¿Hay una amenaza golpista en la Argentina? Formulada en
esos términos, la pregunta se presta a una fácil manipulación argumentativa: la
palabra “golpe” está connotada por la historia de este país y significa para
todos nosotros una asonada militar que impone un gobierno de corte dictatorial.
Fácilmente, la derecha mediática y política responde que la supuesta amenaza de
un golpe es un fantasma que el Gobierno agita para responder a las demandas
legítimas de la sociedad.
No hay, efectivamente, una asonada militar en marcha. Pero,
claro, tampoco la hubo hace poco en Paraguay ni en Honduras en 2009. Tampoco la
insubordinación policial en Ecuador de 2010 ni las más recientes en Bolivia
tuvieron esa forma clásica. Pero la fijación del análisis en las formas impide
pensar las tensiones y las amenazas a nuestra democracia, tal como se expresan
actualmente. Cuando hablamos de amenazas, nos referimos concretamente a las
estrategias de los grupos concentrados de poder para someter fácticamente al
poder constitucional a sus designios, para enfrentarlo en la medida en que no
puedan someterlo y, eventualmente, para derribarlo. Finalmente, el golpe de
Estado, como lo hemos conocido, no es sino una forma histórica de esas
estrategias.
La impresionante escena de estas horas (gendarmes y
prefectos en protesta activa por causas salariales que no es levantada una vez
satisfechas las reivindicaciones originales y medios de comunicación
concentrados en la amplificación sin límite de ese conflicto) no puede dejar de
activar un alerta muy profundo entre quienes queremos vivir en democracia. Nos
asalta la sensación de lo ya vivido. Ya hemos vivido los climas. Ya hemos escuchado
las palabras que hoy se dicen desde las redacciones de los principales medios:
decadencia moral, gobierno autoritario, avances contra la República, demagogia,
populismo. Las hemos escuchado profusamente en los días previos a cada
usurpación del poder. Se nos pide que no las evoquemos en nombre del cambio de
los tiempos y la necesidad de no quedar anclados en viejas percepciones. Pero
el parecido es demasiado. No solamente en las palabras sino en quiénes son las
que las pronuncian.
El viejo dilema de la política reaparece: ¿quién define el
significado de las palabras?, ¿quién dictamina qué es democracia, libertad,
pluralidad, normalidad...? Como ya sabemos a esta altura, la definición de las
palabras no es un acto de hermenéutica neutral sino el objeto de una lucha
hegemónica. Nadie, por ejemplo, puede impedir en un régimen democrático que
haya quien opine que la nacionalización de la mayoría accionaria de YPF fue una
confiscación o lisa y llanamente un robo, o que la modificación de la Carta Orgánica del
Banco Central a favor de un rol más activo de la institución en el curso
económico gubernamental haya sido un avance autoritario del Estado. Esas
afirmaciones tienen pleno derecho a la circulación pública y de hecho han
tenido a su favor un porcentaje abrumador de las páginas de los diarios y los
tiempos de la pantalla televisiva, el micrófono radial y las más variadas
formas de divulgación de contenidos hoy existentes. Ahora bien, una cuestión
diferente –y bien poco democrática– sería la pretensión de que esa perspectiva
parcial, por numerosos que sean o puedan llegar a ser sus adherentes, se
imponga a la voluntad mayoritaria libremente expresada en las urnas. Y hace
todavía menos de un año...
El organizadamente espontáneo movimiento de caceroleros es
una expresión legítima de la diferencia y de la protesta respecto del gobierno.
Sus reclamos deben ser tenidos en cuenta y, de hecho, buena parte de los
políticos de oposición han procurado erigirse en sus portavoces activos. El
hecho es, sin embargo, que las oposiciones son hoy minoritarias en los órganos
representativos porque así lo ha decidido el pueblo con su votación de octubre
último. Hay que decir también que algunas de las consignas que predominaron en
las marchas no son representables en términos democráticos y que la suma de
reclamos heterogéneos no constituye un programa político. Pero es válido pensar
que, depurada de apelaciones violentas y autoritarias, la escena de las
cacerolas pueda ser un impulso “desde abajo” a las oposiciones políticas.
Sin embargo, la hoja de ruta principal del bloque que
enfrenta al Gobierno no parece estar dirigida a la construcción gradual,
pacífica y política de una alternativa para las elecciones presidenciales de
dentro de tres años. En la amplia y variada constelación de quienes están en
contra del Gobierno, la voz predominante es la de los más radicalizados de sus
enemigos. Los grandes grupos mediáticos no son en sí mismos el bloque social
existencialmente enfrentado con el actual rumbo, pero son sus articuladores
discursivos y tácticos. Ejercen claramente la iniciativa en el conjunto
opositor. Presionan a los políticos de oposición y suelen amonestarlos cuando
se muestran insuficientemente entregados a la batalla de todos los días por el
debilitamiento del Gobierno. Debilitados los partidos y su conexión orgánica
con sus tradicionales bases sociales, los medios proveen a los líderes de
visibilidad y una suerte de arraigo imaginario en las audiencias. El
intercambio es ominoso: los líderes suelen pagar esa presencia pública con la
incondicionalidad en el seguimiento de las agendas políticas que esos mismos
medios elaboran. Son agendas cargadas de la ansiedad por la inminencia de un
gran test para la democracia argentina como es su capacidad de hacer cumplir la
ley que obliga a un fuerte recorte de la posición dominante del Grupo Clarín en
el mercado de la comunicación audiovisual. Los grupos mediáticos oligopólicos
redoblan la presión sobre partidos y líderes de oposición: con escaso disimulo,
el diario Clarín ha amonestado esta semana al casi incondicional diputado
Amadeo por firmar la declaración de la Cámara en defensa de la democracia ante la
insubordinación de gendarmes y prefectos; no hay grieta alguna que pueda ser
admitida en la movilización general antigubernamental que se impulsa desde los
estados mayores mediáticos. No es entonces extraño que no emerja de esta
situación un liderazgo político opositor; lo inhibe la estructura del propio
campo, en el que predominan los francotiradores más o menos exaltados o
sensacionalistas en detrimento de los constructores políticos. Hace pocos días,
cuando un grupo pequeño de caceroleros cortaba la esquina de avenida Del
Libertador y Sarmiento en la
Capital, pudo verse una cifra de esa dramática carencia política:
no eran pocos los que proclamaban el liderazgo de Jorge Lanata.
Volvamos al principio, a la pregunta por el golpe. Asistimos
a un operativo que impulsa la generación de un clima de caos y de
ingobernabilidad. No hay, a diferencia de otras épocas, una previsión de la
escena final. Simplemente se trata de desautorizar al Gobierno, de ganar la
calle en la forma más inorgánica concebible, porque cualquier organización
podría atentar contra la unanimidad de la ira que es, en esencia, pura
negatividad. Las formas en que este envenenamiento de la atmósfera pueda dar
lugar a una fórmula política de desenlace no están previstas ni podrían
estarlo. El filo del operativo apunta en múltiples direcciones. Agita las
diferencias internas en la coalición de gobierno. Procura establecer la
existencia de un “peronismo verdadero” en réplica a la supuesta herencia
montonera de los actuales gobernantes. Alienta las tensiones con los
gobernadores provinciales en procura del doble propósito de complicar la
gobernabilidad y activar la lucha por la sucesión en el interior del
justicialismo. Explora las condiciones para la desestabilización financiera,
actualmente bastante contenidas con las medidas de control cambiario. Y no
excluye la hipótesis de actos de violencia que contribuyan a cerrar el círculo
del desmadre; el rapto de un importante testigo en el juicio por el asesinato
de Mariano Ferreyra sirve para ilustrar la capacidad operativa a disposición de
los elementos desestabilizadores. Como decía Marx en referencia a la sociedad
francesa de los días previos al golpe de Luis Bonaparte, quieren forzar la
situación en la que una parte de la población prefiera “un final terrible antes
que un terror sin final”. Historia, en fin, conocida y repetida con lamentable
frecuencia en la historia argentina relativamente reciente y que incluye más de
un episodio en los años posteriores a 1983.
A pesar de la fuerza del operativo desestabilizador, no cabe
el desánimo ni el miedo entre quienes defendemos la democracia. Mucho menos la
actitud de dejarse arrastrar por el clima provocador y tendencialmente violento
que impulsan sus promotores. Los desestabilizadores tienen fuerza destructiva
pero carecen radicalmente de fuerza política, entendida por tal la capacidad de
construir una instancia de poder con capacidad de establecer un rumbo
alternativo y dotarlo de un liderazgo viable. Es posible y necesario obligarlos
a que enmarquen sus proyectos políticos en el indeclinable marco de los
calendarios y las formas institucionales.
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