Arriba : Un buen ejemplo de la LIBERTAD DE PRENSA que los medios opositores dicen no tener en Venezuela.
Abajo : Los Tres Mosqueteros que, como marca la tradición, son cuatro.
La insistencia
de la realidad por desmentir, una y otra vez, la proliferación de un relato
hegemónico que proyecta su deseo como verdad incuestionable, se ha visto
confirmada, como no podía ser de otro modo, por el rotundo triunfo de Hugo
Chávez. El bombardeo mediático, esta vez desplegado no sólo en nuestro
continente sino abundantemente replicado en Estados Unidos y en Europa, les
hizo creer, a sus propios cultores, que la ficción podía y debía convertirse en
realidad efectiva. Estaban convencidos de que Venezuela regresaría a la
“civilización democrática”, que estábamos en las vísperas del “funeral del
populismo chavista” y que, ¡por fin!, la ola republicana, cual tsunami
reparador, inundaría los últimos restos de “demagogia y autoritarismo” hasta
alcanzar, como no podía ser de otro modo, al resto de los países de la región
infectados por ese virus maldito. El aluvión mediático puesto al servicio del
candidato de la derecha y funcionando a pleno para deslegitimar a quien ha
revalidado democráticamente su mandato a lo largo de 14 años, no hizo más que
poner en evidencia el miasma enfebrecido de ese mismo aparato de la
desinformación que, por esos giros extraños de lo mórbido, acaba por creer sus
propias fantasías. Demudados, confundidos, resentidos por sus propias
alucinaciones, intentan explicar lo inexplicable, aquello que no debía suceder
de acuerdo a su inefable descripción de la “verdadera” realidad pérfidamente
ocultada por el maligno populismo.
El fin anunciado de
la revolución bolivariana sería la antesala del giro sudamericano hacia la
genuina vida democrática siempre asfixiada por los regímenes populistas que no
han hecho otra cosa que multiplicar el atraso, la venalidad, la pobreza, la
ineficiencia y la corrupción en nuestros países deseantes, según estos críticos
apocalípticos que conocen en profundidad las genuinas inclinaciones de nuestros
pueblos, de reencontrarse con la guía de la Gran Democracia
del Norte que no deja de añorar sus épocas de hegemonía indiscutible. Incluso
los “progresistas” europeos se sumaron al coro de las injurias contra Hugo
Chávez y se acomodaron, sin ninguna dificultad, a la estrategia de socavamiento
y de denigración de una experiencia político social que viene transformando la
vida de los sectores populares venezolanos. Un dato no menor de la actualidad
es, precisamente, la convergencia de la derecha –que siempre sabe identificar a
su adversario– y un seudo progresismo que termina por ser funcional a los
objetivos restauradores. En nuestro país, y tomando los últimos sucesos
caceroleros y la rebelión de prefectos y gendarmes, el peligro de esta convergencia
se puso sobre el tapete allí donde sectores que se autodefinen como
democráticos y progresistas no saben, no pueden o no quieren diferenciarse de
la derecha vernácula y sus instrumentos mediáticos. Todos, de un modo u otro,
esperaban ansiosos la derrota de Chávez. Unos listos para festejarla con
impudicia, esa misma que emana de su visión reaccionaria de la sociedad y, los
otros, con disimulada vergüenza en relación a sus antiguas identificaciones
políticas. Capriles se había convertido, para unos y otros, en la esperanza
blanca de la restauración sudamericana. Sus ilusiones se desvanecieron entre la
niebla de sus propias orfandades.
No deja de
plantearse una curiosidad: ¿será posible que países como Brasil, Argentina,
Ecuador, Uruguay y Bolivia hayan sentido como propio el triunfo de Chávez? Si
se tratase apenas de la
Argentina –país dominado por la “ficción kirchnerista”–
nuestros progresistas e incluso izquierdistas no tendrían problemas: para esos
inmaculados exponentes de la “visión justa y verdadera”, chavismo y
kirchnerismo se parecen en su impostura y en sus múltiples arbitrariedades.
Pero claro, si Lula, Dilma y Mujica elogian al venezolano y destacan la
importancia crucial de su triunfo para la continuidad de estos tiempos de
cambios populares en Sudamérica, los progresistas neorrepublicanos se sienten
“como turco en la neblina” porque no han dejado de elogiar a Brasil y Uruguay
en detrimento de Venezuela y la Argentina. Si los que apoyan efusivamente son
Correa y Evo, los que se encuentran en problemas son los que suelen correr por
izquierda reivindicando justamente la radicalidad de bolivianos y ecuatorianos
ante la supuesta farsa sobre todo argentina. Lo cierto es que cada uno de los
líderes continentales tenía bien en claro lo que estaba en juego en estas
elecciones.
Los que estaban
“confundidos” son los mismos que resaltan las “virtudes democráticas” de las
protestas caceroleras o que “justifican” el chantaje de gendarmes y preceptos
descargando todas sus baterías críticas contra la figura de Cristina Fernández.
Para ellos, igual que durante la avanzada de los sectores rural-mediáticos en
2008, la sola idea de abordar desde la perspectiva de una “acción destituyente”
a ciertas protestas de los últimos tiempos no es más que el resultado fantasioso
de un régimen que busca ocultar su ineficiencia y su corruptela detrás de
imaginarios neogolpismos. Horacio González ha utilizado la imagen, provocadora,
de “golpismo sin sujeto” para intentar describir lo barroso de un tipo de
insubordinación y de ruido callejero que se mueve viscosamente por márgenes en
los que las palabras “democracia”, “república”, “garantía constitucional” son
utilizadas a destajo de un modo sospechoso por aquellos que siguen añorando los
tiempos en los que un gobierno legítimo se derrumbaba ante el ensordecedor
ruido de las cacerolas o se ponía a temblar ante el déjà vu de los uniformados.
Para ciertos sectores progresistas no hay ningún peligro a la vista, de la
misma manera que la derrota –¿deseada?– de Chávez no constituía un enorme
riesgo para la unidad latinoamericana y para la continuidad de los proyectos
populares.
“Si antes se
discutía –escribe Horacio González tratando de describir este “clima de época”–
sobre la orientación de las instituciones y el lenguaje, hoy se discute para
resquebrajar esas cosas por dentro. ‘Golpismo sin sujeto’. Es la hipótesis no
escrita de la larga agonía. Por eso es evidente que no hay que gastar la rápida
expresión ‘golpismo’, señalando con ella lo que ocurre, porque lo que ocurre lo
es aunque de otra manera”. Otro modo de ser de aquello que, en otras
circunstancias nacionales y continentales, se llamaba simple y llanamente
“golpismo” pero que hoy asume otras características más simuladas y difusas,
amparadas, muchas veces, en retóricas democráticas y auxiliadas por las plumas
de quienes gustan moverse por el andarivel del progresismo. “Siendo de este
modo, la palabra golpismo hay que interpretarla –continúa González– también de
otra manera. No lo es en su tipo de acción conspicua, pero sí en sus maniobras
invisibles. Tiene una característica a la que no vale situar como una
conspiración, precisamente por haberse sumergido glutinosamente en una parte
sombría de la lengua nacional. Podemos decirla en su parte de verdad, pero no
la interpretaremos a fondo si no hundimos nuestro propio pensamiento en el modo
en que se tejieron los hilos invisibles de una lengua recóndita, sin rostro ni
forma, que percute todo el día en las ciudades. ¿Pero no estamos aún a tiempo
de indicar cómo funciona esa lengua del ultraje, invisible con su serpentina
antidemocrática? Se la debe mostrar ante las fuerzas de centroizquierda o de
izquierda, a la efectiva oposición democrática, para que actúen en el
reconocimiento verdadero de la situación, no por dádiva ni por ingenuidad, sino
porque ellas también están en peligro”. ¿Qué piensan que habría sucedido, los
que subestiman lo que estaba en juego en las elecciones venezolanas, si el
resultado hubiese sido otro? ¿Qué imaginan, esos mismos críticos del populismo
–sea venezolano, argentino o ecuatoriano–, que sucedería si el lenguaje del
ultraje que se escucha en nuestras ciudades emanando de algunos sectores medios
encontrase el camino del poder? ¿Cabe tanta “ingenuidad”? ¿No alcanzan a ver un
hilo que vincula la manifestación del 13/9 no sólo con la protesta
antidemocrática de las fuerzas de seguridad y la cobertura mediática inclinada
ostensiblemente hacia la denigración de Chávez y el apoyo a Capriles junto con
el sistemático intento de horadar la figura presidencial?
La tozuda realidad,
esa que suele habitar en el incomprensible e indescifrable –para los relatos de
los medios hegemónicos– mundo popular, repudió, otra vez, la multiplicación del
montaje y la mentira. Hizo añicos la estrategia de transformar a un candidato emergente
–supuesto portador de virtudes inmaculadas– en el heraldo de los nuevos tiempos
en los que se repararía la caída en abismo de nuestras sociedades. El triunfo
contundente de Hugo Chávez hizo saltar en mil pedazos el trabajo de los
saltimbanquis de la información, trituró los “sesudos análisis” de un ejército
de “analistas políticos” que anunciaban, cual profetas bíblicos, el fin de la
tiranía y la llegada, ahora sí, de una ola republicana y democrática asentada
sobre la economía global de mercado y la siempre bendecida democracia liberal.
Más de una década de oscuridad populista sería barrida por un gigantesco haz de
luz cuyo punto de difusión no sería otro que los grandes medios privados de
comunicación, verdaderos ejes y responsables de una estrategia que, eso
alucinaban, encontraría en el triunfo de Capriles su punto de partida, la
alborada de un nuevo despertar continental capaz de barrer la decadente ola
populista que viene infectándonos desde finales del siglo pasado.
Chávez, su derrota
anunciada, vendría a evidenciar todos los males de una década multiplicadora de
los peores vicios de la demagogia populista. Su incesante demonización, su
conversión en el espectro del mal, tenía como objetivo principal doblegar no
sólo aquello que venía sucediendo en Venezuela sino alcanzar al conjunto de los
proyectos populares de la región. El añorado sueño del triunfo de la derecha
venezolana se convirtió en el sueño de toda la derecha continental y en el
deseo ferviente de los centros hegemónicos del poder mundial que saben
reconocer quiénes son los que, en la realidad de capitalismo global
contemporáneo, cuestionan la hegemonía neoliberal. Por eso su furia, la
intensidad de sus estrategias de demolición mediática, la construcción de un
relato capaz de hacer de Chávez el comeniños de la época. El portador de un
escándalo mayúsculo. El hecho maldito, parafraseando a John William Cooke, del
mundo burgués neoliberal. Como decía el siempre recordado David Viñas, “si
quiero saber qué es lo que está sucediendo en el país y de qué lado debo estar,
tengo que leer La Nación
y hacer todo lo contrario de lo que sugiere el diario de Mitre”. Leyendo la
cobertura pre y poselectoral que los medios hegemónicos hicieron no resulta
difícil, como decía Viñas, orientarse en medio de tantas operaciones de prensa
y de tantos ejercicios de “golpismo sin sujeto”. O, quizá, lo que va quedando
cada vez más claro son los rasgos de ese sujeto que suele camuflarse en los
lenguajes “espontáneamente” emanados de algunas protestas convertidas, por mor
de ciertas plumas virtuosas, en quintaesencia del ideal democrático.
Una vez más, como
entre nosotros en octubre de 2011, la elocuencia de la realidad, la
materialidad compleja de la historia, se hizo presente para desarmar la
estrategia de una derecha continental que apostó fuerte en Venezuela y volvió a
perder. Reconfortados por el triunfo del proyecto bolivariano no debemos
subestimar la continuidad, por otros medios y en otras geografías, de las
diferentes variables de destitución que siguen habitando en el interior de esas
zonas difusas y barrosas en las que se mezclan el qualunquismo de sectores de
la clase media, la inimputabilidad de la corporación mediática en su
desconocimiento de la ley, la manipulación de reivindicaciones justas de fuerzas
de seguridad reabriendo los expedientes de un pasado maldito y la funcionalidad
de algunas expresiones del progresismo con esa misma estrategia de la derecha.
El triunfo amplio de
Chávez ha servido para desmontar operaciones y revanchismos y ha reforzado el
proyecto de unidad sudamericana. Pero también constituye un desafío de primera
magnitud a la hora de revisar críticamente la marcha diversa de países y
proyectos que, como sus líderes lo saben muy bien, no pueden dormirse en los
laureles de una victoria por más importante y contundente que haya sido.
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