Sanción de la
ley para trabajadoras de casas particulares
Limpian las
casas. Cuidan a los hijos de sus empleadores. Cocinan. Meten sus manos en el
inodoro para que brille, planchan la ropa, riegan las plantas. Se las denomina
empleadas domésticas, siervas, sirvientas, mucamas, shikse, muchachas.
Tienen un régimen especial, lejos de los derechos de los trabajadores
amparados por la ley de contrato de trabajo. Son alrededor de un millón que
tiene un grito silencioso atragantado. Vienen de las villas, de las pensiones
precarias con alquileres desmedidos, de las provincias, del conurbano.
Cabecitas negras, inmigrantes paraguayas, bolivianas o peruanas. Las que se
emplean con cama adentro en exclusividad y las que por hora distribuyen sus
energías y sus esfuerzos a varios empleadores. María Elena Walsh las describió
con precisión a las primeras, en su poema La Juana: “Cuando una es de tierra adentro/también
es de cielo afuera./Si viene pa’ Buenos Aires/un calabozo la espera/y pregunta
dónde está/el cielo de la ciudá./ Señora dueña de casa/perdone el
atrevimiento:/al pájaro en jaula de oro/le madura el sentimiento /de ponerse a
curiosear/la tierra y también el mar./ Sé que ustedes pensarán/qué pretenciosa
es la Juana,/cuando
tiene techo y pan/también quiere la ventana./Soy como soy,/miro un poquito y
después me voy.”
Cuando son muy
jovencitas aceptan o sortean con dificultad los acosos sexuales de los
adolescentes de la casa.
Las denominan
principalmente empleadas domésticas. Fue una de ellas, Casimira Rodríguez
Romero quien llegó a Ministra de Justicia de Bolivia en el gobierno de Evo
Morales, la que se rebeló contra esa expresión peyorativa afirmando que “domésticos
son los animales”. Si se desarrolla el contenido de la acepción, se
puede comprender en toda su dimensión la humillación que contiene. La empleada
es un animal que necesita ser “domesticado” es decir civilizado. Es el viejo
axioma de civilización y barbarie: la empleadora representa a la civilización
que a través de determinadas pautas culturales realiza un trabajo de
domesticación que transforma a la cabecita negra en un ser parcialmente
civilizado. Por supuesto que se pueden encontrar casos en donde a la
empleada del hogar se la trata y se la respeta como una trabajadora. Pero no es
precisamente el caso de aquellas empleadoras que le colocan un uniforme y la
envían a hacer las compras para que todos perciban que esa mujer es una
empleada “doméstica”, un animal en proceso de domesticación.
La licenciada en
filosofía Esther Díaz en su libro “Las grietas del control. Vida, vigilancia y
caos”, donde analiza los guetos urbanos creados por las políticas neoliberales
escribió: “La escena es paradisíaca. Sus protagonistas parecen ángeles
solazándose entre el verdor y las flores. Revolotean las mariposas. Gorjean los
pájaros. El espejo de agua de la piscina destella en una tarde que se arrastra
entre mansiones y arboledas. “Juguemos a las visitas”, propone una nena
dispuesta a repartir los roles, “seremos hombres, mujeres y mucamas”,
indica. La madre, recostada en la reposera, levanta la vista del catálogo que
está hojeando y aclara que “mucamas” entra en la categoría “mujeres”, es decir
hombres y mujeres es suficiente. Pero esto no se condice con el imaginario de
los pequeños niños-country. Finalmente juegan a ser hombres, mujeres y mucamas.
Una aclaración lingüística no puede revertir años y años de prácticas sociales.
Las diferencias entre los habitantes del barrio y quienes vienen de afuera para
servirlos son tan marcadas que las mucamas, en el imaginario infantil, han
perdido su condición de mujeres; son simplemente mucamas”.
El poema de María
Elena Walsh concluye: “Yo vivo en un cuadradito /de oscuridad recortada,/con un
corazón de vidrio/por donde no se ve nada./Présteme el televisor/que se ve más
y mejor.
Por esa
ventana ajena/es propio lo que una mira./Está abierto al mundo entero/aunque sea de
mentira,/y mi único balcón/es ver la televisión.”
LA HISTORIA Y LA LUCHA DE CLASES
Lo contó en
reiteradas oportunidades Ernesto Sábato. La derrota del peronismo y el triunfo
militar de la
Revolución Libertadora, lo encontró en Salta. Los anfitriones
abrieron botellas de champagne y celebraron con él entusiastamente el
derrocamiento del “tirano”. Cuando Sábato se dirigió a la cocina en busca de
más bebida, encontró a todas las empleadas llorando desconsoladamente. Una duda
atravesó su alegría. Sábato debería haber recordado en esa oportunidad, pero no
lo hizo, aquella notable frase de Cesare Pavese: “Hay momentos en la
historia que los que saben escribir no tienen nada que decir y los que tienen
algo que decir no saben escribir.” El intelectual y escritor intuía que
estaba en el lugar equivocado como en otras ocasiones le pasaría. Las empleadas
desde sus vísceras comprendían que su vida volvería a cambiar. Que ya no sería
factible que muchas de ellas se convirtieran en obreras textiles suplantando la
explotación individual y solitaria por otra en donde la explotación colectiva
tenía límites, con delegados de fábrica que las defendían de los abusos y
abogaban por sus derechos. Las que estaban ahí, como en millones de hogares
percibían que otra vez la relación de fuerza se les volvía absolutamente
desfavorable. Tres años antes se sintieron huérfanas cuando murió Evita, a
la que no había que explicarle nada en materia de pobreza, de exclusión y de
discriminación. La padeció desde que nació y nunca lo olvidó porque la llevaba
marcada en su notable sensibilidad.
Justamente lo que
le sucedió en su casa ese 26 de julio de 1952, lo narra el ensayista José Pablo
Feinmann en su libro “Peronismo. Filosofía política de una persistencia
argentina”: “En mi casa, que estaba en Belgrano R, en Echeverría y Estomba, en
diagonal a la Iglesia San
Patricio, y que fue para mí, niño de los “años privilegiados”, el hogar más
cálido que jamás haya tenido, había una joven de nombre Rosario. Rosario era lo
que se llamaba “la sirvienta”. Era muy buena. Era la cocinera. Otra
señora se encargaba de la limpieza. Bien, voy a esto: el 26 de julio de 1952 se
muere Evita. Rosario estaba en la cocina. Dan la noticia por radio. Rosario se
pone a llorar. Yo estaba jugando a no sé qué juego de la época en el
comedor. Creo que estaba armando un Mecano o asaltaba un fuerte con unos
soldaditos. Mi madre andaba por ahí. De pronto, no sé por qué alternativa del
juego, yo me largo a reír. Y se oye la voz de Rosario : “ Que no se ría.
¡Que no le falte el respeto a la señora!” Mi madre me pega un
mamporro durísimo y, en voz baja pero imperativa, dijo: “¡Callate! Salió
corriendo hacia la cocina. Me acerqué, paré la oreja y escuché el diálogo.
Rosario lloraba y a la vez decía: “Su hijo se está riendo señora. Evita se
murió y él se ríe. Se está burlando.” Mi madre, con miedo trataba de
calmarla.: “Es un chico, Rosario. Está con sus juguetes. No sabe lo que pasa”
La “patrona” tenía que darle explicaciones a la “sirvienta.” Eso era el
nuevo país.”
UN GRITO
SILENCIOSO
Limpian las
casas. Cuidan a los hijos de sus empleadores. Cocinan. Meten sus manos en el
inodoro para que brille, planchan la ropa, riegan las plantas. Las denominan
empleadas domésticas, siervas, sirvientas, mucamas, shikse (en las familias
argentinas de origen judío, expresión descalificatoria en idish).
Arrastran un
grito silencioso de muchas décadas. Pero ahora su grito es sonoro porque el
Congreso de la Nación,
después de dos años, aprobó con fuerza de ley el proyecto enviado oportunamente
por la Presidenta
de la Nación
que rápidamente había sido aprobado por unanimidad en diputados y de la misma
forma, a pesar de la dilación, ahora lo ha hecho la Cámara de Senadores.
Ahora
tendrán todos los derechos que los “republicanos y demócratas” le escamotearon
con sus “olvidos”.
Y la ley les
da la dignidad que los prejuicios y el poder le arrebataron. Lentamente irá penetrando la denominación
al lenguaje cotidiano. No son empleadas domésticas, ni sirvientas, ni
siervas. Son empleadas de casas particulares o empleadas del hogar. Algún día,
cuando esta batalla cultural haya triunfado, argentinos jóvenes preguntarán con
estupor cómo fue posible que una trabajadora pudiera haber sido denominada como
doméstica o sirvienta. Evita sostenía que donde hay una necesidad hay un
derecho. Este tardó demasiado, pero otra mujer, Cristina Fernández lo ha
impulsado. Parafraseando a Carlos Marx: “La liberación de las mujeres será obra
de las mujeres mismas”.
El peronismo, en
sus mejores versiones, como el kirchnerismo, hace muchas veces,
posible lo necesario. Encuentren ahí los sociólogos desorientados, los
adversarios impenitentes, la explicación al misterio de su perdurabilidad.
24-03-2013
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