El 19 de junio de 2003 Néstor Kirchner pronunció un discurso
de una enorme relevancia institucional. El tema central era, nada más y nada
menos, que la designación de los Jueces y la necesidad de efectuar cambios
profundos en esta materia. Kirchner comenzó su discurso enfatizando la
necesidad imperiosa de reconciliar las instituciones y la sociedad. Consciente
de la vigencia del “que se vayan todos”, el santacruceño estaba convencido de
que si no se mejoraba la calidad institucional, sería muy difícil que el pueblo
recuperara la confianza en las instituciones vertebrales de la democracia: la presidencia,
el parlamento y la justicia.
Kirchner consideraba esencial mejorar la calidad de la Justicia. Nadie
creía en los jueces. Nadie creía en la Corte Suprema.
¿Cuál era el diagnóstico del presidente? Pensaba que la designación de los
jueces no podía seguir quedando en las manos del presidente de la nación, tal
como reza el artículo 99 inciso 4 de la Constitución Nacional.
Demasiada responsabilidad para un solo hombre, aunque se trate del presidente.
El resultado no podía ser otro que la politización del Poder Judicial. “Desde
que el entonces presidente, general don Bartolomé Mitre, en 1863, dejó
instalada la primer Corte Suprema de Justicia de la Nación, la totalidad de los
Presidentes ejercieron esa facultad de modo personal. Con razón se ha dicho que
ninguno de ellos se sustrajo a la necesidad de colocar en ella a jueces
identificados con su credo político” (Cuadernos de la militancia: “Discursos
del Presidente Néstor Kirchner 2003-2007 (primera parte)”, ediciones Punto
Crítico, Buenos Aires, 2011, págs. 32/33). Todos los presidentes tuvieron la
necesidad de contar con una Corte Suprema adicta, adecuada a sus intereses
políticos. El problema se agudizó cuando comenzó el grave proceso de
inestabilidad política a partir del golpe de estado cívico-militar de
septiembre de 1930. “A mediados de la centuria pasada se agregó la
circunstancia de que cada cambio institucional de facto y los consiguientes
gobiernos de derecho que les sustituyeron, modelaron a su manera sus Cortes
Supremas de Justicia, sumando a aquellas facultades constitucionales la
circunstancia de producir la renovación íntegra de sus miembros” (ibídem, pág.
33). La Corte Suprema
se transformó en un apéndice del circunstancial ocupante del Poder Ejecutivo.
La inestabilidad del Poder Ejecutivo se trasladó al Poder Judicial. La Corte Suprema pasó a
ser la Corte Suprema
de tal o cual presidente. De esa forma, lenta pero inexorablemente, la imagen
positiva del máximo tribunal de garantías constitucionales comenzó a
languidecer hasta esfumarse por completo. “Es verificable que en cualquier
punto de nuestra historia la
Corte ha servido de elemento de apoyo político para el
presidente de turno, de modo que se ha sostenido que en la mayoría de los
casos, aquí y en otras latitudes, los jueces de la Corte se han mantenido
leales a quien los designó. Seguramente la suma de esas prácticas y aquellas
interrupciones constantes de la vida institucional tienen mucho que ver con el
estado de la percepción ciudadana respecto de la Corte” (ibídem, pág. 33).
Modificar el proceso de selección de los nuevos miembros del
máximo Tribunal constituía para Kirchner un problema que debía ser resuelto
para garantizar un incremento de la calidad institucional. El patagónico estaba
convencido de que era prioritario sustituir el tradicional método de selección,
concentrado en el poder decisorio del presidente de la nación, por otro método
más plural, más abierto, más acorde con el espíritu republicano consagrado por la Constitución. El
país necesitaba una nueva Corte, que no significaba una Corte adicta. ¿Cuál era
el mecanismo de selección de los nuevos jueces que Kirchner tenía en mente?
“Queremos adoptar un mecanismo de selección que en su ejercicio, por su
transparencia y la participación del ciudadano, de la sociedad, produzca un
crecimiento cierto de la calidad institucional para impactar positivamente en
la credibilidad de la institución a la que el magistrado deberá incorporarse.
Queremos que en la misma medida en que disminuya el arbitrio presidencial
crezcan los derechos de los ciudadanos. Es que queremos motorizar la ayuda de
la sociedad para mejorar, no para errar, para dar ejemplo de cómo se puede
cambiar el futuro con el compromiso de todos” (ibídem, pág.34). Se trataba,
remarcó Kirchner, del primer paso de un largo camino que el país
inexorablemente debería recorrer si pretendía salir del estancamiento
institucional. El método propuesto debería culminar en la selección de los
juristas que mejor interpretaran el anhelo de cambio sentido por la inmensa
mayoría del pueblo. Este nuevo proceso de selección debería instrumentarse cada
vez que se produjera una vacante en la
Corte para garantizar que quien lo ocupe reuniera las
condiciones éticas e intelectuales necesarias para estar a la altura de los
nuevos tiempos.
El nuevo método de selección de los jueces fue descrito por
Kirchner de la siguiente manera: “(…) en un plazo máximo de treinta días de
producida una vacante, se publicará en el Boletín Oficial y en dos diarios de
circulación nacional durante tres días y en forma simultánea en la página de
Internet del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, el nombre y
los antecedentes curriculares de la o las personas que se decida poner a
consideración para la cobertura del cargo Los propuestos deberán cumplimentar la
declaración que exige la Ley
de Ética de la Función
Pública y otra en la que tendrán el deber de expresar datos
que permitan evaluar cualquier tipo de compromiso que pueda afectar la
imparcialidad de su criterio, así como la probable existencia de incompatibilidades
y conflictos de intereses. En un plazo posterior de quince días, los ciudadanos
en general, las organizaciones no gubernamentales, los colegios y las
asociaciones profesionales, las entidades académicas y de derechos humanos,
podrán por escrito y de modo fundado y documentado presentar sus posturas,
observaciones o datos que consideren de interés (…) Luego de un plazo que no
podrá superar otros quince días, y haciendo mérito de las razones que abonen la
decisión tomada, si esta es positiva, se elevará con los actuados, el
nombramiento respectivo al Honorable Senado de la Nación” (ibídem, pág. 35).
He aquí la manera, simple y práctica, elucubrada por Kirchner para garantizar
la mejora en la calidad institucional, sin la cual resulta inviable la vigencia
de una genuina democracia.
El sábado 27 se cumplen dos años del pronto fallecimiento de
Néstor Kirchner. Tenía sesenta años y mucho camino por recorrer. Como bien lo
definió su adversario De Narváez, el patagónico fue un auténtico animal político.
Accedió a la presidencia casi de casualidad. Sólo contaba con el respaldo del
22% del electorado. Sin embargo, estaba convencido de que si no apretaba a
fondo el pie en el acelerador, la crisis se lo iba a llevar puesto. Por eso fue
que apenas se sentó en el sillón de Rivadavia comenzó a gobernar con energía,
con convicción. No esperó un segundo para comenzar a ejercer el poder de la
única manera que cabe en la
Argentina: sin pedir ni dar tegua. Su arremetida contra la
justicia menemista y su proyecto de selección de los nuevos jueces no hacen más
que demostrar su manera de concebir la política. Para Kirchner la política
implicaba el ejercicio del poder basado en la sentencia “retroceder nunca,
rendirse jamás”. El patagónico interpretó como pocos cómo se debe gobernar en
nuestro país: doblando siempre la apuesta. En ese sentido, Kirchner no engaño a
nadie. Embistió como un toro. Muchas veces ganó; otras, no. Pero nunca se dio
por vencido. Transpiró la camiseta, como se dice popularmente. Tanto la transpiró
que finalmente su corazón cedió para siempre. Había latido demasiado.
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