Tanto oficialistas
como opositores comparten ese sentido común de que la Constitución es un
texto sagrado. Eso es hegemonía cultural: lograr que toda una sociedad crea que
los intereses de una clase o un sector son sagrados y deben ser respetados por
la totalidad de la sociedad.
El jueves pasado
miles de personas desfilaron por la
Ciudad de Buenos Aires para demostrar su descontento y su
rencor con el gobierno nacional. Entre las decenas de consignas difusas,
rencorosas, contradictorias, había una que lideraba los reclamos relativamente
serios y consistía en un latiguillo como mantra: "La Constitución no se
toca". Se trata, claro, de una letanía, de frase arrojada desde el sentido
común más engañoso de todos. Pero ¿qué significa que una Constitución no se
toca? ¿Qué óleo sagrado impide a un pueblo reformar cuantas veces quiera el
pacto político y social de interrelación? ¿Quién redactó el texto
constitucional? ¿Jesús, Mahoma? ¿De dónde proviene esa sacralidad conservadora
y reaccionaria que asegura que no se pueden reformar los pactos de
convivencia?
Lo curioso es que
ese mismo día estaba dando una charla en el Instituto de Revisionismo Histórico
Manuel Dorrego y para cerrar mis palabras pregunté a los presentes: ¿Quién cree
que "la Constitución
no se toca"? Para mi sorpresa, la mayoría del auditorio levantó la mano
para sostener esa consigna. Y mi extrañeza consistió en que tanto oficialistas
como opositores comparten ese sentido común de que la Constitución es un
texto sagrado. Eso es, exactamente, hegemonía cultural: lograr que toda una
sociedad crea que los intereses de una clase o un sector –de una facción, como
les gusta llamar a algunos políticos pseudo progresistas que retoman palabras
utilizadas contra Manuel Dorrego, Hipólito Yrigoyen, entre otros– son sagrados
y deben ser respetados por la totalidad de la sociedad.
Pero en qué se basa
ese "sentido común", esa "verdad sagrada", esa
intocabilidad de la
Constitución Nacional. Sencillo: en el mayor de los engaños,
en una operación política magistral por parte del Liberalismo Conservador que
nos hace creer a todos los argentinos que la Carta Magna es el
producto del consenso, el acuerdo, la puesta en común de la mayoría de los
ciudadanos. Y es una absoluta mentira. La Constitución Nacional
es el resultado de una imposición militar que un determinado sector impuso a
las mayorías. Y a través de la educación –gran aparato ideológico del Estado– y
de la prédica de políticos, juristas, intelectuales y publicistas del
liberalismo más rancio se ha impuesto como verdad absoluta que "la Constitución es un
acto de autodeterminación, un acuerdo de convivencia, un pacto entre iguales,
el cúlmine de la reconciliación entre los argentinos". La historia
demuestra que no hay nada más alejado de eso.
¿Es la Carta Magna argentina
el resultado de un proceso de consenso entre los representantes de la Nación y las provincias o
se trata en realidad de una imposición surgida de la batalla de Caseros? Los
procesos históricos nunca son lineales, impolutos y perfectos; la mayoría de
las veces se ven enturbiados por contradicciones, bajezas, errores y miserias.
En la historia de nuestra Constitución Nacional, esos elementos no podían estar
ausentes. Sin duda, la
Carta Magna de 1853 está escrita con la tinta de los
legisladores del Congreso, con la pasión de las ideas de Juan Bautista Alberdi
y con la sangre de los rosistas derrotados en la batalla de Caseros. Pero
también con el texto de la
Constitución estadounidense –en la versión de Manuel García
de la Sena,
acusada de pésima traducción por el historiador José María Rosa– que sirvió de
modelo para nuestro país. La
Constitución de la
Nación no fue el resultado de un consenso democrático pleno y
plural. Sin embargo, fue un hito fundamental en la profundización de la calidad
institucional del país.
Es hija del Acuerdo
de San Nicolás, firmado el 31 de mayo de 1852, en esa ciudad. En esa
oportunidad se reunieron Justo José de Urquiza –el vencedor de la batalla de
Caseros– y los gobernadores de 13 provincias, y determinaron que: se convocaría
a un Congreso General Constituyente para el mes de agosto de ese año para
sancionar una Constitución, que la elección de diputados se realizaría de la
misma forma en que se elegían las legislaturas provinciales, que todas las
provincias acercaban el mismo número de diputados –se desechaba la forma de
representación proporcional a la población–, que el Congreso se realizaría en
la ciudad de Santa Fe, y por último que Urquiza sería el Director Provisorio de
la
Confederación Argentina. Es decir, los constituyentes no
fueron elegidos por el sufragio libre de los ciudadanos, cosa que no ocurría muy
a menudo para ser justos.
Posteriormente, la
provincia de Buenos rechazó el Acuerdo y protagonizó la revolución del 11 de
septiembre de 1852 por la cual se separó de la Confederación Argentina.
Las principales críticas al Tratado fueron la elección de Urquiza como virtual
presidente, la elección de Santa Fe como sede y no Buenos Aires y la cuestión
de la representatividad, ya que con el sistema proporcional, la ciudad puerto
habría tenido casi el mismo número de diputados que la totalidad de las provincias.
Parte del acuerdo
comenzó a cumplirse en agosto de ese año, cuando los legisladores iniciaron los
arreglos en la ciudad de Santa Fe. Presididas por Domingo Crespo, gobernador de
la provincia anfitriona, en ausencia de Urquiza, inauguró las sesiones
oficiales el 20 de noviembre con estas palabras: "Augustos diputados de la Nación. Saludo en
vosotros a la Nación
Argentina con toda la emoción con que es capaz mi alma. El
deseo de muchos años se cumple en este día: los gobiernos del litoral descansan
hoy del peso de sus compromisos contraídos desde 1831." Lo escuchaban
atentamente todos los representantes, excepto los dos de Buenos Aires, que se
habían retirado por el conflicto de secesión. Había entre ellos, federales
doctrinarios, liberales y unitarios. Pero no había federales rosistas. Es más,
habían sido claramente marginados de la convención constituyente.
El libro Las Bases,
como se lo conoce, está formado por 36 capítulos y un proyecto de Constitución
al final de la obra. Como explica el propio Alberdi, lo escribió en abril de
1852 para que sea tomado como ejemplo por los constituyentes: "Es una obra
de acción que, aunque pensada con reposo, fue escrita velozmente para alcanzar
al tiempo en su carrera... Hay siempre una hora dada en que la palabra humana
se hace carne. Cuando ha sonado esa hora, el que propone la palabra, orador o
escritor, hace la ley. La ley no es suya en ese caso; es la obra de las cosas.
Pero esa es la ley duradera, porque es la verdadera ley."
En su texto, Alberdi
compara el derecho constitucional sudamericano con las constituciones de la
época, como la californiana, a la que pone como ejemplo de su punto de vista
constitucional. Plantea, además, una solución para la cultura política del
continente. Ni monarquía ni parlamentarismo con líderes débiles: las naciones
latinoamericanas necesitan un presidente fuerte.
La idea de Alberdi
consistía en construir una nación de 50 millones de personas, producto de la
inmigración europea atraída por las garantías que ofrecía la nueva Constitución
a la propiedad privada, la libertad de movimiento, la tolerancia religiosa y
cultural, y un reparto generoso de tierras.
Y también zanja la
cuestión federal: "Una provincia en sí es la impotencia misma, y nada hará
jamás que no sea provincial, es decir, pequeño, obscuro, miserable, provincial,
en fin, aunque la provincia se apellide Estado. Sólo es grande lo que es
nacional o federal." Por esa razón, propone lo que él llama un
"federalismo atenuado”.
La Convención encargó a una comisión integrada por Leiva,
Juan María Gutiérrez, José Benjamín Gorostiaga, Pedro Díaz Colodrero y Pedro
Ferré la redacción del proyecto de la Constitución Nacional.
El debate fue arduo y áspero y los puntos más difíciles: la relación entre
Buenos Aires y las provincias, y la separación de la Iglesia del Estado.
Finalmente, el 20 de abril de 1853 el Proyecto fue girado al Congreso
Constituyente para que, en lo que se conoce como las Diez Noches Históricas, se
debatiera, se aprobara y se sancionara la Constitución de la República Argentina.
Como usted podrá darse cuenta, estimado lector, en los próximos días, usted
podrá ir viviendo día a día de qué manera se gestó hace exactamente 160 años
nuestra Carta Magna.
¿Fue un proceso
perfecto y luminoso? ¿Sin "vencedores ni vencidos"? Evidentemente no.
La exclusión de los viejos federales rosistas y el enfrentamiento armado que se
desencadenó con Buenos Aires demuestran que las constituciones son más el
resultado de procesos políticos y militares que de Grandes Acuerdos Nacionales.
Así lo demuestran, también, las reformas de 1860, 1866 y 1880, que son hijas de
las victorias militares de Cepeda, Pavón –obtenida por el mitrismo porteño
contra las provincias– y del aplastamiento de la sublevación de Carlos Tejedor
que concluyó con la federalización por la fuerza de la ciudad de Buenos Aires.
La historia
constitucional del siglo XX fue más triste aun, ya que estuvo plagada de
autoritarismos, de imposiciones militares, de desmanejos de la Carta Magna por parte
de las dictaduras de turno. El inicio de la desventura fue la sanción de la Constitución Nacional
del 1949, cuando en pleno proceso del primer gobierno peronista una mayoría
abrumadora del pueblo votó a una asamblea constituyente para que incluyera los
derechos sociales de la niñez, la ancianidad y los trabajadores entre otros
tópicos que incluían, claro, la reelección presidencial.
Desde los aspectos
formales e incluso estructurales, esa Constitución, creada por Arturo Sampay,
fue un hito democrático aun cuando el radicalismo intentó quitarle legitimidad
no participando de las sesiones de la Constituyente. Como
se sabe, la Carta Magna
sancionada en 1949 fue abolida con decreto facto por la dictadura de Pedro
Eugenio Aramburu y, en 1957, una Constituyente que excluyó al peronismo, y que
fue deslegitimada por la ausencia de la UCR Intransigente
repuso con las reformas del artículo 14 bis, la Constitución de 1853.
Una vergüenza desde todo punto de vista jurídico y político. Para que quede
claro: la del '49, votada democráticamente por las mayorías, fue suprimida por
un golpe de Estado criminal como el de la autodenominada "Revolución
Libertadora".
Con las dictaduras
de 1966 y de 1976 no le fue demasiado bien a la Constitución Nacional.
Juan Carlos Onganía sancionó por decreto un Estatuto de la Revolución Argentina,
y Alejandro Lanusse en 1972 reformó a su antojo el sistema electoral previsto
por la
Constitución Nacional para impedir que el peronismo regresara
al poder por la vía democrática. La dictadura de Jorge Rafael Videla y los
suyos dejó sin efecto, incluso, la constitución sancionada por la dictadura
aramburista.
En los albores de la
democracia, el presidente democrático Raúl Alfonsín decidió, finalmente, poner
en funcionamiento la
Constitución Nacional reformada por la dictadura de Aramburu
y Rojas e intentó reformarla en 1987 –también quiso buscar su reelección– pero
no se lo permitió el apoyo popular que comenzó a serle esquivo desde la crisis
del Plan Primavera. Finalmente, en 1994, se produjo –después de las de 1949– la
única reforma democrática de la CN
de 1853. Se la realizó tras un contubernio radical-peronista en el que los
referentes fueron el propio Alfonsín y el por entonces presidente Carlos Menem.
La historia de
nuestra Constitución demuestra que una Carta Magna es más producto de una
imposición de una facción por otra que del consenso. Esto seguramente lo saben
Jorge Yoma, Elisa Carrió, Mauricio Macri, y se hacen los distraídos. Porque es
preferible que sean hipócritas antes que ignorantes. Es el resultado de la
voluntad de un sector de la sociedad argentina –el Liberalismo Conservador– de
someter a los vencidos a las propias reglas de juego del vencedor. Uno puede
celebrar muchas virtudes que tiene nuestra Carta Magna –que de hecho tiene
muchas–, pero no puede desconocer que es el resultado de la violencia y la
sangre de millones de argentinos que fueron sometidos en los golpes de Estado
de 1852-1955, las batallas de 1860-80 y las dictaduras militares de 1966 y
1976.
Seguramente, el kirchnerismo
no reformará la CN
en los próximos dos años. Pero a pesar de ello hay que ser conscientes de dos
cosas: 1) que quienes agitan la infalibilidad sacra y la perennidad de la Carta Magna están
defendiendo –por complicidad o ignorancia– los pilares del Liberalismo
Conservador en la Argentina;
2) Que las mayorías nos merecemos alguna vez en la historia de nuestro país una
Constitución verdaderamente democrática por su contenido y por su forma. No
comprender el contenido histórico e ideológico de nuestra Carta Magna es puro
fetichismo constitucional. O mala intención, claro.
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