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domingo, 24 de marzo de 2013

PATRIA GRANDE, IMPERIO Y RE-ORGANIZACIÓN NACIONAL, por Adrián Corbella (para "Redacción Popular")






Los historiadores argentinos llaman “Organización Nacional” al período previo a la consolidación del “Régimen Oligárquico” (1880-1916), que comienza para algunos con la caída de Rosas (1852) y para otros con el triunfo de Mitre (1860). Fue una época en la que se organizó el Estado, creándose sus instituciones y organismos gubernamentales (aduanas, escuelas, ejército, policía),  sus obras de infraestructura (caminos, puentes, ferrocarriles, puertos, servicios urbanos) y el marco legal necesario para su funcionamiento. También, desde lo económico, se logró el triunfo del “Modelo Agroexportador”, o sea, el establecimiento de un vínculo neo-colonial con Inglaterra, para lo cual fue necesario además estimular el ingreso de inmigrantes, vitales para algunas actividades productivas –como la agricultura-. Estos son los logros que destacan los admiradores de este período (los liberales y sectores ideológicamente afines) omitiendo el masivo grado de violencia que acompañó el proceso.
El Estado argentino surgido luego de la Batalla de Pavón, tras el triunfo de Mitre sobre Urquiza, debió conquistar el territorio nacional palmo a palmo: intervenciones federales a las provincias concretadas por auténticos ejércitos de conquista y ocupación, que aplastaron por las armas las resistencias locales. Aquella escena en el final de la película “El último Samurai” que mostraba una carga de jinetes armados con sables, arcos y lanzas contra tropas que respondían con armas a repetición modernas, no está muy alejada de algunas realidades de esos años en Argentina (y en otras partes de la América Latina).
Quizás el caso más emblemático sea el del caudillo federal riojano Angel Vicente “Chacho” Peñaloza, combatido, vencido, capturado vivo, salvajemente acuchillado, y luego degollado, cuya cabeza se expuso durante días en la punta de una pica (todo, en nombre de la Civilización).
No se trató de casos aislados. José Luis Busaniche cita en su ya clásica Historia Argentina una denuncia que se hizo por aquellos años en el Congreso . El Senador Nicasio Oroño señalaba que durante los 8 años de gobierno de Mitre se produjeron 117 “revoluciones” (alzamientos) en las que murieron 4728 ciudadanos, cifra altísima para un país que no llegaba al millón y medio de habitantes (0,31% de la población). Si lo proyectamos a nuestros 40 millones de habitantes actuales, sería el equivalente a 124.000 muertos a causa de hechos de represión gubernamental durante ocho años.
La violencia interna contra aquellos que se oponían al modelo neocolonial del mitrismo no alcanzó para estabilizarlo. La guerra se llevó al exterior, a un país que emprendía un camino diferente como era Paraguay, y que tenía buenos vínculos con los federales argentinos. Brasileños, uruguayos y argentinos cometieron, entre 1865 y 1871 un auténtico genocidio contra el pueblo paraguayo, que perdió más de la mitad de su población y se hundió en la espiral sin fondo del subdesarrollo.
El período cierra “triunfante” en 1879-80 con otros dos grandes hechos violentos: otro genocidio, esta vez contra los pueblos originarios del Chaco y las planicies y mesetas pampeano-patagónicas, y la imposición “mannu militari” de la federalización de Buenos Aires tras una corta pero violenta guerra entre Argentina y la Provincia de Buenos Aires.
La victoria de este sistema, que reinaría sin obstáculos por tres décadas, y con dificultades por otras tres más –y del que aún no hemos salido del todo-, se completa con resguardos culturales. Domingo Faustino Sarmiento, llamado “Padre del Aula” por ser el organizador del sistema educativo argentino durante su presidencia (1868-74), fue también jefe de la represión mitrista en tiempos del asesinato del Chacho Peñaloza, Presidente en la etapa final de la Guerra del Paraguay, y fundador del Colegio Militar de la nación. Bartolomé Mitre, el presidente de las grandes masacres, será también el “primer historiador argentino”, el que fijará cómo debía interpretarse la historia argentina, y fundará el ya centenario diario “La Nación”, que se autodefine como “Tribuna de Doctrina”, o sea, custodio de la ortodoxia.
Fueron muchos los hechos que erosionaron este modelo. El primero, absolutamente externo, fue el progresivo reemplazo en la región del predominio británico por el norteamericano. La Argentina tenía una economía complementaria respecto de la inglesa, en cambio para los yanquis, que producen bienes agrícolas, éramos y somos una competencia molesta.
Los demás motivos, eminentemente internos, tienen que ver con la emergencia de fuerzas políticas o sociales que lo interpelaron: obreros socialistas o anarquistas a principios del siglo XX, la aparición y triunfo del radicalismo, la del peronismo más adelante, y la proliferación de sindicatos combativos y grupos guerrilleros (algunos de izquierda, otros peronistas) en la décadas del ’60 y ’70.
Todos los intentos de contener estos fenómenos, golpes cívico-militares, fraudes, proscripciones, censuras, fusilamientos y veleidades fascistoides como las de los generales Uriburu y Onganía, fracasaron.
El golpe del 24 de marzo de 1976 no fue un golpe más. La clase dominante argentina salió al ruedo dispuesta a volver a las fuentes: llamó a la dictadura “Proceso de Reorganización Nacional”, con lo cual manifestaba a los cuatro vientos, a todo el que supiera decodificarlo, interpretarlo, que un nuevo baño de sangre se avecinaba.  Los “excesos” en la represión, como los llamaron, no fueron iniciativa de algún oficial alucinado o pasado de copas. Fueron parte de un plan consistente y coherente tendiente a hacer “desaparecer” a todo cuadro político o intelectual que pudiera liderar o ayudar a liderar un proyecto alternativo. Por eso entre las víctimas encontramos no sólo combatientes guerrilleros sino también militantes políticos y sociales, periodistas, sacerdotes con inquietudes sociales, delegados sindicales, intelectuales y mucha otra gente que no tenía ni la más mínima idea de cómo se manejaba un arma.
El proyecto se extendió también a otras áreas, comenzando en economía un plan de desindustrialización feroz (planificado y ejecutado por el recientemente fallecido José Alfredo Martínez de Hoz), y combinando en cultura una censura férrea con el establecimiento de lazos con medios de prensa e información.
De todas maneras, las cosas no fueron tan simples como en el siglo XIX: el Proceso se agotó en sí mismo en pocos años. Necesitó recurrir continuamente a “gestas” que lo apuntalaran (el Mundial de Fútbol en 1978; la casi guerra con Chile en 1979; Malvinas en 1982) pese a lo cual el deterioro del Régimen, antes de la guerra austral, era muy visible. Nunca debemos olvidar la huelga general realizada por la CGT el 30 de marzo de 1982, dos días antes de Malvinas, que logró que miles de personas protestaran en las calles y obligó a los militares a hacer cientos de detenciones. Si el “Cordobazo” había significado el final político de Onganía, la huelga de Saúl Ubaldini había herido de muerte al de Galtieri. Malvinas, salto al vacío de un régimen desesperado, fue la frutilla de la torta.
Los militares tuvieron que irse, y el gobierno radical de Raúl Alfonsín (1983-89), con más buenas intenciones que logros, comenzó algo inédito en la historia de América Latina: el juzgamiento de los militares que durante la  dictadura habían cometido crímenes de lesa humanidad. Senda que tuvo sus baches (Punto Final, Obediencia debida, Indultos) pero que continúa hasta hoy, profundizada hacia aquellos civiles que proporcionaron cuadros administrativos y técnicos imprescindibles para el funcionamiento del gobierno del Proceso de Reorganización Nacional.
Los argentinos hemos venido discutiendo, al menos desde la ruptura entre José Gervasio Artigas y las autoridades de Buenos Aires en 1813, qué modelo de país tendremos; a veces en términos político-ideológicos, y otras apelando a la violencia..
En este siglo XXI vivimos una época de grandes cambios, un auténtico “Cambio de Época”, como dijera el presidente ecuatoriano Rafael Correa. Esperemos que esta vez, en un tiempo eminentemente político y no violento, podamos zanjar de una vez por todas esta discusión ya bicentenaria y dar vuelta definitivamente una página de nuestra historia que ha tenido tantas veces párrafos sangrientos.
Hoy más que nunca resulta claro que los argentinos tenemos sólo dos caminos: marchar junto a nuestros compatriotas de la Patria Grande, o arrastrarnos detrás del Imperio de turno.

Adrián Corbella
20 de marzo de 2013



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