Si alguien que apoyó la dictadura dice que este gobierno es
peor que la dictadura, la afirmación tiene lógica desde ese punto de vista
porque es evidente que se siente incómodo con los mandatos de la democracia. Si
además, el personaje que hace esa afirmación es Bartolomé Mitre, dueño del
diario La Nación,
en realidad no se trata de ninguna novedad. Ese diario apoyó la dictadura, y su
plana mayor hasta se ofendió cuando Jacobo Timerman recibió el premio Moors
Cabot. El ex director de La
Opinión había sido secuestrado por una patota del Ejército,
torturado, y tras varios meses en prisión, finalmente había sido liberado
gracias a la presión internacional.
En la protesta que Bartolomé Mitre envió a la Universidad de Columbia
por la entrega de esa distinción a Timerman, expresaba que esa casa de estudios
había sido “sorprendida en su buena fe por los agentes de una operación
internacional en la que el señor Timerman juega un papel sobresaliente”. La
operación internacional eran las denuncias que ya había contra el gobierno
militar por las violaciones a los derechos humanos. En esa oportunidad, la Universidad de
Columbia recibió esquelas similares de Ernestina Herrera de Noble (dueña de
Clarín), Máximo Gainza Paz (dueño de La Prensa) y Diana J. de Massot (dueña de La Nueva Provincia,
de Bahía Blanca).
En Argentina no hay muchos que puedan dar cátedra de
democracia y ciertamente los que enviaron esas notas tienen poca autoridad para
hacerlo. En sus declaraciones al semanario brasileño Veja, Bartolomé Mitre
denunció esta semana ataques a la libertad de prensa en Argentina y dijo que el
gobierno de Cristina Kirchner es “peor que el de Perón y que la dictadura”. En
sus palabras hay una defensa de la democracia al viejo estilo: “Vivimos la
dictadura de los votos, que es la peor de todas”, afirmó. Y un párrafo más
adelante, cuando le preguntan por la cultura del pueblo argentino, respondió:
“Ya no existe más aquella Argentina culta. Hay una elite que piensa de una
manera, y una clase baja que no se informa, no escucha y sigue a la Presidenta. Cuanto
menos cultura, más votos recibe Cristina”.
Es un lugar común y un acto fallido: votos de la mayoría
versus ilustración de una elite. No hay nada menos democrático. Pero al menos
da una idea de cómo se pensaba en la vieja Argentina, ante la falta de votos,
al momento de golpear las puertas de los cuarteles para reclamar un golpe
militar “en defensa de la democracia”.
Esa idea de democracia restringida y voto calificado fue
típica de la república oligárquica predemocrática de la Argentina del siglo XIX
y se mantiene con algunos cambios cosméticos en el pensamiento conservador. Son
también fórmulas que se han empezado a escuchar en la actualidad cuando se
contrapone a la República
con la democracia. Y se subestima el valor de las elecciones con frases como “a
Hitler lo votó el 80 por ciento de los alemanes”, un latiguillo que ha sido muy
repetido por invitados a programas periodísticos o por algunos caceroleros.
Esta cadena de sentidos que se trata de instalar desde los medios hegemónicos
es básicamente antidemocrática, porque el principal sustento de una democracia,
aunque no el único, es el gobierno de la mayoría.
El pensamiento conservador está bien representado por las
declaraciones del descendiente del primer Mitre. Los argumentos que utiliza no
son nuevos, por el contrario, son los mismos que se usaron contra los gobiernos
populares de Yrigoyen y Perón. Y como les resultaba imposible derrotarlos en
elecciones democráticas, esos mismos argumentos fueron usados para iniciar el
ciclo de golpes militares en una falsa defensa de la democracia. En los ’90
lograron por primera vez mayorías electorales genuinas sobre la base de una
combinación de golpes de mercado y la hegemonía cultural impuesta por los
grandes medios. El pensamiento conservador no cuestionó el nivel cultural de
esas mayorías que votaban políticas que las empobrecían y marginaban. Según
esta teoría interesada, las mayorías se convierten en ignorantes justamente
cuando respaldan políticas que las benefician. Y por lo tanto son votos que van
en contra de la democracia. O sea, y aunque parezca mentira, para ellos la
“dictadura de los votos” es cuando las mayorías impulsan políticas que las
favorecen. Si las mayorías que ganan elecciones impulsaran políticas en
detrimento propio, pero que favorecieran a las minorías, eso calificaría como
democracia republicana.
Para la oposición más seria, resulta peligroso sumarse a
estas afirmaciones, que en conjunto forman una campaña que busca deslegitimar
al Gobierno. En el caso de conservadores y neoliberales, se trata de demostrar
que la única forma de democracia es la que ellos representan, o sea un gobierno
de minorías, respaldado por mayorías subordinadas. El peligro para el resto de
la oposición es que mañana les pueden aplicar a ellos la misma jugarreta.
Pero el intento de deslegitimar el Gobierno va más allá de
un planteo político. Aquí los grandes medios están hablando en función de sus
intereses como empresas frente a la intervención del interés público a través
de una ley antimonopólica en el ámbito de la información. La empresa del diario
La Nación no
tendrá que desinvertir cuando entre en vigencia la Ley de Servicios de
Comunicación Audiovisual, pero las declaraciones de Mitre demuestran que la
sola intervención del Estado como regulador saca de las casillas a este grupo
de empresas acostumbradas a hacer y deshacer con total impunidad.
El carácter de la información como bien público, pero que
circula como mercancía a través de empresas privadas, le otorga una situación
ambigua. Para las grandes empresas, la información es sólo mercancía y parte de
su patrimonio. Pero para la sociedad se trata de una necesidad básica para su
sobrevivencia. Esto, sin contar la formidable acumulación de poder que implica
tener el monopolio de la información, lo cual duplica o triplica el poder
económico de cualquier corporación.
Esa doble característica se contradice tanto con el
monopolio estatal de la información como con el monopolio privado. La fórmula
que plantea la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual preserva el
área de las empresas privadas, pero con dispositivos antimonopólicos, y plantea
también las áreas de la información pública y de los medios sociales, regulados
por organismos democráticos autónomos integrados por representantes del
oficialismo y la oposición.
La campaña para deslegitimar al Gobierno es una manera
también de deslegitimar sus medidas. Las acciones de un gobierno no democrático
pueden ser legítimamente cuestionadas en el futuro, cuando cambien las
circunstancias. Entonces, para los grandes medios, la insistencia en la
dictadura de los votos, en que Hitler fue elegido en forma democrática, que los
principios de la República
son avasallados, que no se respeta a las minorías, o que se trata del peor de
los populismos autoritarios, es una forma de darse una carta para el futuro. Lo
mismo sucedió después de los primeros gobiernos peronistas, cuando con esos
argumentos se derrumbaron importantes logros sociales y económicos democráticos.
Las actitudes turbias de algunos jueces relacionados con el
proceso de desmonopolización del Grupo Clarín, en el fuero Civil y Comercial y
en la Magistratura,
dan una idea de la poderosa maquinaria legal e ilegal que se puede poner en
funcionamiento para entorpecer la aplicación de la ley y lo extremadamente
vulnerables que son los dispositivos institucionales frente a los grandes
grupos económicos.
Martín Sabbatella informó esta semana sobre los grupos
mediáticos que deberán desinvertir a partir del 7 de diciembre. El único que ya
adelantó que no acatará la ley fue el Grupo Clarín. Los antecedentes del
titular de la Afsca
en la lucha contra la corrupción son una garantía de su desempeño en esa puja,
en la que es importante que la oposición también tenga un papel activo. Pero
para preservar la transparencia y ecuanimidad del proceso y no para
obstaculizarlo, como han hecho hasta ahora algunos de sus miembros. La
oposición está en una encrucijada ética. Tanto el Frente Amplio Progresista
como el radicalismo tuvieron posición dividida, con miembros a favor y en
contra de la ley de medios. En el radicalismo son mayoría los que estuvieron en
contra y en el FAP es al revés. Sin embargo, la tarea de legislar ya fue
realizada, por lo que ahora sólo se trata de hacer cumplir una ley que fue
aprobada en forma democrática. Incluso los que votaron en contra deben
garantizar que se cumpla la ley. El verdadero compromiso con la democracia se
pone a prueba en esas situaciones. De lo contrario, se convertirán en cómplices
de la preeminencia de grupos de poder económico por sobre las instituciones de
la democracia.
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