En forma esporádica pero recurrente la corrupción pasa a
convertirse en la columna principal del relato crítico al Gobierno. Es un
discurso que no llega a impactar contra los argumentos de los que lo apoyan,
porque éstos se sostienen en otros temas, como los derechos humanos, las
políticas sociales o la integración regional y varios más. En esas situaciones,
los argumentos en contra y a favor no se cruzan y por lo tanto no dialogan ni
se convencen.
El discurso antagonista salva esa distancia explicando que
lo único que le interesa a este gobierno es robar y que todo lo demás es
relato, cosmética, mentira. Pero los que apoyan son protagonistas de muchas de
las medidas del Gobierno, desde comerciantes que estaban antes al borde de la
quiebra, jubilados que habían sido desplazados por las AFJP y luego
incorporados a la jubilación estatal, desocupados que consiguieron trabajo e
incluso los que han visto juzgar y condenar a los represores de la dictadura o
miembros de minorías de género u opción sexual. Para ellos cada una o alguna de
esas medidas han sido muy concretas, les han cambiado la vida.
Se genera así un efecto de espejo. Si esas medidas de
gobierno no son mentiras –el negocio está bien, tengo trabajo, tengo
jubilación, los represores están presos–, entonces lo que sí son mentiras son
las cosas que los críticos dicen que son verdad. Si se busca sensibilizar a
partir de las denuncias de corrupción como único argumento, este discurso
termina por generar descreimiento en un gran sector. No es que se consienta la
corrupción, sino que no se cree en el torrente de denuncias que se difunde.
La poderosa intervención de los grandes medios afecta esa
lógica en alguna medida y puede hacer daño por su efecto masivo y repetitivo.
Pero los medios no necesitan probar una denuncia ante la Justicia para hacerla
creíble. Daría la impresión de que les resultaría mucho más difícil si tomaran
como eje para sus críticas a las políticas sociales del Gobierno, las de
derechos humanos, de integración regional u otras, en vez de elegir la
corrupción como eje. Cada vez que el discurso opositor derivó hacia alguno de
esos temas puso al desnudo argumentos mezquinos, de baja calidad democrática y
en general representativos de pequeños sectores. Cada vez que se dio, ese
debate favoreció al Gobierno.
La elección de la denuncia de la corrupción es una decisión
política, pero además tiene que ver con la calidad de la denuncia y los
mecanismos de convencimiento que tienen los medios. En los otros terrenos el
efecto de los grandes medios tiene menos penetración porque se trata de
políticas masivas que tienen consecuencias masivas y verificables de manera
individual. Cada quien puede conocer algún resultado de las políticas de
inclusión, de distribución del ingreso o de ampliación de derechos. En esos
casos, la realidad virtual puede ser confrontada con una realidad concreta y
pierde fuerza, pasa a ser parte de una escenografía.
En cambio, la realidad virtual puede prevalecer en temas que
son amenazantes o lesivos para un grupo social –lo cual lo predispone– y cuya
existencia real o su escala no puede ser comprobada ni por cada persona ni por
ese grupo sin la intermediación mediática. A diferencia de las políticas
masivas, un acto de corrupción no puede ser conocido si no es a través de los
medios. Pero si hay una decisión política tan enfática, porque en otros temas
tiene menos ventaja, lo que puede aparecer, más que la comprobación de un acto
de corrupción, es una construcción mediática, algo que está forzado, que está
construido como si fuera la realidad, sin serlo. Así, un lenguaje mediático que
sirve para interpretar y representar la realidad se utiliza esta vez para
recrearla por la necesidad de explotar al máximo una temática. Y de esta manera
la construcción mediática se transforma en operación política.
Antes del actual intento mediático de vincular a Néstor
Kirchner con actos de corrupción a través del empresario Lázaro Báez se
escribieron toneladas de papel sobre un supuesto acto de corrupción del
vicepresidente Amado Boudou con relación a la empresa Ciccone Calcográfica. Si
alguien cometió un delito de corrupción tiene que ser castigado por la Justicia. No se trata
aquí de plantear la inocencia de Boudou ni de nadie. De lo que se trata es que
la campaña periodística nunca pudo demostrar su culpabilidad y que la elección
del vicepresidente para realizar esa campaña fue una decisión política. La
investigación periodística parecía abrumadora por su volumen pero no terminaba
de probar su hipótesis. En ningún momento pudieron probar que Boudou se hubiera
favorecido en alguna transacción. Para eso hubieran tenido que demostrar que el
vicepresidente o un testaferro suyo eran los dueños de The Old Fund o los
financistas de Ciccone Calcográfica. No habían podido probar la parte más
importante, pero el volumen de lo difundido y su repetición permanente en todos
los grandes medios corporativos dejaba la sensación opuesta.
Finalmente, el Gobierno ejecutó la deuda que Ciccone tenía
con la AFIP y
estatizó la empresa para la fabricación de papel moneda. No pagó un peso de
más. Quienes fueran los dueños no salían favorecidos en nada. Todo lo
contrario. Algún obstinado llegó a afirmar que el Gobierno había tomado esa
decisión estratégica solamente para tapar todo. Pero al poco tiempo, el
banquero Raúl Moneta exigió una indemnización, ya que reconoció que era él
quien había financiado a The Old Fund –un sello que sí pertenecía a Alejandro
Vanderbroele– para controlar a Ciccone. La irrupción de Moneta terminó por
neutralizar toda la campaña mediática, que fue languideciendo a partir de allí.
De todos modos, cuando hablan de ese caso, la oposición y los grandes medios
dicen que la investigación fue parada por el Gobierno cuando la defensa
consiguió cambiar a un fiscal que había sido influenciable por los medios. Pero
no dicen que cualquier presunción de culpabilidad de Boudou perdía fuerza con
la estatización de la empresa y con la irrupción de Moneta como el verdadero
financista.
Vanderbroele trabajaba para Moneta y no para Boudou. Los
agujeros que tenía la investigación periodística eran evidentes desde antes,
pero el caudal de notas y el ametrallamiento permanente por parte de los
grandes medios los tapaba.
El disparador del caso anterior fue la ex mujer de
Vanderbroele. El disparador del caso Lázaro Báez fueron dos testimonios que
después se desdijeron: confesaron que mintieron para dirimir problemas de
negocios, en un caso con supuestos deudores y en el otro para perjudicar a un
ex empleador suyo. Y la única documentación fueron un papel a nombre del hijo
de Lázaro Báez, la venta de la casa de los Kirchner en Santa Cruz a la empresa
de Báez y una sociedad donde Kirchner puso el terreno y Báez construyó un
edificio de departamentos. Si Lázaro Báez evadió al fisco, deberá ser juzgado y
castigado. Pero todo el montaje no fue para encarcelar a Báez por evasión, sino
para tratar de mostrarlo como testaferro de Kirchner. En realidad, demuestra lo
contrario, porque si hubiera sido así, Kirchner se hubiera cuidado de no
aparecer en ningún negocio con Báez. Y son dos negocios chicos (la venta de una
casa y un terreno) sin ninguna relación con fondos públicos. Han gastado tinta
y saliva para hablar de los negocios de Báez (que tiene muchos con su
constructora) y no importa que no hayan podido comprobar que sea un testaferro,
porque los grandes titulares y la multiplicación de cada artículo y de cada
anuncio crean la sensación de que fue así. Cuando la Justicia no encuentre
pruebas responsabilizarán al juez.
Estos dos casos son paradigmáticos porque no les interesa
demostrar que existe corrupción pública, un problema que es necesario
desterrar. Van más allá, porque buscaron involucrar al vicepresidente y a un ex
presidente para instalar como paradigma ejemplar que cualquier política que
transgreda los marcos estipulados por el poder económico es tan marginal que
solamente puede estar motivada por el latrocinio. Cuando se elige la denuncia
anticorrupción como herramienta central de cuestionamiento a un gobierno es
porque cualquier otro plano no les sería favorable. Pero además, la moraleja de
esta campaña de los grandes medios sería que el progresismo o las políticas de
cambio están bien para exhibir en la vitrina del cristalero o para
declaraciones testimoniales pero cuando alguien las impulsa en la realidad,
sólo puede tratarse de un marginal y un ladrón.
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