Cuando una fuerza política impone la
hegemonía de un grupo social, y lo mantiene el tiempo suficiente, genera
paralelamente una hegemonía socio-cultural que captura, coloniza, el “sentido
común” y lo somete a ese control ideológico; es decir, lo aliena.
Para mucha gente seria, responsable y
conservadora, y por ende amante del “sentido común”, los gobiernos a los que
despectivamente califican de “populistas” son derrochadores e irresponsables, y
los contraponen a fuerzas ortodoxamente liberales que instalan administraciones
serias, confiables, coherentes, plagadas de “sentido común”. Cuando las
“Fiestas Populistas” acaban llegan esos tecnócratas de saco oscuro y corbata
discreta a “sincerar” los números y volver las cosas a los cauces “normales”.
Lo curioso es que ésta interpretación de la
realidad no resiste el más mínimo análisis. Veamos nuestra propia experiencia.
En Argentina, la última etapa de aplicación
de estas “serias”, “racionales” y “realistas” políticas liberales fue la etapas
1989-2001, es decir durante los gobiernos de Carlos Menem y su sucesor
ideológico, Fernando De La
Rúa. Una etapa de orientación opuesta, de “Fiesta Populista”,
sería la década kirchnerista que arranca el 25 de mayo de 2003 y se extiende
hasta el presente.
La etapa neoliberal de los noventa tiene
unas bases ideológicas muy concretas.
Los neoliberales piensan que el Estado no debe intervenir en las
actividades económicas, dejando todo en manos de la regulación automática que
genere el mercado. La existencia del Estado es sólo tolerada, y se la reduce a
su mínima expresión.
Es convicción de los liberales que la
concentración de la riqueza en pocas manos favorece la inversión productiva y
la generación de trabajo –Teoría del Derrame-, debido a lo cual favorecen
impuestos de tipo indirecto y no recargan con impuestos excesivos a los que más
tienen y ganan –cargas a las que llaman “impuestos distorsivos”-.
Los gobiernos de estos años favorecieron de
cara al interior una desregulación de la economía y el sistema financiero que
permitía a los grandes grupos económicos –nacionales o extranjeros- fijar las
reglas de juego sin interferencias estatales. Se estableció un sistema laboral
flexibilizado –eliminación de las paritarias, surgimiento de las ART, descenso
de las cargas patronales- lo cual teóricamente aumentaría la oferta laboral
–aunque llegaron a cifras de desocupación y subocupación record-. De cara al
exterior se reguló fuertemente la cotización de la divisa norteamericana: el
valor del peso se fijó por ley en un dólar (1 a 1, “convertibilidad”) pero para que esta
ficción pudiera sostenerse era necesario un ingreso continuo de dólares al
país. Este ingreso de divisas era casi imposible en forma genuina
(exportaciones) porque el 1 a
1 abarataba las producciones importadas y encarecía las nacionales, con lo cual
exportar se volvía casi irreal para muchos sectores productivos.
Descartado el ingreso “genuino” de divisas,
se recurría a tres mecanismos muy perniciosos: el endeudamiento, las
privatizaciones y la apertura financiera. La deuda externa se triplicó en estos
años. Se vendió o concesionó todo lo que se pudo: se privatizaron las empresas
de servicios, se establecieron peajes en las rutas, se vendieron las reservas
de oro del banco central. Los capitales
especulativos operaban a su antojo, se llevaban sus utilidades en dólares y se
retiraban precipitadamente ante el menor asomo de crisis, hundiendo al país en
un abismo.
Muchos sectores sociales, incluyendo a
sectores mayoritarios de la clase media, vieron positivamente este modelo pues
permitía acceder con facilidad a los bienes importados, viajar al exterior y
ahorrar en dólares (un berretín argentino) pero no comprendían que eso se
estaba financiando con un endeudamiento creciente que algún día habría que
pagar. Argentina era por esos años un país completo gastando lo que no se
tenía, “tarjeteando”.
De hecho, y de forma indirecta, esos viajes
al exterior, esas importaciones baratas, y el ahorro en dólares de algunos
sectores más favorecidos estaba siendo pagado en buena medida por aquellos
obreros que sufrían el cierre de sus fuentes de trabajo (por el 1 a 1 y las importaciones) y se
hundían en la pobreza o la indigencia.
Por lo tanto los noventa tuvieron mucho de
“Fiesta” irresponsable: se logró una bonanza en importantes sectores (viajes al
exterior, importaciones, ahorro en dólares) pero con el poco genuino recurso de
destruir la estructura productiva del país, desgarrar su tejido social,
entregar los resortes de la economía a intereses corporativos internos o
externos, y endeudarse en cifras imposibles de pagar.
¿Quién, en su economía privada, se
endeudaría alocadamente y vendería sus propiedades para vivir la gran vida por
un corto tiempo para quedar luego endeudado más allá de sus posibilidades?... Y
sabiendo además que esa deuda le quedaría a sus descendientes… y a algunos
vecinos que, si bien no fueron invitados a la fiesta, debieron contribuir a
pagarla…
Es una muestra clara de lo que significa
“hegemonía cultural” el hecho de que una política tan irresponsable pueda ser
vista por tanta gente como algo serio y realista.
Los basamentos conceptuales del otro
modelo, de la mal llamada “Fiesta Populista” que en la Argentina actual está
representada por el kirchnerismo, son también muy concretos, y tienen una clara
raigambre keynesiana.
John Maynard Keynes fue el economista
británico que encontró la manera de salir de la Crisis de 1930, que había
generado millones de desocupados, y una situación que aparentemente no tenía
salida. El desocupado no tiene trabajo, y por lo tanto no tiene dinero y no
compra, es decir no hay demanda de productos. Y al no haber demanda no tiene
sentido generar oferta, es decir, no tiene sentido producir, generar trabajo.
Keynes planteaba la necesidad de una
intervención estatal para reconstruir la demanda generando trabajo, aún en el
caso de que este trabajo generado por el Estado fuera innecesario o
improductivo. El objetivo era fortalecer el mercado interno protegiéndolo del
exterior y poner dinero en los bolsillos de la gente para que ésta compre, se
fortalezca la demanda y sea necesario volver a producir.
Este tipo de estrategias se aplicaron en la Argentina kirchnerista
que pugnaba por salir de las consecuencias del 2001 y que luego intentaba no caer en las garras de
la crisis mundial del 2008. Se logró un fortalecimiento del mercado interno a
partir de un incremento salarial vía paritarias, el mejoramiento de las
jubilaciones y la ampliación de éstas a millones de ancianos que no había
completado sus aportes, y de medidas como la Asignación Universal
por Hijo.
La estructura impositiva no se
modificó de raíz –lamentablemente- pero
si se generaron mecanismos (como las retenciones al agro o los combustibles)
para grabar en mayor medida a algunos sectores de altos ingresos.
El tipo de cambio se administró conservando
una paridad que permite a la industria local ser competitiva, a la vez que se
bajaron costos internos, no reduciendo los salarios (clásica receta neoliberal),
sino con intervención estatal en los valores de la energía, los combustibles,
el transporte y los servicios básicos (subvenciones, retenciones). Esto
permitió una modesta pero consistente
reindustrialización que, sumada al incremento del valor de las exportaciones
agrarias, permitieron ir pagando auténticamente la deuda, es decir, provocando
su descenso (la deuda ha descendido en su monto, en la relación deuda-PBI, y en
el porcentaje de deuda en divisa extranjera).
A partir de 2012 comenzaron a aplicarse
serias restricciones a la compra de dólares, y se anunció la intención de
desdolarizar la economía, medida resistida por los sectores acostumbrados a
ahorrar en dólares. Argentina no emite dólares. Los dólares ingresan al país
merced a la actividad productiva (exportaciones, inversiones). Y existe una
vieja costumbre argentina de ahorrar en dólares: la gente compraba los billetes
surgidos del ámbito productivo y los atesoraba (“debajo del colchón”, en cajas
de seguridad de los bancos locales o en cuentas en el exterior), con lo cual los
sacaba del circuito productivo, generando una carencia que en otros
tiempos se suplía con endeudamiento
externo.
Esta práctica era muy curiosa: el país
pedía un préstamo en dólares con altísimos intereses, lanzaba esos dólares al
mercado para que fueran comprados por gente que los guardaba o los sacaba del
país. Y luego TODOS (los que tenían los dólares y los que no tenían nada)
debían pagar durante años esas deudas, y soportar las condiciones que los
acreedores ponían (“planes de ajuste”, “reformas estructurales”). Obviamente,
los que más sufrían las consecuencias sociales de esos condicionamientos
impuestos por los acreedores eran los que no habían comprado ni un dólar, ni
habían viajado al exterior: un auténtico “subsidio estatal” a los sectores más favorecidos,
pagado por los pobres.
Esa deuda que se había generado, se
refinanciaba ad eternum, por lo que el país pagaba y pagaba obligaciones que no
paraban de aumentar.
Sólo una mente alienada por la captación
cultural e ideológica puede considerar estas prácticas como una política
“seria”, “responsable” y “dotada de sentido común”.
Frente a un modelo neoliberal que plantea
endeudamiento creciente, ajuste continuo, venta de activos del Estado,
destrucción del aparato productivo, salida continua de capitales del país o del
circuito productivo, y la renuncia a controlar los resortes principales de la
propia economía, el modelo “populista” (neokeynesiano) plantea un crecimiento
del PBI a partir de exportaciones y mercado interno, el fortalecimiento de éste
generando mayor demanda, el desendeudamiento merced a un auténtico pago de la
deuda, la conservación dentro del circuito productivo de las divisas generadas
por las actividades productivas y la reparación del rol regulador del Estado.
Ni siquiera es necesario preguntarse cuál
es una “Fiesta” irresponsable y cuál una política seria. La respuesta cae de
maduro.
Adrián Corbella, 15 de mayo de 2013.
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