Arriba: Imagenes de las inundaciones en La Plata y CABA
LAS PROPUESTAS DE ANTONIO BRAILOVSKY, HISTORIADOR AMBIENTAL
¿Qué hacer mientras el Estado diagrama nuevas obras o revisa
las existentes? ¿Cómo alertar y educar? ¿Cómo enfrentar la especulación
inmobiliaria? ¿Cuál fue el papel de la autopista Buenos Aires-La Plata en las
muertes? El especialista Brailovsky da pautas para actuar ahora.
Economista, escritor, profesor universitario, experto en
Ecología y ex defensor adjunto en la Defensoría porteña, Antonio Brailovsky explica
por qué no hay que sentarse a esperar un resultado mágico mientras los
especialistas definen qué obras revisar o emprender después de las
inundaciones.
–¿Qué habría que hacer ya mismo?
–Modificar los códigos de planeamiento urbano y
planificación para construir de otra manera en zonas con riesgo de inundación.
–¿Cómo se define qué es una zona con riesgo de
inundación?
–Propongo cambiar de criterio. Debe ser una zona que se
inundó por lo menos una vez en el último siglo.
–¿Cuál es el criterio actual?
–El Código de Aguas de la provincia de Buenos Aires toma
inundaciones registradas en los últimos cinco años. Ese Código posibilitó
urbanizaciones en lugares bajos inundables, incluyendo los countries de Pilar.
–¿Hay que cuantificar en milímetros la inundación?
–A partir de este nuevo criterio es necesaria una discusión
entre técnicos a ver de qué manera se construye distinto. Hay ejemplos aquí
mismo. Los tanos de La Boca
sobreelevaron las casas. En el Delta del Paraná una crecida es una incomodidad
más grande o más pequeña. Pero no un desastre. Es difícil que haya muertos.
Bien: de eso, ¿qué podemos aprender? A veces uno termina hablando de cosas que,
cuando no hay tragedia parecen pavotas, pero ante la tragedia suenan
pertinentes.
–¿Un ejemplo de lo que parece pavote?
–Es muy elemental establecer que no debería haber garajes
subterráneos en zonas de riesgo, ¿no? Tampoco cámaras eléctricas o nudos
telefónicos. Otra más: el diámetro de bajada de los techos. Las bajadas tienen
un diseño apropiado a la lluvia promedio de un siglo atrás. Hoy alguien puede
sufrir una inundación en un quinto piso, porque el caño de descarga quedó
chico. Los diámetros se corresponden con otra época.
–Con otros registros o con otro clima.
–Sí, con otro clima. Hay innumerables detallecitos que
pueden considerarse si antes uno tiene en cuenta el cambio climático. Los
detalles surgen de delimitar de otro modo las zonas de riesgo. Al caminar por
el centro de Mar del Plata es posible encontrarse con carteles que dicen más o
menos así: “Esta calle corre riesgo de inundación”.
–En Valparaíso están las indicaciones para saber qué
escaleras usar en caso de tsunami.
–O en el sur de Chile los carteles dicen por dónde pasar y
por dónde no si hay erupción volcánica. Claro, un tsunami o una erupción no son
cosa de todos los días. Pero suceden. Y cuando suceden sin preparación las
consecuencias son siempre más tremendas. Dado que la tecnología avanzó tanto,
se pueden marcar vías de escape de manera cada vez más eficaz. La topografía
tiene también un gran nivel de detalle. Conocemos metro por metro los declives
y los desagües. Podríamos marcar con exactitud tanto las vías de escape como el
alerta frente a las trampas seguras. Por dónde avanzar y dónde frenar. Hay que
empezar ya una gestión de estos problemas. Una gestión del riesgo. Por supuesto
que necesitamos obras, pero no creamos en la magia de sentarnos a esperar las
obras porque no haremos nada. No puede ser que la gente no sepa qué hacer
frente a un alerta meteorológico.
–Los alertas, además, parecen naturalizados. Hasta ahora,
al menos, eran percibidos como la posibilidad de que hubiera o no granizo.
–Bien: si eso es cierto habrá que pensar también cómo se
difunden distintos tipos de alerta. Habrá que dar instrucciones. Habrá que
enseñar. En los Estados Unidos los chicos aprenden en la escuela desde muy
chiquitos qué deben hacer si se les quema la campera. Les enseñan a rodar por
el piso. Si les pasa, ya lo saben. Recuerdo de mi experiencia como defensor
adjunto en la Ciudad
de Buenos Aires cuando un chico se cayó por la escalera y se murió. La causa
fue una sola: el pánico de las maestras de un jardín que no sabían cómo
evacuarlo. ¿Hoy lo saben? ¿Lo aprendieron? ¿Lo ejercitan? México sufrió miles
de muertos por los terremotos. Hoy en la ciudad de México, en el Distrito
Federal, hay dos ensayos de evacuación por mes. El año pasado, hubo un
terremoto en el DF que llegó a 7,8 grados en la escala de Richter, o sea un
sismo muy fuerte, y no hubo un desastre en México DF y no se registraron
víctimas. La sociedad entera sabía qué hacer.
–¿Siempre hacen faltan los muertos para que el
aprendizaje surta efecto?
–Espero que no. Pero aquí, en la Argentina, los muertos
ya están. Los que no pueden ser evacuados de un incendio, los que no tienen por
dónde salir, los que se ahogan. La dosis es suficiente.
–Sobredosis.
–Pero todo será peor si no hacemos nada. Es inconcebible que
la gente –y hablo de la gran ciudad, no del campo– ya no sepa que en medio de
una tormenta eléctrica no debe pararse al lado de un árbol. En un árbol cercano
puede descargarse un rayo. ¿Y qué hacer frente a una sudestada o a otro tipo de
inundación? Hagamos las obras necesarias, pero bajemos ya mismo los riesgos. En
la ciudad hace muchos años llegó a discutirse un proyecto elaborado en la Facultad Latinoamericana
de Ciencias Sociales que, después de reuniones con vecinos y comparando con
estudios especializados, buscaban marcar vías de escape en zonas de inundación.
–¿Dónde está?
–No está. El Gobierno de la Ciudad nunca quiso dejar
por escrito el riesgo.
–¿Y los vecinos estaban de acuerdo?
–¡No, tampoco! Presencié discusiones en las que vecinos de
zonas en riesgo argumentaban que poner carteles indicando vías de escape
quitaría valor a sus propiedades. Se cae el valor de mi propiedad. Ahora, si me
muero o no es secundario. En fin... Sigamos con las cosas concretas. Si la zona
baja es comercial, ¿qué hacemos con los negocios? Cerrarlos no, por supuesto.
¿Por qué no tener en cuenta alturas para las heladeras? ¿Por qué no hablar con
las mueblerías del barrio y encontrar una forma decorativa de subir la
heladera? No puede ser que no encontremos formas concretas de afrontar esos
problemas. ¿Por qué no pensar en puentes peatonales donde estuvimos usando
botes ya muchísimas veces? Y al mismo tiempo insisto en que nada de esto
reemplaza la necesidad de obras o la urgencia de coordinación metropolitana
entre la provincia y la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Hacen falta represas que
retengan arriba, como se hizo en el río Reconquista, y obras de desagüe en la
baja cuenca. Pero si tenemos las obras y no coordinamos minuto a minuto, las
obras serán inútiles. La coordinación requiere decidir momento a momento
cuántos metros cúbicos se largan y a qué ritmo.
–¿Qué patrón ofrecen las muertes en la inundación de La Plata y de la Capital?
–Pongámoslo de esta manera: el homicidio serial no se parece
a las muertes habituales. En las inundaciones habituales hallamos más o menos
la misma proporción de edades entre los muertos que entre los vivos. Los que
mueren suelen perder la vida por electrocución. Y están dispersos. ¿Qué pasó en
La Plata? Lo
contrario. La mayoría de los muertos se concentraron. Estaban a pocas cuadras
de la autopista Buenos Aires-La Plata. Y el registro muestra una alta
proporción de mayores de 70 años. Esto nos dice que los desbordes del arroyo El
Gato fueron, otra vez más, incontenibles.
–¿Cuál fue la incidencia de la autopista?
–La misma que antes tuvo en inundaciones menores más al
norte de Tolosa, en City Bell y Gonnet: actuó como un dique. Si los desagües no
alcanzan y además hay un dique, una gran precipitación termina en un desastre
de gran magnitud. Y esto nos plantea un tema de responsabilidad institucional.
En caso de mala praxis de un médico, el paciente muere. En caso de mala praxis
en el diseño de obras públicas los muertos pueden ser muchos. Es obvio que
mañana mismo hay que proyectar nuevos desagües. Pero a esta altura está claro
que no hace falta esperar nuevos desastres para ver cómo se comporta la
infraestructura. A partir de la última tragedia hay que encarar un peritaje urgente.
Y convendrá empezar ya a colocar las prevenciones dentro de la cultura
cotidiana. La prevención cuesta cara, sí, pero el desastre cuesta mucho más. Ni
hablemos de los costos en vidas humanas.
–¿En la prevención hay que partir de la peor hipótesis?
–Siempre hay que partir de la peor hipótesis, no sólo sobre
la lluvia histórica. Pero en momentos de cambio climático la lluvia histórica
no sirve. Hay que pensar en posibilidades más altas de riesgo. Hay que recordar
situaciones anteriores y tomarlas como aviso.
–Los Hornos está más lejos de la autopista, sin embargo.
–Pero originalmente fue un área marginal de la ciudad.
Cuando los constructores de La
Plata realizaron esa magnífica obra pusieron la construcción
de ladrillos en un sitio que no afeara el diseño. Así nació Los Hornos. Yo
sugeriría revisar también la relación entre red de agua potable y cloacas, tema
que le debemos a una herencia de María Julia Alsogaray cuando fue funcionaria
del gobierno de Carlos Menem.
–¿Qué hizo?
–En toda el área metropolitana, e incluyo entonces la Capital Federal y
el conurbano, autorizó que la entonces privatizada Aguas Argentinas pudiera
conectar agua aunque no hubiera cloacas. De ese modo la empresa quedaba en
condiciones de cobrar de inmediato. La inversión en cloacas se postergó. ¿Qué
hace el usuario con el agua que no le sirve? La derrama y termina en la napa.
Las aguas suben. Para que una plaza o un campito funcionen como terreno
absorbente en una tormenta debajo debe haber tierra seca. Si hay una napa, ese
terreno no absorberá lo suficiente. Así, los espacios verdes no cumplen con una
de sus funciones, que consiste en escurrir. Cada medida como ésa se paga algún
día. Lo mismo sucedió con los ferrocarriles. Cuando armó la red ferroviaria, la
generación de 1880 pensó en aumentar la producción agropecuaria. Los
productores necesitaban muy buenos pronósticos meteorológicos para hacer las
estimaciones de cosecha.
–¿Y qué hacía el ferrocarril?
–En su parte diario el jefe de estación informaba por
telégrafo la temperatura, la humedad, los vientos, etcétera. La información
local era muy detallada. También esto se perdió cuando los ferrocarriles fueron
destruidos. Los satélites están muy bien, aunque para meteorología la Argentina no tiene
satélite propio, pero de todos modos las imágenes deben ser contrastadas con el
mundo real. Cuanto más estaciones meteorológicas haya, mejor. Si no hay chequeo
de campo, el pronóstico será más impreciso.
–Ni Tolosa es el barrio más pobre de La Plata ni lo es la zona de
Parque Saavedra. Tampoco son pobres los que viven sobre Juan B. Justo o sobre
Blanco Encalada. ¿Qué relación hay actualmente entre zonas bajas y sector
social?
–El fenómeno es histórico. Originalmente fueron los
inmigrantes pobres quienes iban a parar al borde de los arroyos. La descripción
de esas zonas que hace Borges en “El hombre de la esquina rosada” no es
precisamente el relato de cómo viven los ricos. Después los inmigrantes fueron
mejorando su situación social y ese proceso fue acompañado por el loteo de
terrenos y huecos. Alguien, entonces, pensó en entubar los arroyos para hacer
un negocio inmobiliario y todo se disparó. La estrategia clave para el cambio
de la clase social fue el entubado. Las ideas de fines del siglo XIX pasaron a
concretarse en una dinámica fuerte en las décadas de 1920 y 1930. Al plantear
culturalmente la inexistencia del arroyo los residentes ascendían desde el
punto de vista social. Pero el tema de fondo no mejoraba: el agua seguía igual.
–Y las tierras se valorizan incluso en zonas bajas. ¿Por
qué?
–Por lo mismo que funcionarios y vecinos no querían poner
carteles con indicación de peligro o vías de escape: porque si no hay registro,
el mercado inmobiliario no tiene memoria. En los Estados Unidos, un año después
de grandes desastres la propiedad ya había vuelto a su valor previo a la
catástrofe. Los personajes de Borges no tenían otro lugar adonde instalarse. ¿Y
la familia que hoy pone sus tres autos en un garaje al lado de un arroyo? Sobre
todo en las grandes ciudades hay una tendencia general a negar la naturaleza.
Antes de la explosión urbana china las ciudades que más crecieron fueron las de
América latina. Y crecieron sin planificación ni límites. Hubo tormentas
excepcionales que se llevaron a la gente que vivía en los cerros en Colombia o
Venezuela, en los morros de Brasil o en las zonas bajas de la Argentina. En
Venezuela el deslave del estado de Vargas, la serie de desmoronamientos en la
costa caribeña, terminó en 1999 con diez mil muertos. Cuando los pobres llegan
a una ciudad van a las zonas menos aptas para vivir.
–En Tolosa y la Capital Federal
tampoco funcionaron los alertas. Más allá de la radio y la televisión, no hubo
una red pública de empleados avisando con un megáfono.
–O con sirenas. El Servicio Meteorológico antes no daba los
alertas a la población. Y estos últimos días una falla estuvo en no asegurarse
de que los alertas llegasen y fuesen comprendidos por todos y en toda su
dimensión. Hay una línea de pensamiento que dice que las cosas no hay que
divulgarlas para no asustar. O no se preocupa por la gestión concreta de los
alertas, para que lleguen a quien deben. Y después pasa lo que pasó.
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