El uso de la palabra “autoritarismo” ha alcanzado entre
nosotros un nivel de intensidad con pocos antecedentes relativamente cercanos.
Se emplea mayormente, claro está, para referirse al gobierno nacional. A veces
se emplean como sinónimo otros términos –dictadura, totalitarismo, despotismo–
cuyo significado teórico-político es bien diverso pero cuyo plano de apelación
emocional es más o menos equivalente.
La palabra del caso puede referirse a una conducta
circunstancial, en este caso de un gobierno, o puede indicar la existencia de
una práctica sistemática, un rasgo esencial de ese gobierno. También sería
necesario separar el significado teórico del término de otros usos, en
diferentes contextos discursivos, para aludir a determinadas conductas
sociales: por ejemplo, cuando se habla del “autoritarismo” en la manera de
dirigirse alguien a un semejante. Estas precisiones valen para decir que,
cuando en la Argentina
de hoy se habla de “gobierno autoritario” no se lo nombra así para designar
alguna conducta ocasional o en referencia a cuestiones formales, sino para
aludir a un rasgo esencial y constitutivo de las actuales autoridades
políticas.
No se habla, entonces, de un “tipo de gobierno” (tipos de
política dentro de un determinado orden institucional), sino de un “tipo de
régimen” (modo institucional de organizarse la comunidad política). La
diferenciación no es, como parece, una exquisitez teórica; es sustancial.
Porque entraña una consecuencia muy importante: si lo que se cuestiona es un
tipo de gobierno, el problema a resolver será cómo cambiarlo por las vías
constitucionales establecidas; en cambio, los regímenes no se suplantan
siguiendo las propias reglas de cada uno, sino violentando esas reglas. Así, el
paso del régimen autoritario a la democracia es el triunfo de los sectores
partidarios de esta última sobre el viejo régimen sobre la base de reglas
ajenas a éste, mientras que el paso de la democracia al autoritarismo es algún
modo de anular la vigencia de las instituciones democráticas.
A esta altura puede verse la enorme gravedad que supone la
irresponsable circulación de la palabra, tan desdichadamente habitual en el
vocabulario de algunos líderes políticos y de casi todos los editorialistas de
los medios de comunicación dominantes. En ese lenguaje está implícito que quien
lo utiliza no reconoce legitimidad democrática al gobierno adversario. Acepta a
lo sumo su “legitimidad electoral de origen” pero no la legitimidad de su
“ejercicio del poder”. ¿En qué consiste lo principal de la idea? Consiste en
servir de marco interpretativo principal de la situación política. Es un molde
en el que entra cada uno de los actos de gobierno y cada una de las escenas a
que estos actos dan lugar. En nuestro caso se expresa así: toda la acción de
gobierno, desde la estatización de los fondos jubilatorios hasta la
expropiación del paquete accionario mayoritario de YPF, pasando por la reforma
de la carta orgánica del Banco Central y el reclamo de que el Poder Judicial
designe jueces naturales según lo previsto por la ley, se explica por una
tendencia congénita del Poder Ejecutivo a concentrar la suma del poder público
y a prescindir de todo contrapeso jurídico o político. La expropiación por
medio de una ley es “confiscación”, la regulación económica es “atropello a la
libertad”, los juicios a la barbarie del terrorismo de Estado, mera acción
sectaria en procura de venganza.
Tal definición del marco político tiene consecuencias
ominosas. La más grave de ellas es la ruptura del contrato democrático, que
presupone mutuo reconocimiento entre los actores políticos. Y esa ruptura
facilita el retorno a la escena pública de viejos lenguajes que añoran los
tiempos de la dictadura militar y reviven las épocas más terribles de nuestra
sociedad. En el terreno de las tácticas partidarias, la retórica del
autoritarismo contiene una paradoja: la afirmación de la existencia de un
régimen de esas características parece indicar que la unidad de todo cuanto se
le opone es una imperiosa demanda política. Así, en efecto, lo sostienen los
editorialistas de las cadenas dominantes, quienes amonestan recurrentemente a
los líderes opositores por no estar a la altura de esa supuesta demanda social
unificadora. Pero para que esa unidad fuera viable haría falta que cada una de
las fuerzas opositoras considerara la derrota del gobierno como un objetivo más
importante que la propia victoria. Para que esa conducta fuera viable haría
falta algo más que la retórica antiautoritaria: haría falta que efectivamente
existiera la percepción social de la existencia de un régimen autoritario.
Curiosamente, uno de los efectos más dañinos de esta
retórica es el que impacta en la propia oposición política. Con el libreto
antiautoritario, los grandes medios de comunicación han articulado un discurso
antikirchnerista que se ha mostrado tan capaz para promover climas de asfixia e
indignación política en algunos sectores, como impotente a la hora de la propia
construcción política. Es inevitable que así sea: el griterío contra el
“gobierno autoritario” no se lleva bien con las rutinas ni los calendarios
electorales. Se sitúa en el punto más extremo de la enemistad política, en el
lugar en el que “el otro” no es una propuesta y una orientación a discutir y a
superar sino que es el mal político absoluto a combatir y destruir. Es una mirada
más eficaz para alentar escenas de crisis terminal y sublevaciones que para
acumular recursos político-electorales. Por otro lado, el propio sufragio
universal queda comprometido en su virtualidad: de ese sufragio, ejercido con
total libertad surgió este gobierno al que se denuncia como ilegítimo. Es
decir, del sufragio ya no se esperan soluciones porque el sufragio es parte del
problema. Así se insinúa en ciertos testimonios recogidos en el cacerolazo
porteño de septiembre que, ante la pregunta sobre por qué la mayoría votaba a
Cristina Kirchner, respondían que el Gobierno ganaba elecciones sobre la base
del clientelismo social. Se cierra así el círculo argumental: al autoritarismo
no se lo derrota con las mismas armas con las que domina, es necesario un acto
original de fuerza que restablezca el orden democrático. Frases de ese tipo
jalonaron el comienzo de todos y cada uno de los golpes de Estado de nuestro
siglo XX.
Gran parte de la oposición argentina manifestó su entusiasmo
por la candidatura de Capriles en Venezuela. Por primera vez emergió un
candidato capaz de desafiar seriamente y con posibilidades de triunfo al
gobierno de Chávez, justamente al que se considera el prototipo original del
supuesto autoritarismo kirchnerista. Ese entusiasmo no fue acompañado de una
reflexión sobre las condiciones en que Capriles creció como alternativa
electoral. No percibieron que las elecciones venezolanas de este año vinieron a
cerrar –por lo menos provisoriamente– el ciclo político signado por el hecho de
que un amplio espectro político no reconocía la legitimidad democrática del
gobierno de Chávez; una actitud que tuvo su correlato estratégico en el virtual
retiro de esas fuerzas del escenario parlamentario y de la disputa electoral.
El candidato antichavista se colocó en una posición de enfrentamiento verbal
muy fuerte con el presidente pero, al mismo tiempo, reconoció su legitimidad e
incluso se manifestó a favor de muchas de las políticas que puso en práctica.
El primer resultado visible de ese cambio, de ese cierre de ciclo, fue el
avance electoral de la oposición que, en consecuencia, creció en la disposición
de recursos políticos y también en el capital de credibilidad pública
indispensable para aspirar a ser gobierno. El otro resultado, el más importante,
es el del fortalecimiento de la democracia en Venezuela.
La oposición argentina es “precaprilista”. Ha decidido jugar
todo su capital a una línea discursiva que sigue dócilmente al estado de ánimo
de sectores sociales minoritarios, para los que el actual gobierno significa
una pesadilla. En consecuencia, construyen su agenda sobre la base del guión
editorial de los grandes medios que es, en última instancia, el que impulsa la
idea de un “amplio frente contra el autoritarismo”, una curiosa variedad del
viejo frente antifascista que se impulsaba en tiempos de la Segunda Guerra
Mundial. Es muy difícil que este bloque genere una fuerte alternativa
electoral. La única posibilidad de emparejar el campo de juego de la lucha
política consiste en el abandono de ese estéril campo de juego retórico y
construir en su lugar una fórmula política que pueda presentarse como la mejor
alternativa dentro del régimen en el que vivimos: el de la democracia que
recuperamos hace casi 30 años y ha sobrevivido exitosamente a principios de
este siglo a la catástrofe de un proyecto político.
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