Todo paradigma
político no viene del azar, sino que responde a causas históricas y culturales.
Qué significa para
un país como el nuestro, tal vez el país latinoamericano que más había olvidado
mirar hacia sus raíces indoamericanas, que hoy sienta como propio el destino de
pueblos hermanos como el de Bolivia, Venezuela o Ecuador? Significa un cambio
de paradigma.
¿Qué significa que
Cuba presida la Comunidad
de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), pese a estar bloqueada hace
más de medio siglo por los EE UU y aislada de la pro estadounidense
Organización de los Estados Americanos? Significa un cambio de paradigma.
¿Qué significa, que,
después de haber privatizado, en los noventa, las principales palancas
estratégicas de nuestra economía con amplio consentimiento social, hoy se
valoren las políticas públicas, la intervención del Estado en el proceso
productivo y su papel reparador de desigualdades sociales estructurales?
Significa un cambio de paradigma.
¿Qué significa el
remplazo de la fracasada idea de que el solo crecimiento traería la igualdad,
por el principio rector de que es desde la igualdad y la cohesión social que
vendrán el crecimiento y el desarrollo? Significa un cambio de paradigma.
¿Qué significa para
miles y miles de jóvenes haber pasado de la apatía y el desprecio por la
política que llevan a conductas individualistas, a la esperanza, la militancia
y el sentido de pertenencia a un colectivo político y social? Significa un
cambio de paradigma.
¿Qué significa haber
aceptado durante décadas la resignación de que era en vano luchar contra
poderes que parecían inexpugnables, y que desde esa omnipotencia sometieron a
las mayorías populares, y saber ahora que la voluntad, la decisión y el
compromiso de un pueblo tienen la fuerza para sobreponerse a esa dominación?
Significa un cambio de paradigma.
¿Qué significa haber
puesto en debate la democratización de instituciones que parecían intocables
como la gran prensa y el poder judicial? Significa un cambio de paradigma.
¿Qué significa que
hoy la visión clásica de la división de los poderes tradicionales, se ubique en
un mismo plano de discusión junto con otra división de poderes muy concreta,
como la que existe entre las grandes corporaciones y los llamados poderes
fácticos permanentes y las instituciones que visibilizan nuevos sujetos
históricamente postergados, y crean empoderamiento popular? Significa un
profundo cambio de paradigma.
Un paradigma es,
entre sus tantas definiciones, una especie de eje ordenador de creencias y
valores, alrededor de las cuales una porción determinante de una sociedad
construye su "cosmovisión" sobre un tema o cuestión. Así, una parte
importante de la sociedad argentina fue construyendo sus paradigmas políticos
tradicionales, como que "somos más parecidos a Europa que a esos negritos
latinoamericanos", "todo lo que viene del Estado es corrupto e
ineficiente", "la política es una porquería y los políticos son todos
chorros", "pobres habrá siempre, y, de última, si son pobres será
porque no laburan", "no te metas con los poderosos porque nunca les
vas a ganar", "es verdad porque lo vi por televisión". Y esto
para no mencionar otros de consecuencias más atroces aun, como "si
desaparecieron es porque algo habrán hecho".
Ahora bien, todo
paradigma político no viene del azar, sino que responde a causas y
condicionamientos históricos y culturales, entre otros. Y, además, proviene de
intereses muy concretos impuestos por los poderes hegemónicos de una sociedad,
para justificar y sostener precisamente esos intereses y esa posición
dominante. No son neutros, no son ingenuos, no son inocuos. Favorecen los
intereses de algunos y perjudican los de otros.
A juzgar por las
etapas atravesadas por la
Argentina y la suerte de sus ciudadanos y ciudadanas más
humildes, está claro desde qué tipo de intereses provenían esos viejos
paradigmas, y a qué proyecto de país favorecieron. La Argentina atravesó, en
las últimas cinco décadas del siglo pasado por la proscripción de las mayorías,
por una Constitución Nacional reformada en 1957 desde la ilegitimidad de las
minorías, por golpes de Estado en 1955, 1962, 1966 y 1976, por ajustes y
devaluaciones feroces, por una guerra contra una potencia planteada desde la
irracionalidad, y por una casi guerra con un pueblo hermano. Incluso a partir
de 1983, cuando recuperamos nuestra vida institucional, se profundizaron indicadores
de desocupación, pobreza y endeudamiento, que cambiaron el perfil de una
sociedad cohesionada, de la que supimos sentirnos orgullosos.
Y, durante todo ese
tiempo, lo que podríamos llamar –con el riesgo que implica toda simplificación–
el "promedio cultural" de una parte muy influyente de nuestra
sociedad, se apoyó en aquellos paradigmas mencionados, aun cuando teníamos ante
las narices su ineficacia y su cinismo.
EL DÓLAR COMO
HERRAMIENTA POLÍTICA. Si el movimiento de una variable económica se torna
demasiado abrupto, nunca responde a causas estrictamente técnicas, sino
políticas. No hay razón económica para la variación de 20 o 30 puntos de una
cotización en pocos días. La causa es la intención de dar un golpe de mercado.
Sucedió con la hiperinflación que detonó la caída de Raúl Alfonsín en julio de
1989, que trepó a 200% ¡mensual! para caer a un dígito una vez acordada su
renuncia. Sucedía con el reloj de taxi con que Bernardo Neustadt graficaba en
su programa de TV las pérdidas del Estado por el manejo de los ferrocarriles. Y
hoy intentan obtener los mismos resultados con la cotización del dólar ilegal.
Lo que es increíble, y, aunque suene presuntuoso, es que no hayamos aprendido.
O que todavía tantas ciudadanas y tantos ciudadanos no se hayan dado cuenta.
Que no recuerden cuáles son los recursos catastrofistas que utiliza el poder
económico, y que no recuerden cómo muchas y muchos ciudadanos de clase media
son utilizados como escudo del proyecto de país de la oligarquía, que sabe el
efecto propagador que suscita el malestar de ciertos sectores medios, pero que
luego de utilizarlos para crear esos climas, si volvieran al gobierno,
volverían a aplicar políticas de las cuales esos mismos sectores medios
estarían entre los principales perjudicados.
Lo que debemos
repetir hasta el cansancio, es que la administración del país asumida el 25 de
mayo de 2003, cambió también este otro paradigma de política económica. Es
decir, hoy "las decisiones se toman en la Casa de Gobierno". Y hoy, aquellas
"variables macroeconómicas" que históricamente nos ponían en una
situación de alta vulnerabilidad (endeudamiento externo, condicionalidades a
nuestra economía impuestas desde el exterior, escasez de divisas, déficit
fiscal y comercial), están por primera vez en muchas décadas en manos del
Estado, lo cual cambia el nivel de gravedad de los problemas de la economía. No
estamos diciendo que la economía no presente problemas –que siempre los
presenta-– sino que hoy los problemas se resuelven a partir de decisiones
soberanas y no generan riesgo de desmadre del cuadro económico general, como en
las anteriores etapas de nuestra historia económica reciente.
Entre el 1° de enero
de 1970 y el 2 de abril de 1991,
a la unidad monetaria argentina se le agregaron trece
"ceros". Es decir, un peso de los creados en 1991 junto a la
convertibilidad, equivalía nominalmente a 10.000.000.000.000 pesos moneda
nacional. La cifra resulta ininteligible, pero útil para demostrar que hubo
causas más que suficientes para que muchísimos compatriotas de buena fe se
refugiaran en una moneda como el dólar como reserva de valor. Y a esto hay que
sumar, entre otras cosas, la creación de más de una decena de cuasimonedas
(como los lecop, los lepac, los patacones y tantas otras monedas provinciales),
que fueron rescatadas bajo la presidencia de Néstor Kirchner. Quiere decir,
entonces, que no todas las personas que atesoraron dólares a lo largo de todo
ese calvario económico y social, pueden considerarse evasores o evasoras en
términos clásicos, y mucho menos lavadores o lavadoras de dinero.
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