Las calificadoras de riesgo son empresas que sigue operando
en el mercado pese a protagonizar fiascos estruendosos. Pueden hacerlo porque
son funcionales al mantenimiento de la hegemonía de las finanzas globales. Si
no fuera porque su institucionalidad es preservada por el poder económico, sus
reportes y notas a bonos de deuda de empresas y de países serían el hazmerreír
por falta de rigurosidad técnica y disparates analíticos. Líderes políticos de
potencias reunidos en el G-20 son cómplices del fraude de las calificadoras al
no animarse a borrarlas del escenario de la estructura financiera
internacional. Y no lo hacen pese a que esas compañías boicotean cada rescate
de economía en crisis, paquetes financieros negociados con mucha dificultad que
al otro día de anunciados son recibidos por esas agencias con una rebaja en la
calificación de la deuda de esos países. Quien aplicó precisión quirúrgica para
observar la tarea de las calificadoras fue el Premio Nobel de Economía Paul
Krugman. En una columna publicada en The New York Times, el 21 de abril de
2010, afirmó que para muchos puede ser “reconfortante pretender que la crisis
financiera fue causada solamente por errores honestos. Pero no fue así. Fue, en
gran parte, el resultado de un sistema corrupto. Y las calificadoras de riesgo
fueron una gran parte de esa corrupción”.
En el proyecto de reforma del mercado de capitales
presentado hace pocos días, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner se
animó a proponer la regulación del accionar de las calificadoras. El negocio de
esas empresas opera en un oligopolio en manos de Moody’s, Fitch y Standard and
Poor’s. La iniciativa jerarquiza el rol de la Comisión Nacional
de Valores en el mercado de capitales, y en ese tema en particular queda
facultada a autorizar nuevas entidades de calificación, además de asumir la
tarea del seguimiento de su funcionamiento y de aplicar sanciones a esas
firmas. El objetivo es abrir el mercado para que universidades, colegios
profesionales y consultoras estén en condiciones de participar en el trabajo de
evaluación de riesgos de títulos de deuda pública y privada. Notas, con sus
respectivos informes, que serían de libre acceso para los inversores.
Investigaciones de comités especiales del Senado de Estados
Unidos, de la Securities
and Exchange Commision (SEC, ente de regulación del mercado de capitales
estadounidense) y una reciente del Banco Central Europeo cuestionan en duros
términos a las calificadoras de riesgo.
El documento Summary report of issues identified in the
comisión staff’s examinations of select credit rating agencies de la SEC data de 2010 y estuvo
motivado por el comportamiento de esas agencias en la crisis generada por los
créditos hipotecarios subprime. El saldo de esa evaluación es lapidario
respecto de la consistencia, rigurosidad y profesionalidad para definir las
notas en el ranking de riesgo crediticio. Describe con meticulosidad la poca
seriedad del trabajo de las calificadoras, desde aspectos significativos del
proceso de evaluación que no están publicados hasta la identificación de
conflictos de intereses entre su cuerpo gerencial con las empresas y bancos a
examinar.
La labor de la
Comisión de Investigación sobre la crisis financiera (FCIC,
por sus siglas en inglés), creada por el gobierno de Estados Unidos y el
Senado, también expuso el fraude de las calificadoras de riesgo. En una de sus
sesiones, tres ex analistas de Moody’s admitieron haber sido presionados por
las máximas autoridades de la firma para mejorar la nota de ciertos productos
financieros en beneficio de sus emisores, que son los que pagaban por los
servicios. La evaluación de la
Comisión ofreció un dato demoledor para las calificadoras:
más de 9000 títulos de deuda con garantía de las hipotecas subprime que
recibieron la máxima calificación AAA por parte de las tres más grandes firmas
terminaron degradados a la categoría de basura.
Las calificadoras comenzaron como firmas investigadoras de
mercado para que los inversores estudiaran la posibilidad de comprar bonos de
deuda de empresas. La tarea se transformó y empezaron a ser contratadas por
firmas y bancos para recibir el sello de aprobación. Esa nota pasó a ocupar un
papel central en el sistema financiero global, especialmente para los grandes
fondos de inversión institucionales, como los de pensiones, que comprarían los
bonos de empresas si y sólo si recibieran la codiciada calificación AAA. Esta
condición precipitó un enorme conflicto de interés. Bancos y empresas que
colocaban deuda podían elegir entre las principales calificadoras para obtener
la triple A. Entonces, las agencias aceptaban las condiciones del emisor para
incrementar su propia facturación, relajando las normas de evaluación. Así
concedieron riesgo casi nulo, por ejemplo, a bonos de activos hipotecarios
subprime o a la deuda de Grecia, Irlanda o España.
El conflicto de intereses de empresas y bancos que
contrataban a las calificadoras de sus propios títulos de deuda también fue
observado en un reciente documento del Banco Central Europeo. El working papers
N0 1484/october 2012 Bank ratings: what determines their
quality? destaca que las calificadoras otorgaron notas “más positivas a los
grandes bancos con más probabilidades de proporcionar negocios adicionales”. A
esa conclusión arribaron luego de estudiar una muestra de casi 40.000 casos de
calificaciones a bancos de Estados Unidos y Europa en más de veinte años
realizadas por Moody’s, Fitch y Standard and Poor’s. El sesgo al “error” no es
explicado por deficiencias en la metodología de evaluación de riesgos, sino en
el conflicto de intereses entre la calificadora y los grandes bancos, que por tamaño
y poder económico definía una mejor nota. El informe avanza sobre el fraude
analítico de las calificadoras y apunta sobre sus consecuencias en la
competencia interbancaria. La mejor calificación fruto de ese conflicto de
intereses terminó distorsionando los costos de financiamiento de los bancos
grandes, a su favor, facilitando la concentración del mercado. Terminó
reforzándose así la trampa regulatoria en que caen las bancas centrales al
enfrentarse con el postulado “bancos demasiado grandes para dejarlos quebrar”.
La investigación del Banco Central Europeo sugiere que “a la
luz de las deficiencias en el actual proceso de calificación, el sector público
debe fomentar fuentes alternativas de información de calificación crediticia”.
Señala la existencia de estudios académicos que muestran que se pueden producir
informes de evaluación crediticia igual o mejores a los de las calificadoras
“casi sin ningún costo, utilizando sólo la información que es pública”. La
recomendación final es “crear un entorno de información completamente nueva
para el análisis del crédito, con una mejor información pública, que sería la
mejor estrategia para reducir el poder y la influencia exorbitante de agencias
de calificación en el actual sistema financiero”.
Es lo que mismo que promueve la reforma del mercado de
capitales argentinos, sólo que aquí se avanza en un proyecto de ley para
alterar el perverso funcionamiento de las calificadoras de riesgo mientras que
en Estados Unidos y Europa sólo se quedan en el diagnóstico de la queja.
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