Guillermo Cichelo es
Psicoanalista.
El odio a Cristina
I) El empleo de las palabras “tiranía”, “dictadura”,
“autoritarismo”; las comparaciones con Hitler, Mussolini, Ceausescu, referidas
al kirchnerismo y particularmente a Cristina Fernández de Kirchner, se ubican
fueran del dominio de la argumentación. No pueden ser tratadas como razones que
ameriten una refutación en el plano del análisis lógico, salvo que se subvierta
completamente la semántica, se ignore todo de los acontecimientos políticos del
siglo XX o no se guarde registro alguno del lapso comprendido en Argentina
entre los años 1976 y 1983.
Si imagináramos que un observador de otra tierra –impuesto
de los cargos tan vehementes que se le formulan a la presidenta-, preguntara
entonces dónde están los periodistas muertos por publicar informaciones y
opiniones adversas al gobierno, cuántos medios de comunicación fueron
clausurados, en qué fecha se cerró el Congreso o cuántos fueron los vetos presidenciales
a leyes de una legislatura intimidada, de qué magnitud es la represión como
medio de acallar la protesta social, dónde se encuentran los testimonios de
dirigentes opositores perseguidos, dónde las cárceles clandestinas, cuántas
veces se llevó adelante el fraude eleccionario o se removió sin proceso a
jueces -en fin, aquellos elementos que conforman una tiranía-, la calidad de
las respuestas le impediría a ese observador comprender o llegaría a dudar del
curioso sentido que adquirieron tales palabras en esta zona del planeta.
El fenómeno eminentemente afectivo (la ira y el miedo se
destacan) que propagó la instalación de tales referencias en los dominantes
medios de comunicación –y en sus cajas de resonancia: los partidos de oposición
y grandes sectores de las capas medias-, amerita detenerse a pensar las
verdaderas causas de tanta irritación.
Para ese sector –no importa si es una creencia o una
impostura-, este gobierno es autoritario en el ejercicio del poder estatal y
considera amenazante y peligrosa las acciones en que ese poder se manifiesta.
Tratemos de aislar algunos núcleos temáticos que despiertan la temerosa cólera.
Creo ver dos: uno es la restricción a la libertad; el otro, la sensación de
estar frente a un poder ciego a cualquier restricción.
Ahora bien, si uno pudiera interrogar a este conjunto de
“indignados” y lo hiciera con prolijidad y paciencia -apartando la enorme carga
afectiva de las respuestas- qué decisiones del Poder Ejecutivo han ido causando
este humor devenido en furia, podría armar una lista que comprende, por
ejemplo: la regulación oficial al atesoramiento de moneda extranjera, la
mediación estatal que busca establecer un régimen de importaciones que
equilibre la balanza comercial y favorezca al mercado interno, el uso de la
cadena nacional para difundir las acciones de gobierno, la intervención del
Banco Central orientando en una mínima medida el crédito de la banca privada,
la investigación de la Administración Federal de Ingresos Públicos sobre
el origen del dinero declarado en grandes operaciones o la obligación impuesta
a las empresas trasnacionales a liquidar en el país sus utilidades, la
iniciativa estatal que busca acentuar la carga impositiva a ciertos actores
sociales –vg., la renta financiera o la agraria exportable-, la decisión de
poner en funciones a directores públicos en las 41 empresas privadas en las que
el Estado posee caudal accionario, la resolución de intervenir en el mercado de
medios audiovisuales para evitar posiciones monopólicas, la rescisión de contratos
incumplidos a empresas privadas de servicios públicos, el impulso en la
investigación y castigo penal de los delitos de lesa humanidad cometidos
durante la última dictadura cívico-militar, las medidas tendientes a distribuir
la riqueza (desde la asignación universal por hijo hasta la implementación de
planes de vivienda para los sectores populares).La lista podría ser más extensa
y precisa, pero el hilo que enlaza todas estas acciones se advierte
nítidamente.
Mediante estas iniciativas, el Estado –como representante
del interés público- interviene pugnando por regular dentro de ciertos límites
la acción de los mayores actores económicos del país. La traducción de estas
acciones estatales que encuentra la gran prensa privada –vehículo de tales
intereses- es: “intromisión”, “apriete”, “presión”, “cercenamiento de la
libertad”, etc. de Cristina Fernández (siempre se la menciona a título
personal, casi nunca se designa el lugar institucional desde el que decide),
con los predicados “autoritaria”, “dictatorial”, etc.
II) Ernst Jentsch fue un psiquiatra alemán del siglo pasado
que estudió el sentimiento de lo siniestro (Freud lo cita a menudo en su obra
homónima); destacó como uno de los casos en que este sentimiento se expresaba
la duda acerca de que “un objeto sin vida esté en alguna forma animado”,
aduciendo con tal fin, la impresión que despiertan las figuras de cera, las
muñecas «sabias» y los autómatas. En esos casos, lo siniestramente amenazante
consiste en el solo hecho de que aquello a lo que no se le atribuye vida, de
pronto mueva un dedo, guiñe un ojo, suspire. No hace falta que empuñe un arma o
lance un golpe. Lo siniestro es el sentimiento que despierta la refutación de
la atribución simbólica: eso no debe tener vida; la tiene.
Creo que algo de este orden puede estar pasando en el
desborde pasional, en la grotesca ira -siempre asentada sobre una expectativa
de pánico-, que despiertan las intervenciones de Cristina Fernández. No creo
que haya que buscar en sus enunciados las causas del odio o el desmesurado
sentimiento de estar frente a un poder ominoso (hubo que forzar hasta el
ridículo el famoso “ténganle miedo a Dios y a mí”). La causa de tal reacción,
reitero, no son los enunciados presidenciales –por lo demás, proferidos con una
firmeza y entramados en una sólida construcción argumental que hace difícil
rebatirlos en el plano de la lógica de sus razones-, sino el sólo hecho de
enunciar desde un lugar distinto.
Porque el kirchnerismo rompió un pacto implícito, sólido,
añoso (me pregunto si eso no es la célebre soberbia kirchnerista), que
establecía que la administración del Estado es la administración de los
negocios de la clase dominante y la difusión de su aparato ideológico por todos
los dispositivos institucionales. Ese pacto implicaba que las decisiones
públicas no eran sino el resguardo y el predominio de tales intereses y que las
distintas carteras del Estado fueran ocupadas por representantes de esa clase (la Unión Industrial
en Economía, los grandes laboratorios en Salud, el poder financiero en el Banco
Central o “negociando” la deuda externa, la Sociedad Rural en
Agricultura, el principal grupo mediático en la Jefatura de Gabinete,
etc.).Quebrar ese pacto implícito siempre desató en la historia argentina
enormes consecuencias.
De modo que no es en el análisis de los enunciados de
Cristina Fernández, en su tono pretendidamente altivo o petulante o en su
manera de vestir, donde deben buscarse las causas de la ira que despierta, sino
en el simple hecho de que enuncia desde un lugar que la tradición política no
consagra a los presidentes. Desde la perspectiva de dicha tradición –que
establece rígidamente en formas institucionales el predominio de determinadas
relaciones sociales de fuerza-, Cristina Fernández refuta la atribución
simbólica que durante años le asignó al Estado la función de guardián de los
posesiones de la clase dominante; al alcanzar cierto grado de autonomía de
tales intereses, el kirchnerismo fue, de modo creciente, asumiendo la
comandancia de un Estado que cobró “vida propia”. Eso es siniestro.
Quizás sea un elemento que ayude a explicar el miedo y la
ira y la total trasgresión del sentido que hoy asumen en ciertos sectores
sociales las palabras “tiranía”, “dictadura”, “autoritarismo”.
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