lunes, 17 de febrero de 2020
Alberto y la coalición, por Sergio De Piero (para "El Destape Web" del 15-02-20)
Argentina atraviesa una experiencia política (casi) inédita: el gobierno nacional está compuesto por una coalición. No es esta una conformación común a la historia argentina y esa novedad es la que despierta alguna incertidumbre sobre su funcionamiento y desde luego algunos apresuran lecturas de crisis que no existen, pero si tenemos una experiencia novedosa.
¿Esto quiere decir que no hemos tenido gobiernos en nuestro país en el que convivieran más de un partido político? Desde luego que no y un simple recorrido nos lo demuestra: ya el primer peronismo implicó una sumatoria de fuerzas políticas, experiencia que repitió en 1973 en su versión “frentista”. La creación de los “frentes” remite necesariamente a las formaciones políticas creadas en Europa ante el ascenso del fascismo en la década del 20. En varios países de la región se repitieron experiencias de este tipo y la marca regional tuvo que ver de manera decidida con la presencia de un partido mayoritario y un líder político que funcionaba como centro de gravitación para todos los espacios políticos que alimentaban el frente.
Esas construcciones respondieron a un modo de hacer y construir política, muy claro en lo electoral durante buena parte del siglo XX. Pero los partidos comenzaron a sufrir diferentes crisis y transformaciones; en cada elección vemos que los partidos cambian sus nombres y sus símbolos; hay una fractura con ciertas tradiciones porque es muy probable que los votantes ya no miren hacia ellas para definir su opción. Ello también repercute en la “lealtad” de los electores: existe una franja considerable de ciudadanos que cambian su voto de una elección a otra y ello implica un impacto en el sistema de partidos y en la organización del poder político.
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Decididamente ingresamos en una nueva era (no solo en la región, ya que observamos fenómenos semejantes en Europa e incluso en los EE.UU.) A tal punto se suceden estos cambios que en muchos países la posibilidad de formar gobierno es una tarea cada vez más compleja, debido a la dificultad para construir mayorías. En la región podemos observar presidentes que gobiernan con bajísimo respaldo popular (Piñera en Chile tiene un apoyo de 6%) o bien que lo hacen sin un apoyo de votos que le permita una mayoría en el congreso (como le sucede a Vizcarra en Perú) o bien una alta dispersión de votos con un Congreso multipartidista (como ya es tradición e Brasil). Solo por mencionar algunos casos.
Como le sucedió al macrismo, otras experiencias de derecha en esta parte del mundo tienen serios problemas para estabilizarse y garantizar la gobernabilidad; quizás puedan terminar sus mandatos, pero les es difícil desplegar el conjunto de políticas que pretendían implementar. Las coaliciones políticas son unas de las estrategias electorales que los líderes partidarios desplegaron para lograr resultados positivos en las elecciones y de este modo sobrevivir como partidos.
Facundo Cruz, politólogo dedicado estos temas, señala que las coaliciones nacen de una decisión estratégica de los líderes partidarios, referido justamente a la necesidad de revisar las estrategias electorales. Me parece central detenerse primeramente en este punto, esto es el peso de los líderes. Las coaliciones dependen para su supervivencia en que los distintos liderazgos políticos que nuclean mantengan la decisión de la convivencia en pos de un proyecto político. Cambiemos quiso ser eso: líderes de tres espacios políticos decidieron una coalición electoral que resultó triunfante; y sin embargo, luego de experimentar los buenos resultados que trajo esa alianza política, el macrismo se convirtió en el espacio hegemónico y desplazó a los líderes políticos y los reemplazó por empresarios o gurúes financieros sin ninguna experiencia política y se encaminó hacia un exitoso fracaso electoral, porque justamente vació de acción política su gestión de gobierno, depositada en manos de empresarios sin capacidades de manejo de la cosa pública y acaso, sin mayor interés.
El principio de una coalición no puede ser exclusivamente electoral; el mismo principio que supo ser exitoso en sea dimensión, necesita sostenerse en la gestión; o bien reemplazarse por otro factor político ordenador que garantice la continuidad de ese acuerdo político. Pero no creer que sin política podrá funcionar. Ni siquiera por buenas intenciones.
Alberto Fernández encabeza un nuevo gobierno peronista que a la vez tiene elementos novedosos: la consagración de su candidatura, los apoyos recibidos y la formación de su gobierno, se han desarrollado de modos no muy frecuentes en la historia del peronismo. Cristina Fernández, la líder mas relevante del espacio opositor al macrismo, fue quien le hizo la propuesta al ahora presidente; inmediatamente la casi totalidad de espacios peronistas manifestaron su apoyo; ello se reflejó en la conformación de las listas donde las variantes de la coalición estaban expresadas. Esa trabajosa unidad (recordemos que el peronismo no presenta un candidato único a la presidencia desde 1989) fue la que permitió la victoria consagrada en la primera vuelta. Esa unidad y el desastre de la gestión macrista, desde luego. Alberto significó, entonces, el fin de los diferendos internos y allanó el camino para la victoria.
El 10 se inició otra etapa, más compleja, como es la de gobernar. Además de buscar resolver los múltiples desafíos que le deja la gestión macrista, el peronismo también se enfrenta a un nuevo modo de convivencia en el Estado, habitándolo en coalición. Es cierto que se trata mayoritariamente de miembros de ese espacio, pero como dijimos ya no es la unidad que existió en otros tiempos sino una nueva, en la que también participan otros espacios, algunos de los cuales no fueron parte de la experiencia reciente del kirchnerismo, y otros lo hicieron solo en algunas etapas.
De allí que lo que se pone en juego no es tanto el liderazgo de Alberto Fernández en los términos tradicionales, sino su capacidad para mantener y reproducir la unidad lograda en la coalición electoral que les otorgó el triunfo. Porque además de Cristina Fernández existen otros liderazgos al interior del espacio (aunque ninguno de su peso, desde luego), pero Alberto Fernández tiene el liderazgo institucional que le da la Presidencia de la Nación, lugar que sólo ocupa él. Si su candidatura fue la que garantizó la unidad necesaria para la victoria, su autoridad presidencial es la continuidad necesaria de un mismo proceso.
Eso no implica que la coalición no tenga sus tensiones y ciertas disputas; pero, y cuanto más en un sistema presidencialista, la garantía para poder desplegar las políticas públicas que el espacio defiende, es apoyarse en esa centralidad del presidente, que proviene de ser el candidato en que se gravitaron en la campaña y cuya acción política actual no se ha despegado de aquellas premisas (otro sería el caso si el presidente hoy estuviese aplicando recetas ajenas a la coalición); no es más que continuar el sendero, en una situación económica que no ha perdido su nivel de estado crítico. Sostener la coalición y su unidad política será la prueba de que, efectivamente, el 10 de diciembre se inició una nueva etapa.
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