¡Sombra terrible de Sarmiento, voy a evocarte para que, sacudiéndote los pies en vano intento de calentar ese frío del bronce que subió por ellos, nos expliques la vida secreta de tus ideas, mil veces interpretadas, mil veces predigeridas, y tu rol en las convulsiones internas que desangran las entrañas de un noble pueblo!
Vos nunca hablaste en secreto: revelanos cómo fue que en tu nombre y por tu gloria escondieron tu pensamiento, germen de las más crueles desdichas que haya vivido la Argentina.
Oh, Sarmiento, padre del aula, hijo de… el aula, queremos escuchar de tu propia voz tus ideas, tus certezas y motivaciones. No contribuiremos más a que tu palabra se interprete y disimule, para que comience a ser difundida en toda su magnitud. No contribuiremos más a la exégesis que todo lo remata con “un hombre con defectos y virtudes”. Queremos escucharte y que todos te escuchen, para que sean tu palabra y tu pluma las que te muestren en toda tu plenitud.
Sarmiento, gran maestro, que dejaste para la posteridad el consejo de no ajar un libro, ni de tomarlo con las manos sucias; que tuviste la precaución de indicar que no hay que mojarse el dedo para pasar la hoja, explicanos por qué el silencio sobre algunas otras sugerencias que quedaron en el olvido, cuando vos siempre hablaste para que te oyeran todos.
No en secreto, sino en el Senado de la Provincia, donde ocupaste una banca, dijiste:
“Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos?. ¿Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer”. (Del discurso en el Senado de la Provincia de Buenos Aires, 13/09/1859)
No en soliloquio, sino en carta a Mitre y con motivo de una masacre innecesaria denominada “Guerra de la Triple Alianza”, en la que tres países americanos, por orden del Imperio Británico, se lanzaron a la extinción de un cuarto, escribiste:
“Estamos por dudar de que exista el Paraguay. Descendientes de razas guaraníes, indios salvajes y esclavos que obran por instinto a falta de razón. En ellos se perpetúa la barbarie primitiva y colonial. Son unos perros ignorantes de los cuales ya han muerto ciento cincuenta mil. Su avance, capitaneados por descendientes degenerados de españoles, traería la detención de todo progreso y un retroceso a la barbarie… Al frenético, idiota, bruto y feroz borracho Solano López lo acompañan miles de animales que le obedecen y mueren de miedo. Es providencial que un tirano haya hecho morir a todo ese pueblo guaraní. Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana: raza perdida de cuyo contagio hay que librarse”
¿Qué hizo que te convirtieras en el ejemplo de los niños? ¿Cómo se regresa de esas opiniones hecho héroe? ¿Qué parte de “luchó con la pluma y la palabra” puede teñir esas afirmaciones de patriotismo o estatura moral?
No creíste nunca que exterminar al indio fuera simplemente “necesario”. Lo viviste como un hecho gozoso, grande y heroico:
“¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”
No se trata, como dice un documental de Encuentro, de “antipatía y desprecio por lo popular”, se trata de odio genocida, y no lo escondiste, lo dijiste con tu potente voz; ni se trata, como dice el mismo documental de “ideas inaceptables para esta época“, porque en ninguna época la gente bien nacida creyó que estaba bien deshacerse de cientos de miles de seres humanos porque fueran “inferiores”, y porque no hablaste en el siglo XII, sino hace poco, ciento y pico de años.
“Tengo odio a la barbarie popular… La chusma y el pueblo gaucho nos es hostil… Mientras haya un chiripá no habrá ciudadanos, ¿son acaso las masas la única fuente de poder y legitimidad?. El poncho, el chiripá y el rancho son de origen salvaje y forman una división entre la ciudad culta y el pueblo, haciendo que los cristianos se degraden… Usted tendrá la gloria de establecer en toda la República el poder de la clase culta aniquilando el levantamiento de las masas”
“Genocida” es un adjetivo que ningún maestro de manual del alumno bonaerense usaría para nombrarte, sombra terrible. Ese epíteto queda para Hitler, tal vez algún Videla, aunque tus compatriotas patricios, con honrosas excepciones, ponen en duda ese carácter para el represor. Sin embargo no te avergonzaste de decir en un diario:
“Esparcido por toda la tierra ejerciendo la usura y acumulando millones, rechazando la patria en que nace y muere por un ideal que baña escasamente el Jordán, y a la que no piensa volver jamás. Este sueño que se perpetua hace veinte o treinta siglos, pues viene del origen de la raza, continua hasta hoy perturbando la economía de las sociedades en que viven, pero de las que no forman parte. Y ahora mismo en la bárbara Rusia como en la ilustrada Prusia se levanta el grito de repulsión contra este pueblo que se cree escogido y carece de sentimiento humano, el amor al prójimo, el apego a la tierra, el culto del heroísmo, de la virtud, de los grandes hechos donde quiera que se producen…”
No estarás completo, Sarmiento, hasta que tu voz no logre trascender la hermenéutica que te pinta de colores pastel. No descansará tu alma hasta que la chusma entienda que la odiás, que nos odiaste siempre por pobres, por negros, por indios, por salvajes. Cada vez que en una escuela marginal, niños que se vacunan gracias a la Asignación Universal por Hijo, canten tu Himno, seguirás vomitando odio y rencor, tal vez por causa de tu propio origen.
No temas, Sarmiento: algunos maestros haremos honor a tu frase “las ideas no se matan” y les mostraremos a los chicos las palabras surgidas de tu pluma y, tal vez, en el acto de la conmemoración de tu partida al Hades, otro niño se pregunte: “Profe ¿Tenemos que festejar, entonces?”
Te lo habrás ganado solo.
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