Es probable que la semana pasada se haya cruzado un límite
periodísticamente terminante, por decirlo de algún modo y por si quedaba alguna
duda, en torno de hasta dónde puede llegarse en materia de operaciones de
prensa.
Los interrogantes subsistentes remiten a la verdadera
capacidad de penetración social –y efectividad política– de los embustes
circulantes. ¿Estamos ante una ofensiva reaccionaria, o golpista sin más ni
más, que puede poner en peligro real la estabilidad o futuro del Gobierno? ¿O
es sólo una percepción de franjas de clase media que pueden o necesitan creerse
un clima de podredumbre sin empatía, además, con quienes se expresan como
posibilidad de cambio? ¿Hay de las dos cosas? Si se admitiera que la gestión
oficial tiene rasgos o totalidad de encerrada en sí misma, ¿no es también
aceptable que hay un planeta opositor, gobernado por una corporación mediática
enceguecida de tirria, capaz de reputarse como autoridad moral suprema y
dispuesta a mostrar una realidad de corrupción gubernativa, y total, como la
única existente? Este último párrafo podría ser un punto acertado para empezar
a meterse en algunas consideraciones –digamos– objetivas. Demos por cierto que
el aparato comunicacional del kirchnerismo incurre en excesos panfletarios. Que
hay discriminación en el reparto de la pauta publicitaria oficial. Y que, en
efecto y visto desde una perspectiva socialdemócrata europea, los medios
denominados “públicos” son mucho más proclives al kirchnerismo que
asépticamente estatales. Y otro tanto, reconozcamos, acerca de los medios
paraoficialistas que son manejados por empresarios afines al Gobierno. La
propuesta analítica es dejar de lado que todo eso impone salvedades, del tipo
de si acaso un gobierno, respaldado en las urnas por amplia mayoría, no tiene
derecho a exponer y defenderse mediáticamente. ¿El poder económico puede hacer
alegremente lo que le plazca con los medios de comunicación que domina, y un
gobierno –éste, cualquiera– debe sentarse a contemplar que lo vituperen sin
asco? ¿En dónde se supone que funciona así? ¿Eso es lo que vendría a ser el
respeto por las instituciones (es decir, las instituciones que deben funcionar
de la manera que satisfaga al poder establecido)? Cuando Obama sale con tapones
de punta a cuestionar a la Fox,
¿se les ocurre hablar de ataque a la libertad de prensa? Tampoco hagamos el descargo
de que, si es por actuar o intentar imagen de pluralismo, los medios
oficialistas vienen mostrándose más activos que los opositores. En los primeros
suelen dar la lista de los adversarios ideológicos que invitan y rechazan el
convite; algunos tuvieron el gesto de enviar móviles a las manifestaciones
opositoras y hay programas de televisión y radio en los que no se ahorran
críticas negativas sobre la marcha gubernamental. En los segundos, no hay
siquiera un solo gesto de convocatoria más o menos disimuladora-democrática. La
aplastante secuencia de pantalla, micrófono y centimetraje de que disponen
Elisa Carrió, Hermes Binner, José Manuel de la Sota, todo radical que ve luz y sube, o
cualquiera de esos economistas liberales que siguen invictos en pasar papelones
hace años y años, pareciera que fuese representativa de un porcentaje de votos
abrumador y no de la pobreza que testimonian sus números electorales. O de la
miseria extrema de sus aspiraciones a convertirse en reparadora promesa
nacional.
Pero volvamos, y hagamos de cuenta de que nada de todo eso
es estimable. Simplemente, preguntémonos si es sensato que –de acuerdo con la
estipulación mediática– no haya otra cosa que una banda gubernamental de
ladrones; que la imposibilidad de salir a la calle sin riesgo de muerte por
delito urbano está certificada; que hay un asesinato por minuto, que se viene
el helicóptero, que el dólar no para nunca más, que el campo está a la miseria,
que matan a los indios, que mandan una Gestapo impositiva a perseguir a animadores
periodísticos, que estamos bailando en la cubierta del Titanic, que ya no se
puede ni hablar en familia. ¿De veras que alguien racionaliza que ése es el
mundo argentino? No se niega que cierta gente sienta auténticamente eso, por
variadas razones que no sería menester analizar ahora y en las que confluyen
antropología social, resentimientos personales y, siempre y para rematar,
prepotencia comunicacional que sabe anclar por ahí, estimulando bajos
instintos. Pero de sentir a sufrir hay una gran diferencia. La misma que rige
entre indignarse porque me cuentan que debo hacerlo y la que me obliga a
hacerlo aunque en el fondo no sufra lo que me cuentan. En estos días hay un
ejemplo fornido. Se cerraron satisfactoriamente las paritarias de los gremios
más abarcativos. Bancarios, metalúrgicos, construcción, etcétera. Apenas resta
convenir con los camioneros (además de docentes y profesionales de la salud
bonaerenses). Estas paritarias promediaron aumentos salariales del 24 por
ciento: un número que da la razón a quienes cuestionan las poco menos que
ridículas cifras de inflación del Indek. Entre esos convenios colectivos que
acordaron por encima de lo que el Gobierno supuestamente no quería (más del 20
por ciento de reajuste anual), están los porteros. Arreglaron un 32 por ciento
y a 18 meses. ¿Qué titularon el viernes, a cabeza de portada? Que suben un 20
por ciento las expensas. Ya lo dijo un graffiti allá por el 2001: nos están
meando y Clarín dice que llueve. Sin perjuicio de su higiene técnica (las expensas
aumentarán en ese por ciento, seguramente), el título tiene de todo menos
neutralidad. Le apunta a (una parte de) esa clase media/mierda que milita de la
boca para afuera en la sensación de que se pudre todo. ¿Vamos a seguir
llamándole a eso “periodismo independiente”?
El desafío renovado se produce al cruzar el límite citado al
comienzo de estas líneas. Se lanzó desde un editorialismo dominical que el
Gobierno pensaba intervenir al Grupo Clarín, sin sustancia documental de
ninguna índole. Se motorizó lo que no llegaba ni al nivel de indicio
lejanamente probable. Se creó una temperatura de independentismo periodístico
al horno. Se esparció un invento, en definitiva, para advertir sobre aprietes
dictatoriales. El alcalde porteño urgió a un decreto de necesidad y urgencia,
para amparar a la libertad de periodística. Hasta Gabriela Michetti admitió que
esa actitud de “Mauricio” es para favorecer a Clarín. Hasta Félix Loñ, un
constitucionalista liberal de cita acostumbrada en los medios opositores,
sugirió que la médula jurídica de la movida macrista –a la que se sumó De la Sota– era insostenible.
Putean a la Presidenta
en cadena nacional; promociones y piezas ¿artísticas? del canal televisivo
opositor propagandizan el símbolo del dedo en el culo y, en medio y al cabo de
tantísimo más, salen a decir que está en grave peligro la libertad de prensa.
Por lo que más quiera cada quien, expliquen de alguna forma qué clase de
autoritarismo es éste. Y, mientras tanto, sígase la lógica estricta de la
secuencia, con permiso de una muy ligera –y vigente, gracias a la definición de
campeones y descensos en los torneos de fútbol locales– alegoría deportiva. El
equipo que se sabe en riesgo o desventaja por la superioridad del rival divulga
que el árbitro habrá de bombearlo. No es un equipo de segunda división. Es uno
que aporta en las ligas mayores y consigue que se instale la presunción de
sospecha; e inclusive dictaminan un reglamento propio, para contornear que el
referí debe adaptarse a ese estatuto. Pero la argumentación es tan endeble, tan
increíble que, de a poco y sostenidamente, van retirándose de sostenerla porque
ya cumplieron el único objetivo de ejercer coacción. La fuente periodística que
inventó la intervención a Clarín terminó, ayer, señalando que la jefa de Estado
retrancó a último momento, cuando ya estaba decidido echar a algunos, dejar en
su puesto de trabajo a la mayoría de los periodistas y otorgarles un aumento
generalizado de sus sueldos. No. Ya basta. Es demasiado. Está el déjà vu de
haber dicho esto algunas o varias veces. No importa.
Según la revalidada interpretación personal, hay la
ratificación de que este Gobierno jodió mucho más a los símbolos de sectores
medios y corporativos que a sus privilegios económicos (aunque éstos tienen un
rol sí preponderante en el caso del Grupo Clarín). Que eso implica no soportar
desde la
Asignación Universal por Hijo hasta el fútbol televizadamente
colectivizado; desde la estatización de las AFJP, que despertaban fantasías de
exclusividad a costa de los jubilados, hasta los planes asistencialistas en
favor de quienes son los jodidos de siempre. Que esa clase de indignados y que
el grupo mencionado, a falta de referentes candidateables en listas
electorales, encontraron un manosantismo tan bardero como efectivo, profundamente
antipolítico en su acepción de que son todos la misma mierda salvo “nosotros”.
Que esa gente, sin embargo, no sabe explicar ni ejecutar cómo traducir su
cólera a votos, ni a movilización conductora. Que el terreno en disputa es,
entonces, una/esa porción de la clase media que no sabe para dónde encaminarse
hasta el punto de que, en 2011 y tras las enormes expectativas despertadas por
su “triunfo” cuando la 125, acabaron por votar a Cristina.
La conclusión sería que lo que pasa por la tele no es lo único
que pasa. Periodística o semánticamente no es recomendable definir un concepto
en función de su opuesto. Pero bueno. A veces no queda otra. La oposición se
define a sí misma a partir de la negativa. Y eso no es una oposición. Es una
queja y nada más.
Publicado en:
No hay comentarios:
Publicar un comentario