Cuando nos
sorprendió la muerte de Néstor Kirchner, Tiempo Argentino apenas gateaba como
diario, llevaba sólo cinco meses en el kiosco. Fue una semana después del
asesinato de Mariano Ferreyra.
No terminábamos de
recuperarnos del primer golpe, cuando el segundo nos dejó literalmente
destrozados. Fuimos del espanto de un crimen a la orfandad de una partida
inesperada. En siete días, Dios inventó un mundo. A nosotros, en el mismo
plazo, ese mundo se nos cayó encima, y nos dejó casi sin aliento.
Estábamos
trabajando, haciendo revisionismo en tiempo real, contando que el Censo 2010
–que Clarín y La Nación
boicotearon desde sus tapas–, había sido un éxito, cuando sonó mi celular. Era
un veterano de mil batallas, un tipo curtido en los asuntos del poder, con
heridas abiertas por el bisturí del cinismo, el que llamaba: "Murió
Néstor, murió…", me dijo, casi balbuceante. No hablaban sus cuerdas
vocales: era su corazón, que yo pensé que no tenía, pero se ve que Néstor se lo
había encontrado. No le creí de entrada. Me costó entender que hablaba en
serio. "Fue bueno con nosotros", me dijo, parecía un chico, y se
largó a llorar, y me cortó la comunicación.
Allí supe que era
cierto. Este diario, el del Bicentenario, siempre fue un colectivo de trabajo.
Estaban Cynthia, Gus, Hernán, Capo y Andrea y toda la redacción pensando en
cómo cubrir una noticia horrible que, a su vez, nos interpelaba como personas.
Hicimos un número especial. Con mucho esfuerzo. Pero si hacía falta, no sé
cómo, hubiéramos hecho diez.
Sabíamos que Néstor Kirchner estaba mal de salud, que se cuidaba poco o nada, que después de una operación de carótida había ido al acto en el Luna Park con la juventud kirchnerista, sin guardar reposo. Pero nadie dudaba de su fortaleza y, de pronto, nos sorprendió su fragilidad, tan humana.
Sabíamos que Néstor Kirchner estaba mal de salud, que se cuidaba poco o nada, que después de una operación de carótida había ido al acto en el Luna Park con la juventud kirchnerista, sin guardar reposo. Pero nadie dudaba de su fortaleza y, de pronto, nos sorprendió su fragilidad, tan humana.
Una multitud se
reunió espontáneamente en la
Plaza de Mayo. Las filas eran interminables. Los sollozos,
conmovedores. El país que no contaban los diarios dejó sus ocupaciones
cotidianas para darle el adiós a ese flaco desgarbado, de trajes cruzados y
mocasines fuera de moda, que los había hecho creer de vuelta en algo. Fui
testigo directo de eso que Raúl Scalabrini Ortiz llamó el subsuelo de la Patria sublevada. Asumo que
toda esa inmensa ceremonia de gratitud colectiva me perturbó. Como periodista,
debía testimoniar lo que ocurría. Traté de hacerlo lo mejor que pude. Sin
embargo, recuerdo haber escrito un editorial ("Ni un paso atrás") que
me salió de las tripas, imaginando que la contracara de esos funerales
populares era el brindis de la
Argentina conservadora, que veía partir a su enemigo, el
líder de una Argentina democrática que había hecho realidad muchos de los
sueños que todos soñamos.
Escribí a las
apuradas y salí corriendo a la
Plaza. Entré en la Casa Rosada por primera vez desde la salida del
diario. Estuve a dos metros del féretro. Vi llorar de modo desgarrador a Alicia
Kirchner y a Juan Manuel Abal Medina y a una larga hilera de argentinos
anónimos que veían de cerca lo que no podían creer. Kirchner había muerto.
Yo mismo no podía creer lo que allí sucedía. Estaban los que le agradecían por haber bajado el cuadro de Videla, los que querían decirle que habían encontrado trabajo, los ex combatientes de Malvinas que lo despedían como a un padre, los que se habían contagiado de su esperanza, los que habían podido mandar a sus hijos a la universidad, y los que venían del segundo y tercer cordón del Conurbano a decirle que ya tenían casa. Gracias a él.
Yo mismo no podía creer lo que allí sucedía. Estaban los que le agradecían por haber bajado el cuadro de Videla, los que querían decirle que habían encontrado trabajo, los ex combatientes de Malvinas que lo despedían como a un padre, los que se habían contagiado de su esperanza, los que habían podido mandar a sus hijos a la universidad, y los que venían del segundo y tercer cordón del Conurbano a decirle que ya tenían casa. Gracias a él.
Y estaban, también,
los que, como yo, asistíamos al ritual en silencio, respetuosos del momento
final, sin poder disimular que un tajo de lágrimas nos abría las mejillas.
Pasadas las tres de la mañana, me fui a mi casa con un montón de palabras
atragantadas. Al no poder gritarlas, me las llevé conmigo.
Volví a ver el
féretro de Kirchner hace un mes. Tuve necesidad de ir a Río Gallegos. Había
escuchado hablar del Mausoleo. Quería decirle lo que no había podido gritar
aquella noche.
Esperaba encontrarme
con algo más grande. Los medios hegemónicos habían pintado el lugar donde
descansan los restos de Kirchner como si fuera un monumento a Kim Il Sung. Si
se lo compara con el resto de las tumbas, claro, parece grande, pero para ser
el destino final del primer presidente de la Unasur, que además sacó a la Argentina de su peor
crisis en 200 años, no lo es tanto.
Al cajón accede sólo
la familia. Lo pude ver de lejos. Algunos llevan flores, otros piedras, por el
rito judío, y yo llevaba la edición homenaje que hicimos en el diario para
dejarla en algún rinconcito.
Así y todo, dentro
de la bóveda no pude decir palabra. No me salieron.
Tuve que salir,
sentarme en un banco, mirar el profundo celeste del cielo patagónico, para
animarme. Y casi en un susurro, elegí una de todas las palabras:
"Gracias". Porque yo no sé a ustedes, pero a mí ese tipo me contagió
las ganas de hacer.
Hacer un diario,
imperfecto pero apasionado, como el que ustedes están leyendo.
Y ayudar a construir
un país para nuestros hijos, mejor del que nosotros vivimos.
Lo estamos haciendo.
Entre todos.
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