“Frente al capitalismo moderno, ya no se plantea la disyuntiva entre economía libre o economía dirigida sino que el interrogante versa sobre quién dirigirá la economía y hacia qué fin” (Arturo Sampay)
A 18 años de la sanción de la última reforma constitucional en Argentina, se va instalando en el debate público la posibilidad de que el oficialismo promueva una nueva transformación del texto fundacional. Desde la oposición, claro está, interpretan que este avance se encuentra movido más por las dificultades que el kirchnerismo posee en su interior al momento de garantizar la sucesión en 2015, mientras que la respuesta, no oficial, pero sí de grupos o referentes que acompañan el actual proceso, es que el cambio histórico que se ha producido en la Argentina en los últimos 10 años debe plasmarse en un texto constitucional que garantice la perdurabilidad de lo conseguido.
Dicho esto, una lectura algo superficial podría indicar que este tipo de debate no es novedoso y que muchas veces, aunque por distintas razones, a lo largo de la historia de nuestro país, se han propuesto reformas constitucionales. De hecho, aquel texto inicial de 1853 sufrió cambios en 1860, 1866, 1898, 1957 y 1994. Sin embargo estas transformaciones no fueron estructurales ni afectaron el espíritu de la Constitución. Por tomar un ejemplo, en la reforma de 1898 por razones de crecimiento poblacional se cambió aquella norma que indicaba que debía haber un diputado cada 20000 personas y también se alteró la regla que indicaba que los Ministerios debían ser 5. En la de 1957, más allá de su importancia, solamente se agregó un artículo (el 14 bis) y en la de 1994, entre otras cosas, se le dio jerarquía institucional a tratados internacionales vinculados a Derechos Humanos, se creó el senador por minoría y la figura del Jefe de Gabinete, y se redujo la extensión del mandato presidencial de 6 a 4 años aunque se incluyó la posibilidad de una reelección inmediata.
Ahora bien, el kirchnerismo, guste o no, ha realizado una serie de transformaciones de carácter estructural que se han concretizado a través de la ley ordinaria, esto es, sin tener que recurrir a una reforma constitucional. Tales transformaciones llevan a algunos a afirmar que se está en un contexto análogo al que se vivió durante el primer peronismo y que conllevó la única reforma constitucional que afectaba los principios de aquella de impronta alberdiana, esto es, la reforma de 1949 ideada por Arturo Sampay que fue derogada un año después del golpe de la autodenominada “Revolución libertadora”.
Pero además, el caso de la Argentina actual podría incluirse en el natural proceso de reformas constitucionales que se vienen sucediendo en Latinoamérica a partir de los nuevos textos fundacionales de Venezuela, Ecuador y Bolivia. Más allá de las especificidades de cada país, se trata de aquellos pueblos que más han sufrido los embates del neoliberalismo en los años 90 y que han decidido, a partir del siglo XXI, recurrir a liderazgos que han intentado recuperar la idea de un Estado vigoroso. Algunos autores enmarcan esta ola de reformas en lo que denominan “Nuevo constitucionalismo latinoamericano” y, no casualmente, lo vinculan con los procesos de trasformación que bajo el paraguas del llamado “Constitucionalismo social” de mediados del siglo XX, produjo profundas transformaciones en muchos países. En esta línea, por ejemplo, Gargarella y Courtis afirman que la primera ola de reformas se vinculaba al contexto pos crisis de 1929 y la consecuente puesta en tela de juicio de los principios económicos liberales que llevaron a esa debacle. En ese contexto, la respuesta en lo económico fue el auge de políticas keynesianas y en lo jurídico la ampliación de la participación política y la inclusión de los derechos sociales y económicos que eran exigidos desde hacía décadas en las luchas de los trabajadores socialistas, comunistas y anarquistas. En este sentido, siempre en el ámbito latinoamericano, a la ya mencionada reforma de 1949 en Argentina se puede sumar la de Costa Rica en ese mismo año y anteriormente la de Brasil (1937), Bolivia (1938), Cuba (1940) y Ecuador (1945).
Ahora bien, más allá de esta historización, como bien indican los autores recién mencionados, hay una pregunta que debe responder cualquier proceso constituyente, esto es: ¿Cuál es el problema existente en el orden ya constituido que es necesario resolver a través de una Reforma Constitucional? Para comprender mejor este interrogante sirven de ejemplo los casos mencionados anteriormente pues en la década del 30 y el 40 lo que había que resolver era el problema de la “inserción democrática” de los nuevos actores que aparecían como parte de eso que se conoció como “democracia de masas”. Por otra parte, más cercano en el tiempo, por ejemplo, la reforma en Bolivia en 2009, sirvió para visibilizar una importante cantidad de población indígena que estuvo históricamente subsumida a las decisiones de las minorías occidentalizadas. ¿Pero hay, en la Argentina, algún asunto de tal magnitud? Muchos dirán que no, sin embargo bien cabe interrogarse si es un tema menor que la matriz del liberalismo económico se encuentre enraizada en la Constitución de manera tal que cualquier política de un gobierno popular acabe teniendo límites invulnerables. En otras palabras, podríamos estar ante en el caso de una Constitución cuyo espíritu vaya en contra de los intereses populares, al fin de cuenta, el único poder constituyente legítimo. ¿Pero es esto así? ¿Acaso una Constitución puede imponer límites a la política económica de un gobierno legítimo y con amplio apoyo? Para indagar en tal interrogante bien cabe consultar al ya mencionado Alberdi, factótum de la Constitución de 1853. Para ello me serviré de un texto que el tucumano publicara en 1854, titulado Sistema económico y Rentístico de la Confederación Argentina. Allí, para escándalo de los liberales actuales, Alberdi no sólo reconoce que la Constitución no es neutral en materia de orden económico sino que, de hecho, considera necesario explicitar y sistematizar los principios económicos que ésta defiende. Así, en la introducción del texto mencionado afirma: “Y sobre todo porque están dados ya en la Constitución los principios en cuyo sentido se han de resolver todas las cuestiones económicas del dominio de la legislación y de la política argentina” (…). Al legislador, al hombre de Estado, al publicista, al escritor, sólo toca estudiar los principios económicos adoptados por la Constitución, para tomarlos por guía obligatoria en todos los trabajos de legislación orgánica y reglamentaria. Ellos no pueden seguir otros principios, ni otra doctrina económica que los adoptados ya en la Constitución (…) La Constitución Federal Argentina contiene un sistema completo de política económica”.
Explicitada la idea de que la Constitución Argentina presupone un modelo económico queda ahora responder cuál es ese modelo. Y aquí, nuestro autor, lo aclara sin ningún tipo de ambages: “En medio del ruido de la independencia de América, y en vísperas de la revolución francesa de 1789, Adam Smith proclamó la omnipotencia y la dignidad del trabajo; del trabajo libre, del trabajo en todas sus aplicaciones -agricultura, comercio, fábricas- como el principio esencial de toda riqueza (…). Esta escuela [económica iniciada con Smith], tan íntima, como se ve, con la revolución de América, por su bandera y por la época de su nacimiento (…), a esta escuela de libertad pertenece la doctrina económica de la Constitución Argentina, y fuera de ella no se deben buscar comentarios ni medios auxiliares para la sanción del derecho orgánico de esa Constitución”. Dicho esto, resulta claro cuál será el lugar que la Constitución le da a la posibilidad de intervención estatal en la economía o a algún tipo de política económica activa del Estado en pos de una redistribución de la riqueza: “En efecto, ¿quién hace la riqueza? ¿Es la riqueza obra del gobierno? ¿Se decreta la riqueza? El gobierno tiene el poder de estorbar o ayudar a su producción, pero no es obra suya la creación de la riqueza. (…) En este sentido, ¿qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra”.
Para que no queden dudas, algunas líneas más adelante, Alberdi, aclara “La Constitución argentina de 1853 es la codificación de la doctrina que acabo de exponer en pocas palabras”.
En síntesis, es de esperar que aquellos más interesados en mantener el statu quo promuevan la idea de que la posibilidad de una reforma constitucional obedece solamente al intento kirchnerista de eternizarse en el poder. Será responsabilidad de aquellos a los que nos interesan los cambios estructurales mostrar que una reforma constitucional debe ser bastante más que eso.
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