La matriz
despolitizadora ampliamente desparramada en escala planetaria por la forma
neoliberal del capitalismo no sólo capturó el imaginario de amplios sectores
medios de la sociedad sino que, también, caló muy hondo en las tradiciones
provenientes del progresismo e, incluso, en quienes se referenciaban en las
matrices de la izquierda y de lo nacional popular. Uno de los rasgos
sobresalientes, sobre el que todavía no se ha escrito demasiado, es la mutación
que se operó, en el interior de esos círculos, en relación directa con la idea
de “democracia”. Asfixiados por una atmósfera de época que parecía traer sólo
aires viciados por el “triunfo” neoliberal, incapaces de digerir el bocado en
mal estado del derrumbe de las ideas igualitaristas y profundamente
desconcertados por la implosión, desde el propio interior, de las experiencias
mal llamadas socialistas, una amplia generación de intelectuales, de hombres y
mujeres provenientes de militancias antiburguesas pasaron, casi de la noche a
la mañana, de ser críticos de la democracia formal a convertirse en sus
adoradores más fervorosos, contribuyendo a lo que el filósofo francés Jacques
Rancière llamaba la “democracia vivida como medio ambiente”.
Una naturalización
acrítica que hizo oídos sordos a la escisión, cada día más honda, entre los
engranajes democrático-republicanos y la cuestión social. Las dos últimas
décadas del siglo veinte fueron la etapa más desigual, en cuanto a la
distribución de la riqueza, de la historia de América latina mientras, por esas
paradojas extrañas, la mayoría de los países regresaba al Estado de derecho y
abandonaba la noche dictatorial. Muchos de los otrora defensores del
estatalismo, los viejos cultores de concepciones intervencionistas e
igualitaristas, se pasaron, sin escrúpulos, al bando de los ideólogos del fin
de la historia, de la economía global de mercado y del consensualismo liberal
republicano. El peronismo, en su versión menemista, constituyó el ejemplo
acabado de esa mutación que sería acompañada por una parte sustancial del
progresismo que apenas si movilizó sus recursos críticos para cuestionar, no el
dominio neoliberal, sino las falencias republicanas del gobierno encabezado por
el otrora émulo de Facundo Quiroga. Los medios de comunicación hegemónicos
acompañaron estos travestismos y multiplicaron su capacidad de incidencia al
mismo tiempo que avanzaron en el control monopólico de viejos y nuevos medios
vinculados a las decisivas transformaciones tecnológicas que caracterizaron el
fin de siglo pasado. La nueva ley de servicios audiovisuales buscó romper con
esa hegemonía antidemocrática. Pero el hueso sigue siendo duro de roer y los
intereses que se defienden cuantiosos no sólo en su aspecto económico sino
también en su dimensión político-cultural. Se trata de la disputa por el
sentido común, la opinión pública y la producción de nuevas subjetividades.
Para muchos
exponentes de esa generación, detrás de ellos quedaban el horror, la muerte y
la derrota que fueron asociados al fracaso estrepitoso de una visión de la
historia que ya no se correspondía con el mundo real afirmado, de un modo que
asumía la perspectiva de la eternidad, en la estética de la sociedad de consumo
y en la proliferación universal de una nueva forma de subjetividad
autorreferencial y atravesada de lado a lado por la fascinación consumista.
Junto con la emergencia del individuo hedonista (al menos como experiencia real
de quienes quedaban dentro del sistema y como deseo insatisfecho de aquellos
otros que eran excluidos de los llamados mercantiles al goce) se pulverizaron
las prácticas anticapitalistas y se expulsaron por anacrónicas y vetustas las
ideas que siguieran insistiendo con proyectos alternativos al de un modelo de
gestión de la sociedad que se ofrecía como triunfante y definitivo. En todo
caso, lo que quedaba para quienes no se resignaban a ser parte de la masa
acrítica de consumistas alienados pero gozosos, era el distanciamiento crítico,
la escritura testimonial y, claro, el más allá de la política. Nunca como en
los noventa estuvieron más alejados los incontables de la historia, ampliamente
marginados de la fiesta posmoderna, de los forjadores profesionales de ideas
que, en su etapa anterior, habían contribuido con ahínco a reafirmar las
virtudes míticas de aquellos mismos que, en el giro despiadado de la actualidad
neoliberal, serían despojados incluso hasta de su memoria insurgente. La figura
del intelectual, otrora imponente y desafiante, dilapidó sus herencias y sus
virtudes al precio del acomodamiento académico o de la espectacularización
mediática. Tiempo de ostracismo para aquellos otros que no se resignaban a
convertirse en coreógrafos de la escenificación del fin de la historia.
Una de las
consecuencias más significativas y difíciles de remover de la hegemonía
neoliberal sobre la vida de nuestras sociedades fue la pérdida de espesor a la
hora de intentar pensar críticamente el estado de las cosas diluyendo lo que,
durante gran parte de la experiencia moderna, había sido el complejo entramado
entre mundo de ideas, experiencia social y actuación política. En el giro del
capitalismo de la segunda mitad del siglo veinte hacia lo que el pensador
francés Guy Debord denominó “la sociedad del espectáculo”, lo que se expandió de
manera inconmensurable fue, precisamente, el poder de los lenguajes
comunicacionales que fueron ocupando con sistemático empeño cada rincón de la
trama cultural incidiendo, como nunca antes, en la construcción de las nuevas
formas de subjetividad bajo la premisa, nunca explicitada, de darle sustento
discursivo y relato legitimador al sistema económico dominante.
Es por eso que
resulta indispensable abordar con espíritu crítico y sin falsos neutralismos la
problemática, absolutamente central, de los medios de comunicación entendiendo,
a ese abordaje, como momento decisivo de lo que, por no encontrar otra
denominación más fértil y compleja, se ha denominado “la batalla cultural”.
Para Nicolás Casullo, sobre todo, será en las nuevas formas de la estetización
de la política, que se volvieron hegemónicas en la escena de los años ’90, y en
el dominio mayúsculo de los lenguajes mediáticos sobre la vida cotidiana, donde
hay que ir a buscar el núcleo central de los nuevos dispositivos de control y
dominación que calaron tan hondo en nuestras sociedades. Quebrar esa hegemonía,
abrir una brecha en ese dispositivo es, qué duda cabe, uno de los puntos
centrales de la “batalla cultural”. Quizá por eso “Clarín” no sea sino el
nombre rutilante y perverso de esa hegemonía, su núcleo duro, el hueso más
difícil de roer y el que con mayor astucia logró calar hondo en el imaginario
argentino del último medio siglo. El 7D será un día importante pero no cambiará
radicalmente aquello que sigue estando en juego. Abrirá, eso esperamos, una
fisura en el lenguaje de la dominación que ha sabido encontrar en los medios de
comunicación y en la industria cultural instrumentos fundamentales para seguir
perpetuando su concepción del mundo y de la vida.
“Cuando se habla de
lo mediático entonces –como nueva construcción ‘partidaria’ en tanto derecha
política– (escribió poco antes de su muerte Nicolás Casullo tratando de
desentrañar el funcionamiento ideológico del poder corporativo en la
encrucijada de nuestra época y saliendo a discutirle a ciertas interpretaciones
“progresistas” defensoras de la amplitud, la cuasi neutralidad y la polisemia
constructiva de los medios) no se hace referencia a una idea de sigla (al modo
como en otra estación de la historia se designaba a los actores políticos y en particular
a las derechas clásicas). Tampoco a un programa, a dirigentes, activistas,
estructuras orgánicas con secretarios generales, vocales, votaciones internas y
candidatos estructurando un medio de masas (nada de eso se corresponde, dirá
Casullo, con el nuevo espíritu de época dominado por la corporación mediática
capaz de desplazar a las formas tradicionales de intervención política y
articuladora de la agenda hegemónica desde la perspectiva de los sectores
dominantes). Se significa, en realidad, cómo la edad del mercado neoliberal en
tanto proyecto reformulador del capitalismo, hace tres décadas al menos y en
forma enfática e indisimulada decidió asumir y protagonizar la revolución
cultural conservadora”. Esto es algo que algunos intelectuales que se ofrecen
como portadores de la virtud republicano-democrática enfrentada al
autoritarismo populista no quieren ver, desviando la crítica, indispensable, a
la máquina mediática y responsabilizando, de manera descarada, al gobierno
kirchnerista por “ideologizar” un campo en el que debería reinar la diversidad
y la pluralidad. Mientras argumentan de esta manera no tienen ningún
inconveniente en convertirse en plumas centrales de esos grandes medios que
destilan ideología neoliberal.
“Irónicamente
–sostiene Casullo–, por lo tanto, este cuadro de situación que expone la
actualidad, este proceso de conservadorismo evidente de amplias capas de la
sociedad sentado básicamente en el dispendio interpretativo de los ‘partidos
mediáticos’, obliga a reintroducir hoy como respuesta crítica intelectual,
temáticas que los vientos de época que soplaron (desde los ’80) en el
progresismo conservador y de la izquierda escéptica dieron como arcaicos. O
anacrónicos. O plausibles de no volver a ser tratados: la cuestión de las ideologías
como velo al conocimiento de lo real social. El tema del sojuzgamiento de las
conciencias como medular lucha social. El dilema de la manipulación
informativa. La problemática de las industrias de dominación cultural sobre las
sociedades medias y populares. El conflicto de la construcción de las
hegemonías y clases y bloques de clases en términos de mentalidades e
imaginarios sociales. El análisis clave de cómo resolver en América latina la
vertebral contradicción entre democracias populares y medios de masas privados
monopólicos”. Casullo, con elocuente contundencia, aborda sin eufemismos el
centro del litigio y lo hace poniendo en discusión el proceso de neutralización
que la cultura del neoliberalismo desencadenó sobre las interpretaciones que,
siendo herederas de una matriz igualitarista, resignaron la dimensión crítica
para plegarse a la apología de la “nueva democracia comunicacional” forjada y
legitimada por esos mismos medios hegemónicos. La mutación de la crítica
ideológica a los dispositivos massmediáticos propios de los años ’60 y ’70 en
mirada complaciente y en aceptación pasiva de la instrumentalización que de
esas tecnologías audiovisuales haría el neoliberalismo a partir de los ’80 y
’90, constituye el núcleo de la resignación de esos intelectuales que,
provenientes de tradiciones populares y de izquierda, se convirtieron en
cultores del “progresismo reaccionario” y en defensores a ultranza del
formalismo institucionalista, eufemismo que esconde su plegamiento al espíritu
dominante de la nueva derecha “políticamente correcta”.
“Ponerles nuevas
explicaciones a las cosas. Adueñarse de una opinión pública donde ya no habrá
político, líder, institución que pueda lidiar con esas nomenclaturas virtuales
que bautizan”, es decir, que desplazan las antiguas denominaciones, que vacían
los lenguajes de antaño y que corroen hasta la médula la relación entre
política y transformación social de la realidad para ofrecerse, ahora sí, como
la usina de un nuevo génesis, como el punto de partida de una arquitectura
societal que ya no responde a las formas dogmáticas de un pasado
definitivamente abandonado al entrar en la época del mercado global y sus
promesas. “Explícitamente –continúa implacable Casullo en su crítica al
encubrimiento ideológico gestado por la propia lógica de la corporación
mediática–, con ese nombre y apellido: revolución conservadora, en cuanto a lo
que se proponía: llevar al mundo, a la democracia, a las interpretaciones, a
los actores, a las demandas, a los progresismos, a las izquierdas en crisis, a
los expertos e intelectuales, al Estado y a las prospectivas, hacia una derecha
cultural estratégica –ideológica, simbolizadora, representacional, narracional–
para una nueva edad política civilizatoria. Una contienda cultural”. Me
detengo, una vez más, en esta cuestión central: el litigio por el relato no es
apenas un problema de los intelectuales o un divertimento de las políticas
culturales del Gobierno sino que es, por el contrario, el eje de la disputa
política de nuestro tiempo, el punto neurálgico sobre el que se da la
“contienda” por darle forma a una ofensiva contrahegemónica que logre
interrumpir la persistente hegemonía del establishment neoliberal. Hay un
camino que, después de algunas bifurcaciones, acaba conduciendo del progresismo
a la derecha bajo la excusa de la defensa de los ideales republicanos
amenazados por el autoritarismo populista.
La derecha,
metamorfoseada ahora en medios de comunicación concentrados, siempre ha sabido
cuál era y sigue siendo el centro del conflicto. Se trata de la ideología, de
las interpretaciones enfrentadas, de los relatos en pugna y, claro, de la
política. Uno de los rasgos más potentes de lo que se abrió en el país a partir
de mayo de 2003, pero que se explicitó rotundamente a partir del conflicto con
las corporaciones agromediáticas en el 2008, fue, precisamente, el corrimiento
del velo de supuesta objetividad con el que siempre se vistieron los medios
concentrados. El retorno del conflicto político hizo saltar en mil pedazos el
sutil dispositivo de enmascaramiento a través del cual el modelo neoliberal fue
desplegándose, hegemónico, sobre la vida social. Lo que se desnudó, bajo el
impacto de una repolitización emergente, fue precisamente la complicidad
estructural de los grandes medios de comunicación con lo que Nicolás Casullo
denominaba “la revolución conservadora”. La derecha, la actual, la que supo
comprender el nuevo escenario cultural, social, tecnológico, político y
económico, encontró en esas empresas mediáticas a su mejor jugador, aquel que había
logrado convertir su representación del mundo en sentido común. Deshacer esa
trama, tarea ardua y quizás interminable, es parte sustantiva de la “batalla
cultural” si es que se quiere avanzar en un proyecto de emancipación popular.
“La ultrainformación
como forma de vida naturalizada, el noticiero enervante, el documentalismo
periodístico de impacto, las ‘espontáneas’ transmisiones de exteriores con
camiones móviles donde la ‘realidad se muestra por sí sola’, el permanente
diálogo con ‘la gente’, las nuevas formas de la realidad-ficción que imperan en
los acontecimientos convertidos constantemente en temas fuertes, el pasaje de
una lógica trágica de la literatura al universo informativo, la construcción
diaria de la víctima, del terror, del desastre, de la amenaza, del límite, del
chivo expiatorio, de la muerte, del ‘mal’ –escribe con agudeza Casullo–, gestan
un mercado actuante –a través de sus empresas mediáticas tan privadas como
monopólicas– desde una lógica e interés político cultural y político ideológico.
Esto expone una permanente construcción política de la realidad de alcances
globales, o nacionales. Construcción en cada casa, en cada hogar, en cada
mirada, en cada escucha, frente a la cual la política a secas, la clásica […]
tiene escasas o casi nulas posibilidades de hacerle frente adecuadamente en
tanto actores de un conflicto […]. Esta construcción, que codifica en cada
sujeto (con gran poder de generación y regeneración de sentidos) la mirada
sobre lo social, es el auténtico fondo de escena donde se constituye una
sociedad de derecha, desde expresas funcionalidades argumentativas. Y que no
implica ya enunciaciones políticas explícitas ‘de derecha’ a la manera
tradicional de un previsible posicionamiento programático clásico”. Casullo
escribió estas profundas reflexiones sobre la máquina mediática a principios
del 2008, en pleno estallido del conflicto con las patronales agrarias y cuando
todos los dispositivos de los grandes medios de comunicación se pusieron, una
vez más, al servicio de la lógica destituyente; y lo hizo destacando, entre
otras cosas, la “política” que se construye en el “más allá de la política”, la
sofisticada elaboración de un universo de sentido capaz de incidir sobre la
escena de lo real como si aquello que es discurso y construcción, manipulación
y montaje, no fuera otra cosa que la expresión inmediata, “objetiva” y
“verídica” de esa misma realidad apropiada por la potencia representacional de
la nueva lengua totalitaria de la época que, eso sí, se ofrece a sí misma como la
quintaesencia de la democracia y de la más plena libertad.
Lo más difícil de
remover, incluso ahora cuando asistimos a una inquietante crisis del
neoliberalismo a nivel global, no es su estructura económica, el despliegue
sistemático de transformaciones institucional-jurídicas para habilitar el viaje
de ida del capitalismo especulativo financiero, sino su espectacular “triunfo”
cultural, es decir, ese momento en el que el sentido común se pliega en
aceptación acrítica de lo que constituye una nueva manera de ver y de estar en
el mundo. Nunca está de más destacar que el giro neoliberal del capitalismo fue
posible a través de la alquimia de transformaciones estructurales y de una
inédita ofensiva mediático-cultural destinada a producir otra subjetividad.
Existe una relación
directa entre democracias despellejadas, exhaustas, formales e insustanciales y
la ampliación del papel “regulador” de los imaginarios sociales por parte de la
industria de la dominación cultural que tiene a los grandes medios de comunicación
como centros neurálgicos de ese proceso de vaciamiento político. Fuera de toda
ingenuidad, más allá de toda aparente autorreferencialidad técnico-discursiva
que supuestamente los coloca en un andarivel posideológico, los medios de
comunicación hegemónicos constituyen la columna vertebral de la nueva derecha
contemporánea. En ellos, en su enorme capacidad para crear opinión pública y
sentido común, en su avasallante poder tecnológico que multiplica hasta la
náusea su “relato” de la realidad, se refugia y busca recomponer su modelo, la
“revolución conservadora” que supimos conocer y padecer en los años noventa.
Penetrar en su andamiaje, deconstruir su retórica y su capacidad instrumental y
manipuladora, disputarle palmo a palmo la representación de la realidad es, tal
vez, el hueso más duro de roer y uno de los principales desafíos para una
tradición que se quiere popular, igualitarista, latinoamericana y democrática.
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