Por * Cátedra Abierta Plan Fénix.
La crisis desatada a fines de 2001 representó el fin del
ciclo de la convertibilidad. Un período que representó un enorme retroceso,
tanto en las condiciones de vida de gran parte de la población argentina como
en el desarrollo productivo. La drástica caída verificada en el empleo
industrial y la persistencia –durante casi una década– de una tasa de desempleo
abierto de dos dígitos, fueron dos de sus heridas más dolorosas. Parte del
costo de un esquema económico que tuvo como eje el control de la inflación y la
irrestricta liberación de los mercados, mientras se proclamaba que “sobraba un
tercio de argentinos”.
A un costo social sin precedentes, la Argentina se liberó de
un gravoso cepo intelectual, al que estuvo sometida desde largo tiempo atrás
(en especial, tras la hiperinflación de 1989-1990). Se crearon así las
condiciones para adoptar un régimen de política económica que apuntara al
crecimiento y a la inclusión social.
Este nuevo patrón se encuentra todavía en vías de
consolidación y demanda definiciones acerca del perfil productivo a adoptar
hacia adelante. En algunas áreas –como es el caso del transporte– aún se
observa, además, una ausencia notoria de nuevas políticas. Asimismo, superada
la instancia más crítica de inicios de la pasada década, existen todavía muchas
demandas sociales pendientes, tales como la provisión de soluciones
habitacionales suficientes y la formalización de un amplio estrato de
trabajadores en la “economía negra”.
Ello no quita la importancia que han tenido diversas
reformas que, claramente, han apuntado a políticas públicas nuevas y muy
eficaces para responder a las necesidades de las mayorías. Nos referimos aquí,
entre otras, a la renegociación de la deuda externa; a las transferencias sociales
masivas de impacto redistributivo; a la supresión del inviable y costoso
régimen previsional privado, reemplazado por una política inclusiva y
solidaria; a la modificación de normas monetarias y cambiarias heredadas de la
convertibilidad; al impulso a la educación y al desarrollo científico y
tecnológico; a la jerarquización de las inversiones públicas; y al activismo
que el Estado está mostrando en el plano energético.
Si bien los datos estadísticos disponibles señalan cambios
positivos en la distribución del ingreso, a la par de un crecimiento
significativo en la actividad productiva, este nuevo patrón en proceso de
definición presenta dificultades. Entre ellas, un proceso inflacionario que se
ha iniciado un quinquenio atrás y que, si bien muestra un ritmo administrable,
alcanza hoy índices superiores a los deseables.
Además de los conocidos impactos que todo proceso de este
tipo tiene sobre los perceptores de ingresos fijos –como es principalmente el
caso de los trabajadores asalariados–, la inflación estrecha el horizonte de
decisión de las personas y empresas, desestimulando la toma de riesgos a plazos
largos. Asimismo existen concretas preocupaciones por el retraso que la
inflación tiende a generar en el tipo de cambio real y en los niveles reales de
tarifas de servicios públicos. Las razones precedentes conducen a reconocer la
importancia de esta cuestión.
Por cierto, los distintos procesos inflacionarios de la Argentina obedecieron en
el último siglo a causas diversas, y su magnitud alcanzó niveles muy disímiles.
La decisión del Plan Fénix de tomar posición –una vez más– acerca de este tema
obedece a que, por la magnitud adquirida los últimos años, la inflación ha
vuelto a instalarse como una cuestión central entre las preocupaciones sociales
y exige la adopción de políticas eficaces para su morigeración y control.
Nuestra historia enseña, sin embargo, que de la mano de argumentos
antiinflacionarios se han gestado en el pasado planes de ajuste que implicaron
graves retrocesos productivos y sociales, con serias consecuencias ulteriores
en el terreno político–institucional. Es imperativo entonces que esto no
ocurra, para beneficio de la expansión productiva en curso, de los sectores
sociales más vulnerables y del proceso de afianzamiento y extensión de nuestra
democracia.
Cualquier esfuerzo que procure reducir la inflación debe
comenzar por cuantificar su magnitud, determinar sus causas, evaluar los
resultados negativos producidos en el pasado como consecuencia de la aplicación
de políticas antiinflacionarias de matriz ortodoxa y, finalmente, proponer una
estrategia alternativa.
No es fácil determinar cuál ha sido el ritmo real de
incremento de precios que ha tenido lugar en la Argentina durante los
últimos años. Las cifras que ofrece el Indec han perdido credibilidad, las
provinciales no cubren un territorio de suficiente significación y las que
publican las consultoras privadas exageran, en general, las tasas de inflación
reales (además de aplicar en algunos casos metodologías inaceptables, de poca
seriedad). De acuerdo con la evolución del índice de precios implícitos del
PBI, la inflación actual se ubicaría en el entorno del 20 por ciento anual, en
tanto que el promedio del incremento de precios, según siete institutos
provinciales de estadísticas, resulta aproximadamente del 23 por ciento. Ambos
valores se hallan muy lejos de los que estima el Indec –-y, también, bastante
por debajo de muchas “estimaciones” irresponsablemente difundidas por medios
masivos de comunicación– y justifican la actual preocupación. Va de suyo que
esta situación debe ser corregida, sin más dilaciones.
Causas
Para comprender la especificidad del fenómeno es preciso
analizar sus causas y sus mecanismos de propagación. El análisis económico
tradicional suele distinguir tres clases de inflación: de demanda, originada
por un exceso de la demanda global respecto de la oferta global de productos y
servicios; de costos, usualmente derivada del aumento de la tasa de salarios e
insumos a un ritmo mayor que la productividad del trabajo asalariado; y la
estructural, causada por el cambio de los precios relativos en sectores con
inflexibilidad a la baja de los precios monetarios. Más allá de este análisis
tradicional y avanzando en el tema, podría afirmarse que el fenómeno primario
tiene origen en una inflación de carácter “estructural”, que presenta como
mecanismos de propagación a la inflación “de costos” y también a la “de
demanda”.
Las presiones inflacionarias se deben a problemas de la
estructura del sistema económico argentino. Entre ellos: a) el incremento de
los precios relativos de alimentos, energía y otros insumos en el mercado
mundial, que tiene impacto sobre el nivel de precios internos y se traslada
fuertemente al consumo de los sectores más carenciados; b) las deficiencias en
la tasa de formación de capital, así como en su asignación; y c) las serias
inequidades persistentes en el sistema tributario. Si estas fallas
estructurales no se corrigen, resulta imposible atenuar el proceso
inflacionario, por más “ajustes” que se intenten, debido a la multiplicidad de
causas que operan de modo simultáneo.
Si bien los cambios positivos en la distribución del ingreso
no son necesariamente inflacionarios, la puja distributiva tiende a provocar el
incremento en los precios. Sobre todo cuando los empresarios, en particular los
formadores de precios, reajustan sus márgenes de ganancia. Esto, en especial,
que sucede con frecuencia, tiene un fuerte impacto sobre el resto de la
economía, en los sectores en los que predominan los comportamientos oligopólicos
(en mercados dominados por unas pocas empresas, no sujetas a competencia
relevante alguna); al respecto, es menester recordar el elevado nivel de
concentración que presenta hoy día la economía argentina, donde las ventas de
las primeras mil empresas representan más del 70 por ciento del Producto
Interno Bruto. En este sentido, las expectativas de incremento de precios
–fuertemente exacerbadas por la experiencia económica histórica del país–
generan un comportamiento “cultural” inflacionario que opera como crucial
mecanismo de propagación y acaba suscitando “profecías autocumplidas”.
Al respecto importa subrayar que el ritmo actual de
crecimiento de los precios dista de encontrarse en un nivel de
“espiralización”; vale decir, de incrementos cada vez más fuertes, resultantes
de las expectativas a futuro acerca de su trayectoria. Este fenómeno fue
fundamental en el período de muy alta inflación que sufrió la Argentina entre 1975 y
1990. De hecho, el temor a la “espiralización” es lo que, por lo general, incentiva
la adopción de políticas antiinflacionarias en todos los países. Esto, dicho
sea de paso, desmiente los toscos diagnósticos monetaristas que atribuyen el
crecimiento de los precios, en exclusividad, a la emisión monetaria. Si estos
diagnósticos fueran valederos, combatir la inflación sería una tarea trivial.
Políticas posibles
El fracaso de las políticas de shock y ajuste recesivo nos
lleva a considerar como alternativa conveniente una estrategia gradual de
combate a la inflación. Esta estrategia deberá tener en cuenta la multiplicidad
de causas que la provocan: factores inerciales, expectativas, puja
distributiva, oscilaciones del tipo de cambio, sectores monopólicos u
oligopólicos formadores de precios, entre otras.
Toda política antiinflacionaria eficiente debería
satisfacer, al menos, dos criterios básicos: a) actuar conjuntamente sobre las
causas de la inflación y sus mecanismos de propagación, diferenciando entre
unos y otros; y b) incidir sobre la inflación sin crear o agravar otros
desequilibrios y, especialmente, sin producir desempleo. Las políticas
antiinflacionarias usuales no cumplen con estos requisitos; por ejemplo, las
políticas monetarias restrictivas no actúan sobre la inflación estructural y
las clásicas políticas fiscales “de ajuste” tienden a generar desocupación.
El verdadero enemigo del crecimiento con equidad es la
desocupación, que a la vez implica la subutilización de recursos y marginación
social. El empleo no debe ser la variable de ajuste antiinflacionario. Por el
contrario, debe tenderse a una situación de plena ocupación con empleos de
calidad y salarios dignos. El aumento de la productividad logrará, a su vez,
mayor y más calificado empleo. Existe una confluencia virtuosa entre el combate
a la inflación estructural y la expansión económica. Las restricciones de la
estructura productiva no se combaten entonces comprimiendo la actividad sino
expandiéndola (vale decir, haciendo lo contrario de lo que hoy resulta usual en
los países de la Europa
en crisis).
En las actuales condiciones, a los dos requisitos
mencionados debe sumarse la necesidad de que la política antiinflacionaria tome
en cuenta que los mercados de productos han dejado de ser en gran medida
mercados nacionales, restringidos a cada país –como supone el enfoque keynesiano
de la política económica– para tender a convertirse en mercados mundiales de
productos y factores. Por ello es necesario administrar con prudencia y
realismo la incidencia local de los precios internacionales, tratando de
regular sus impactos de acuerdo con las necesidades del desarrollo interno y de
la equidad distributiva. Dadas las nuevas condiciones en que tienden a
desenvolverse los mercados, se corre el riesgo de la “primarización” de las
exportaciones y la consiguiente orientación privilegiada (o casi exclusiva) de
las inversiones hacia los sectores productores de materias primas. Este
escenario puede dar lugar a una versión actualizada de la “enfermedad
holandesa”; vale decir, la circunstancia en la que un boom de precios de las
materias primas lleva a una situación de fortalecimiento del poder adquisitivo
de la moneda nacional que termina impactando severamente sobre la capacidad de
producir y exportar manufacturas y, de ese modo, “desindustrializando” al país.
Por lo tanto, dado el riesgo de esta peligrosa situación, las políticas de tipo
de cambio diferenciado se encuentran ampliamente justificadas y no deben ser
abandonadas.
Por otra parte, una reducción indebida, excesiva, imprudente
o puramente fiscalista del gasto público tendría efectos adversos sobre el
nivel general de actividad económica, como los que están experimentando hoy los
países europeos, afectados por la grave crisis en la que se encuentran
inmersos. En cambio resulta fundamental redireccionar el gasto, sin reducir su
nivel y buscando mantener el nivel de ocupación, mejorar la distribución del
ingreso y adoptar medidas de política fiscal que tiendan a sostener el nivel de
los recursos estatales. También debería modificarse gradualmente, pero sin
vacilaciones, la política de subsidios del gobierno nacional –tal como comenzó
a hacerse hace algunos meses– para sostener los cambios positivos ya logrados
en la distribución del ingreso y evitar la continuidad de transferencias
injustificadas que subsidian el consumo de los sectores de altos ingresos
(energía y transporte, entre otros). Como una política de este tipo implica
impactos sobre los precios, exige una gradualidad en su aplicación, que debería
discriminar con cuidado entre los distintos tramos de ingresos.
El incremento de la provisión de bienes públicos, materiales
e inmateriales, resulta otra vía importante para combatir la inflación, ya que
esta oferta se halla a cubierto de las tendencias en los mercados externos y
constituye, sobre todo, una responsabilidad del Estado. La moderna noción de
bienes públicos incluye no solamente los bienes públicos materiales (los que
integran el “dominio público”) sino, también, los inmateriales o intangibles,
como lo son la educación, la salud, la Justicia, la seguridad, la protección social y el
derecho a la información y a la pluralidad de opiniones. Una mayor y mejor
provisión de bienes públicos actúa con eficacia estabilizadora sobre las tres
clases de inflación: sobre la inflación “de demanda”, elevando la oferta de bienes
disponibles; sobre la “de costos”, acrecentando la productividad del trabajo; y
sobre “la estructural”, aumentando la movilidad de los recursos productivos
entre regiones y entre industrias. Por iguales vías, los efectos sobre el nivel
y la calidad de la ocupación también pueden resultar positivos.
La política antiinflacionaria debe definirse
cualitativamente, como una acción continua y sistemática dirigida a corregir y,
en lo posible, a prevenir los desequilibrios coyunturales y estructurales que
la generan. No debería descuidarse el campo de la política de ingresos y la
influencia que ésta debe tener a la hora de acordarse precios y salarios entre
los distintos sectores de la sociedad. Resulta obvio que la instrumentación de
una política de moderación de la inflación requiere tiempo, además de un
cuidadoso análisis que contemple tanto las consecuencias inmediatas como los
efectos de largo plazo.
Sin duda alguna, la crisis que sufren los países centrales
nos afecta directa o indirectamente. Por ello deben aislarse –y esto llevará
tiempo– los efectos del crecimiento de los precios, sobre todo los salarios que
van a la zaga de los restantes. Por todas estas razones alentamos la
continuidad de muchas de las políticas encaradas, en particular la fuerte inversión
que compromete al Estado en la búsqueda de una competencia apoyada en el
desarrollo científico-tecnológico.
En suma: la política antiinflacionaria deberá tener en
cuenta la complejidad que muestran las circunstancias y los factores señalados
en este texto y, en consecuencia, debe ser ubicada en su justo lugar, cuidando
su consistencia con el cumplimiento de los objetivos de desarrollo con equidad.
La inflación no es el único gran problema a vencer, pero resulta indispensable
encarar un programa de mediano plazo adecuado para neutralizarla.
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