Hasta el domingo 14 de abril, pocos dudaban dentro y fuera
de Venezuela de la victoria de Nicolás Maduro. Las encuestas, en su mayoría,
daban al heredero de Hugo Chávez una cómoda ventaja, si bien se advertía que
las cifras se iban cerrando. Sin embargo, muy pocos pronosticaron que al final
la diferencia apenas rebasaría los menos de 300 mil votos que le dan, conforme
al órgano electoral, el triunfo al chavismo. En otros países, se argumenta (y
es imposible el deja vu), un solo voto bastaría para acreditar el
resultado, pero en Latinoamérica, con sociedades polarizadas y a punto de
saltar sobre sí mismas, la democracia tiene vericuetos insospechados marcados
por la desconfianza que corroe las certezas provenientes de las urnas.
Legalidad y legitimidad se contraponen como términos excluyentes debido a la
extensión de las irregularidades, a la manipulación de los medios y, por tanto,
al crecimiento exponencial de la sospecha, sobre todo cuando no se trata sólo
de elegir entre dos opciones de gobierno representadas por dos candidatos sino
de la continuidad o no de un curso de acción, de una estrategia y una política
que en cierto modo son excluyentes entre sí.
En términos políticos, apuntan algunos analistas próximos al
chavismo como José Fortique (Alai), para Chávez el problema nunca fue ganar,
sino los márgenes que garantizaran la mayoría categórica evitando la
ingobernabilidad por la vía del golpismo opositor. Por eso, la pregunta clave
antes de las elecciones era ¿cuál será la brecha entre ambos candidatos? Las
urnas dieron un resultado muy problemático para el chavismo, cuyos márgenes de
maniobra se han visto reducidos cuando más los necesitaba y le dan alas a la
oposición para proceder “al desconocimiento de las instituciones legítimas
venezolanas, para avivar el sentimiento del fraude en sus seguidores (sic). Una
estrategia ensayada en varios países, bajo la tesis de la espontaneidad de
movimientos ‘ciudadanos’ que culmina en la violencia para derrocar los
gobiernos legalmente acreditados”. En los próximos días veremos si existe
alguna posibilidad de salir de la crisis sin que la violencia, bajo cualquiera
de las formas amenazantes que ya se anuncian, se apodere de la escena. Pero los
riesgos están a la vista. Como lo ha señalado en estas páginas Guillermo
Almeyra, la conspiración que está en marcha será antes que nada una acción
política, una campaña de inteligencia y desestabilización económica, de
división del aparato chavista, de inducción a una parte del mismo a congelar la
fuerza real del proceso, que es la conciencia y la participación de las masas.
Para enfrentarse a esta realidad, los dirigentes del chavismo tendrán que hacer
enormes esfuerzos a fin de eludir las provocaciones de la derecha, esa suerte
de revuelta civil que a todas luces impulsan los partidarios más radicales de
Capriles, es decir, un golpe de mano con importantes anclajes internacionales
que van de Washington al Vaticano, pasando por Madrid .Y eso, visto a la
distancia, exige privilegiar la política sobre la confrontación. Maduro no
puede, simplemente, profundizar la revolución, como se le reclama desde
posiciones izquierdistas (por ejemplo, socializar los medios de producción),
como si la situación no hubiera cambiado para nada tras la muerte de Chávez y
las elecciones del domingo (y en el supuesto de que ese fuera el objetivo del
socialismo del siglo XXI). Por el contrario, la continuidad del gran proyecto
de transformación de la sociedad venezolana depende ahora más que nunca (frente
a aduanas como la revocación del mandato) de la capacidad de poner orden en las
propias filas chavistas, tanto para racionalizar el gobierno como para mantener
los apoyos sociales que le dan sustento. Y eso exige impedir que la inflación,
la inseguridad o el desabasto, por citar algunas caras del problema, minen la
fuerza de masas que hoy por hoy sostienen a la revolución bolivariana. Y,
claro, usar con inteligencia y sentido de Estado la renta petrolera que hace de
Venezuela una tentación para los piratas del imperio.
La declaración de Diosdado Cabello, cuestionando los motivos
del electorado para votar a favor de sus opresores, ilustra uno de los grandes
males que aquejan a los mandos de la revolución bolivariana: el abandono del
realismo por el voluntarismo. La autocrítica que exige Cabello será inútil si
no pone en cuestión el subjetivismo que da por supuesto y compartible lo que
los líderes consideran justo y positivo, sin concederle a las objeciones significado
alguno. En la campaña presidencial menudearon los ataques personales, la
descalificación ad hominen, el culto religioso a la figura del líder
fallecido y el intento imposible de hacer de Maduro una especie de arcángel.
Todas esas concesiones orales, ideológicas –o como se quieran llamar– al atraso
político no deberían asimilarse al batidillo denominado socialismo del siglo
XXI, cuyos lineamientos y objetivos tendrán que precisarse en esta nueva etapa.
Al parecer, lo más importante es diseñar una estrategia que rompa con la
polarización absoluta de la sociedad, la cual puede llevar, como se ha dicho, a
la violencia o a la parálisis. Objetar de antemano toda política que no lleve al
socialismo es tanto como renunciar a construir una alternativa a partir de la
experiencia del movimiento real, ajustando errores y aprovechando las
oportunidades que el propio desarrollo ofrece. Maduro tendrá que combatir a sus
enemigos con mano firme, pero tendrá que aplicar sus reconocidas dotes de
concertador para impedir el colapso de un proyecto que ha venido a cambiar la
correlación de fuerzas en el ámbito latinoamericano. El camino es incierto y
Chávez ha muerto.
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