había
que liquidar al Paraguay porque era el último bastión rebelde contra la
civilización de Buenos Aires. Alrededor de ese bastión se unían todas las
montoneras federales que seguían peleando después de Pavón. Sobre todo, Felipe
Varela. Varela expresa sus propósitos en una Proclama (1866) y en un Manifiesto
(1868). Son dos magníficas piezas inspiradas en Alberdi.
Aquí, hay que detenerse. Después del desastre de Curupaytí,
Mitre regresa del frente para ocuparse de las montoneras federales. Solano López
sigue guerreando. Urquiza, en el Palacio San José, inmóvil. En pocos países de
América debe haberse constituido un frente tan poderoso contra las fuerzas
“civilizadoras”. O pudo haberse constituido. Hay un punto axial: ¿y si Urquiza
no hubiese traicionado al proyecto de la Confederación? No
olvidemos que a este proyecto no le faltaba un puerto: Paraná. Le sobraban
intelectuales: Juan Bautista Alberdi, Carlos Guido Spano, Olegario Andrade,
Miguel Navarro Viola, Juan María Gutiérrez (sí, el joven liberal romántico del
Salón Literario, el exiliado de Montevideo, el compilador de las obras de
Echeverría. ¿Era Gutiérrez un bárbaro? Sin duda no: pero –-diría Mitre– había
elegido esa causa). Tenía tropas, armas y un pueblo que no quería desaparecer
bajo la gula de los comerciantes porteños. Tenía, también, un enorme aliado:
“la hermana República del Paraguay”, como le dice Varela en su Proclama de
1866. ¿Y si ganaban? ¿Y si gobernaban Urquiza o Felipe Varela? ¿Y si formaban
un gabinete con los intelectuales brillantes que los respaldaban? (No olvidemos
que Alberdi fue ministro de Relaciones Exteriores de Urquiza.) Milcíades Peña
(uno de los pocos historiadores que saben hacer filosofía política y muy bien)
dice que Urquiza o Varela, en el Fuerte de Buenos Aires, habrían tenido que
hacer lo mismo que Mitre: someterse al poder del imperio británico.
Preguntemos: ¿someterse o negociar? No se crea que estamos haciendo
historiografía contrafáctica. Porque si la retirada de Pavón fue el punto
decisivo, el quiebre de un proyecto a punto de triunfar, entonces todo se
reduce a las características individuales de Urquiza. Con otro caudillo, en
Pavón, con un hombre como López Jordán, los jinetes entrerrianos entraban a
galope tendido en una Buenos Aires aterrorizada. ¡Si Mitre nunca ganó una
batalla! ¿Cómo habría podido frenarlos? En fin, el tema es altamente complejo.
Si Mitre ya había tejido sus alianzas con Gran Bretaña tan fuertemente como
para conseguir su respaldo, como para que el elegido fuera él, nada habría sido
posible. Inglaterra diseñó todos los países que se formaron en el siglo XIX.
Todos los que le importó al menos, que fueron la mayoría. Pero –volviendo al
Paraguay– ¿se entiende ahora el interés de Mitre en su destrucción? Para Mitre,
destruir al Paraguay era terminar con la cuestión político-militar interna de la Argentina. Porque
el Paraguay era un país poderoso. Lo sabemos: el ejemplo de que un desarrollo
autónomo en América latina era posible. ¿Lo era o el Paraguay terminó destruido
porque no lo era?
Fue un genocidio. Mitre se retira después de Curupaytí. El
bueno de Rufino de Elizalde (de más que aceitadas relaciones con los ingleses)
le pide que reprima la rebelión de los gauchos federales mediterráneos. Brasil
queda al frente de la guerra. Las matanzas son inenarrables. El Paraguay llega
a pelear con niños a los que les pintan bigotes con carbón para que parezcan
hombres. Los asesinan. Las madres piden que les permitan retirar los cuerpos.
Les dicen que sí. Cuando lo intentan las matan. Se calculan muchas cifras de
muertos. Ya sabemos que en estos casos las estadísticas son horribles. Unos
dicen seiscientos mil. Otros un millón. Da lo mismo. La frialdad de las cifras
paraliza. Uno no puede sentir nada. Horroriza más ver a un solo muerto que una
estadística de cientos de miles. Lo cierto es que sólo quedan vivos doscientos
mil paraguayos. Mujeres, ancianos y niños. Todos los hombres han sido
asesinados. La población del país, antes de la guerra, se calculaba en un
millón doscientos mil. Es sencillo deducir a cuántos mataron. Solano López
resiste hasta el final. Lo matan en Cerro Corá. Alcanza a gritar: “¡Muero con
mi patria!”. Tenía razón. Este genocidio sigue negado por la Argentina oficial.
También los turcos –todavía– niegan el genocidio contra los armenios.
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