ARRIBA : Los habitantes del "Desierto". Muchos genocidios empiezan con las palabras... si el otro no existe es más fácil exterminarlo
[Foto y pie de la misma son responsabilidad exclusiva de "Mirando hacia adentro"]
"Se trata de lograr la soberanía de la
palabra, para ponerla al servicio del pueblo, y no del establishment."
Por: Cynthia Ottaviano
Las
palabras nos definen. Nos identifican. Nos constituyen. Y así como una palabra
sobre otra y otra revelan una personalidad, las sociedades se afianzan allá en
lo profundo, en el subsuelo de la historia, con una estructura de palabras,
opiniones, ideas y subjetividades. Conocer al servicio de quién está esa
palabra, a qué intereses responde, con qué manos se levantaron esas primeras
paredes del edificio nacional nos permite correr los velos de la apariencia
para llegar a la verdad, o por lo menos, buscarla. Cuando en el siglo XIX se
puso el sello de "conquista al desierto" al genocidio de nuestros
pueblos originarios, se pretendió ocultar ya de entrada, con la palabra nomás,
un verdadero exterminio; porque la "conquista" no era "al
desierto", "a la nada". Allí estaban nuestros ancestros. Y no se
los conquistó. Se los asesinó.
Ya
entrado el siglo XX, los dictadores llamaron "Proceso de reorganización
nacional" al otro genocidio, en el que 30 mil trabajadores, estudiantes,
amas de casa, intelectuales, científicos y chicos desaparecieron. La patria no
se "reorganizaba", como pretendieron los genocidas en una continuidad
histórica con el padre del andamiaje liberal, Bartolomé Mitre –que había usado
la frase "proceso de organización nacional" para su propio proyecto
político, fundado a sangre y fuego–. La patria se hundía con manos civiles y
militares en la picana, la tortura, el secuestro, el robo de una casa o un
auto, pero sobre todo, en el robo de la identidad. De la palabra, que estaba
prohibida. Y en el engaño del "algo habrán hecho", revirtiendo la
carga de la prueba, diciendo que no eran ellos, los genocidas los culpables,
sino los que "algo habían hecho" y por eso, por esa culpa de hacer lo
que no correspondía, había que desaparecerlos.
Hay
decenas y decenas de ejemplos en nuestra historia, desde "fraude
patriótico", ¿cómo un fraude, un engaño, una trampa, puede ser
patriótico?, hasta "revolución libertadora", como llamaron en los
manuales escolares a la "fusiladora" que intentó asesinar a Juan
Domingo Perón, terminó con su gobierno, dio pie al exilio más prolongado de la
historia contemporánea argentina y liquidó a compatriotas con bombas lanzadas a
la Plaza de
Mayo, desde aviones descarados que rezaban "Cristo Vence", piloteados
por hombres que tienen nombre y apellido pero la justicia los ignora. Tal vez
esa ignorancia sea la que provoque que todavía hoy muchos libros sigan
rotulando de "revolución" un golpe criminal y de
"libertadora" un sistema opresivo y dictatorial.
En su libro Nacionalismo y liberación, Hernández Arregui bautizó algunas de estas palabras como "herraduras gramaticales del sometimiento mental" porque "están atornilladas en miles de conciencias por los órganos de la opinión pública como una cantinela persistente". Son esas palabras las que buscamos cambiar con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, esa "cantinela persistente" la que queremos modificar y al multiplicar los medios de comunicación, multiplicamos las voces y las posibilidades de poner nuevas palabras a la vida cotidiana.
En su libro Nacionalismo y liberación, Hernández Arregui bautizó algunas de estas palabras como "herraduras gramaticales del sometimiento mental" porque "están atornilladas en miles de conciencias por los órganos de la opinión pública como una cantinela persistente". Son esas palabras las que buscamos cambiar con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, esa "cantinela persistente" la que queremos modificar y al multiplicar los medios de comunicación, multiplicamos las voces y las posibilidades de poner nuevas palabras a la vida cotidiana.
La
pluralidad, la diversidad pueden ayudarnos a encontrar diferentes formas de
contar la primera versión de la historia. Se trata de lograr la soberanía de la
palabra, para poner esa palabra al servicio del pueblo, y no del establishment,
de la oligarquía dominante que durante tantos años hizo gala del monopolio de
la palabra. Que nos vistió con su corset de palabras funcionales a sus
intereses económicos, de espalda a los de la mayoría.
Esta
bisagra de la historia que nos toca vivir nos convoca a un cambio, por más
pataleo que haya de quienes se niegan a perder sus privilegios; a una
comprensión profunda del derecho a la información como un derecho humano
básico, tan básico como el agua o el aire que respiramos. Conscientes de la
necesidad de redistribuir no sólo la riqueza económica, sino también la
informativa. Porque no se trata sólo de dinero, sino de empoderar a todos y a
todas por igual, en el derecho de dar y recibir información, pero también de
acceder a las herramientas tecnológicas, porque de poco sirve tener qué decir
si no se tiene dónde.
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