POR JAVIER GARIN ( AUTOR DEL LIBRO "MANUEL BELGRANO:
RECUERDOS DEL ALTO PERÚ" Y DE LA BIOGRAFÍA "EL DISCIPULO DEL DIABLO, VIDA DE
MONTEAGUDO")
El 24 de septiembre
de 1812 a
primeras horas de la mañana tuvo su comienzo la Batalla de Tucumán,
considerada con toda justicia como la más importante de la guerra de
Emancipación Continental librada en territorio rioplatense. Tal afirmación no
será compartida, sin duda, por los salteños, que asignan ese carácter a la Batalla de Salta: otro gran
triunfo obtenido meses después, también bajo la conducción del gran patriota
"todo terreno" que fue Manuel Belgrano, abnegado "militante de la Revolución"
(título que le habría resultado más halagador que su grado de General, dado su
carácter tan contrario a la pompa y la ostentación). Pero si bien la batalla de
Salta fue un triunfo más completo -pues implicó la pérdida total del Ejército
realista-, la de Tucumán fue más trascendente desde el punto de vista simbólico
y político, por el contexto adverso en que se libró y por las consecuencias que
tuvo en el movimiento revolucionario. No sin razón los medios oficiales de
Buenos Aires la titularon el "Sepulcro de la Tiranía" y Bernardo
Monteagudo le dedicó en el periódico "Mártir o Libre" uno de sus
brillantes artículos, aprovechando el entusiasmo del triunfo para apuntalar la
corriente que proponía "declarar la Independencia
ya", frente a los agentes de los intereses británicos (encabezados por
Rivadavia) que a toda costa querían postergar indefinidamente esa declaración
porque no convenía a sus intereses estratégicos en la guerra contra Napoleón.
CÓMO Y POR QUÉ SE DECIDIÓ LIBRAR LA BATALLA DE TUCUMÁN
Este encuentro campal, extraordinariamente reñido, y con
gran número de muertos, tuvo lugar en el Campo de las Carreras, en las afueras
de la entonces pequeña población de San Miguel del Tucumán. Allí se batieron encarnizadamente
las tropas patriotas del Ejército auxiliar del Alto Perú, comandadas por el
General Manuel Belgrano, y el ejército colonial que, en tren de invasión,
avanzaba por territorio rioplatense al mando del general realista Pío Tristan y
Moscoso, con la mira de aplastar el movimiento revolucionario y escarmentar a
los pueblos, tal como había ordenado el Virrey Abascal desde Lima. El Ejército
Auxiliar del Alto Perú era el mismo con el que Castelli había soñado llegar
hasta Lima para aplastar el centro de la Contrarrevolución
españolista y abrazarse con los patriotas de Santa Fé del Bogotá y de Chile en
una gran nación continental. La historia oficial escrita en Buenos Aires le
cambió el nombre y lo llamó "Ejército del Norte", porque, claro, para
esa visión porteñista Salta, Tucumán y Jujuy son "el Norte", pero en
aquellos tiempos no eran territorios "norteños" sino del centro del
país, ya que los límites del Virreynato incluían todo el Alto Perú, actual
Bolivia. La mitología seudonacionalista que nos enseñan en el sistema educativo
con el falso nombre de "Historia" intentó siempre pasar por alto el
hecho de que para los hombres de la Revolución no existían ni Argentina ni Bolivia,
conformando ambos una unidad política, histórica y territorial. El racismo
cultural de la hegemonía porteña no quiere saber nada de ser un mismo pueblo
con los bolivianos, a quienes se desprecia como "inferiores"...
Después de haber sido derrotado en Huaqui (o Desaguadero), a orillas del lago
Titicaca, este ejército revolucionario se vio obligado a retroceder en
precipitada fuga. Reemplazados sus mandos políticos y militares, el Primer
Triunvirato pone a su frente al entonces desacreditado Manuel Belgrano, quien
venía de haber sufrido una derrota en la expedición al Paraguay. La elección de
este "General sin prestigio" tenía una intención oculta: asegurarse
de que el mando estuviera en alguien de probada lealtad y sin plafond personal
para hacer otra cosa que cumplir las ingratas órdenes que acompañaban el
nombramiento, las cuales consistían en llevar la retirada de las tropas hasta
Córdoba, desmantelar existencias y quemar o destruir los bienes del Estado,
dejando abandonados a los pueblos de Jujuy, Salta, Tucumán y Santiago del
Estero, con el único y estrecho objetivo de defender la Revolución en Buenos
Aires. La situación apremiante en la Banda Oriental, la fortaleza realista en buena
parte del territorio y el cuadro de derrotas que sufría el movimiento
emancipador habían puesto a las autoridades porteñas a la defensiva, llevándolas,
en su pánico, a la decisión de concentrar fuerzas alrededor de Buenos Aires y
sacrificar -con insólito egoísmo y ceguera- a las provincias interiores. Pese a
las instrucciones gubernamentales, Belgrano nunca se resignó a llevar adelante
la retirada hasta Córdoba. Por todos los medios intentó convencer al Gobierno
del error político y militar que esa idea representaba y procuró organizar una
resistencia, aunque sin éxito, desde el momento en que puso los pies en Salta y
Jujuy. Como en el “Éxodo Jujeño” que precedió a la Batalla, Belgrano
-excepcional cuadro revolucionario- utilizó todos sus recursos políticos e
ideológicos para convertir la lucha revolucionaria –hasta entonces reservada a
una elite y a las tropas regulares- en un hecho masivo que hiciera carnadura
definitiva en la población. Belgrano sabía muy bien, y muchas veces había
sostenido, que sin el concurso entusiasta del pueblo eran inútiles todos los
esfuerzos militares. A diferencia de otras poblaciones en las que Belgrano sólo
había encontrado "quejas, lamentos y frialdad" -síntomas de la
ausencia de espíritu revolucionario y patriótico-, en Tucumán había una fuerte
decisión por sostener la causa revolucionaria y resistir a todo trance a los
colonialistas. Esta situación fue aprovechada al máximo por el General
revolucionario. Contra la leyenda escolar que presenta a Manuel Belgrano como
un hombre bonachón -un verdadero "buenudo"-, el Belgrano histórico
era un dirigente de gran decisión y carácter, a quien no le temblaba la mano a
la hora de fusilar a un traidor o echar a un obispo. Uno de sus entonces
subalternos –el general José María Paz- lo define como un jefe excepcionalmente
corajudo que a veces cometía errores por entusiasmo y por deseos de combatir,
pero jamás por pusilanimidad o tibieza. Esta firmeza del general patriota quedó
evidenciada por la decisión misma de presentar combate en Tucumán, en total
inferioridad material, con armamentos menos que insuficientes, al frente de un
ejército de desharrapados, desnudos y descalzos que inspiraban conmiseración a
quienes los veían (según cuenta Sarmiento en "Recuerdos de
Provincia", evocando el testimonio de su padre) y oficiales amilanados por
sus recientes derrotas, mientras el enemigo traía tropas bien preparadas y
abastecidas, casi tres veces superiores en número, envalentonadas por el éxito
de sus armas y por la situación política y militar favorable a los realistas.
El general patriota decide resistir y hacer pie firme en Tucumán luego de
consultarlo con los principales jefes del Ejército y con los líderes del
movimiento revolucionario tucumano que le dieron todo su respaldo, encabezados
por el caudillo local Bernabé Aráoz. Al hacerlo, desobedece las claras y
terminantes órdenes del gobierno de Buenos Aires, las cuales eran tan imperiosas
que Rivadavia -cerebro del gobierno- las reiteró en forma desesperada, llegando
a remitir a Belgrano cuatro oficios ratificatorios en un mismo día, con la
amenaza de aplicarle, en caso de desobediencia, los más graves cargos previstos
en la ordenanza militar española. Vale decir que Belgrano se jugó la cabeza en
sentido real y no metafórico, exponiéndose a un fusilamiento. Este patriota y
visionario justificaba su desobediencia señalando que, en caso de abandonar
aquellos pueblos al enemigo, nunca más se los podría recuperar para la causa de
la Libertad
, sosteniendo que había algo peor que una derrota militar y era la derrota
política de mostrarse como fugitivos, y planteando que prefería ser batido en
regla en una acción campal y no por el desastre oscuro de una retirada.
UNA BATALLA FEROZ E INCIERTA
La batalla estuvo signada por multitud de circunstancias
azarosas y desenlaces aparentes y cambiantes. La maniobra estratégica de rodear
la ciudad para cortar la retirada de los patriotas, concebida por Tristán, fue
delatada en forma anticipada a causa de la naturaleza del terreno. La casual
existencia de unos naranajales ocultó a la vista de los enemigos la caballería
gaucha ayudando al factor sorpresa. Hubo incidentes tragicómicos como la caída
de Belgrano de su caballo ante una descarga de artillería. Una nube de
langostas llegó a opacar la luz del sol y disminuir la visibilidad de los
combatientes. La coincidencia de haberse iniciado el día de advocación de
Nuestra Señora de las Mercedes –santa patrona tradicional de Tucumán-; el
estreno de la caballería gaucha, conducida por Juan Ramón Balcarce e integrada
por multitud de jinetes venidos de la campaña, la participación activa de los
tucumanos enrolándose en la lucha, la cercanía de la ciudad amenazada, el
resuelto apoyo de toda la población a un Ejército revolucionario para el que se
preanunciaba con seguridad un desastre completo, confirieron a este episodio el
carácter de una verdadera epopeya militar y política. Pasado el mediodía, las
tropas realistas parecían haberse impuesto, y el Ejército patriota había
quedado partido al medio, con restos de tropas dispersas siguiendo a Belgrano
hacia las afueras con la mira de reagruparse para no ser completamente
destruido, y otros restos comandados por Díaz Vélez resistiendo en la plaza las
amenazas y las intimaciones de rendición del enemigo. Durante algún tiempo el
propio general patriota pensó haber sido derrotado, hasta que, reunidos mejores
informes del interior de la plaza, tomó la decisión de reagrupar dispersos y
contramarchar el día 25 nuevamente sobre el campo de batalla. La lucha recién
concluyó definitivamente con la retirada nocturna de las tropas realistas en la
madrugada del 26, al comprender que habían sido superadas por la voluntad
inquebrantable de resistencia de los patriotas. Este desenlace
"providencial" dio la razón a Belgrano en su arriesgada apuesta, y
fue salvador al poner un freno definitivo a la invasión realista desde el Perú,
permitiendo mantener a salvo la insurrección en el Río de la Plata en momentos de enormes
derrotas y terribles amenazas para el propio gobierno rioplatense. La Revolución fue vencida
en algún momento en casi todo el continente: en Caracas, en Quito, en Chile.
Sólo en el Río de la Plata
permaneció incólume e invicta gracias a esta batalla extraordinaria. No sólo se
salvó la Revolución
en el terreno militar sino que produjo un cambio político de magnitud. Pocos
días después, el 8 de octubre de 1812, alentados por lo ocurrido en Tucumán,
San Martín, Alvear y Monteagudo -cabecillas de la Logia Lautaro y de la Sociedad Patriótica-
dirigían en Buenos Aires un levantamiento contra el Primer Triunvirato que
precipitó su caída y la convocatoria a la Asamblea General
Constituyente. El proceso revolucionario ingresaba así en una nueva etapa mucho
más franca y resuelta, cuyo horizonte ideal era la postergada declaración de
Independencia y el dictado de una Constitución.
LA
DISMINUCIÓN PÓSTUMA DE LA BATALLA DEL TUCUMAN EN
ARAS DEL "MITO SANMARTINIANO" DEL "MILITAR SALVADOR"
Uno de los primeros intelectuales en advertir la maniobra
ideológica de construcción del mito del "gran militar salvador del país",
en contraposicion a la realidad histórica de las luchas populares comandadas
por revolucionarios civiles, fue Juan Bautista Alberdi. En su libro "El
crimen de la guerra", Alberdi produce un ataque furibundo e injusto contra
la figura de San Martín. Este ataque, hoy inaceptable, tenía la intención de
combatir la maniobra de mixtificación que entonces recién comenzaba y que
después se amplió hasta lo inconcebible, impulsada por el Partido Militar y por
décadas de dictaduras castrenses. La maniobra mixtificadora fue terriblemente
injusta tanto con Belgrano como con San Martín. Belgrano quedó reducido al
tonto e inocuo papel de "creador de la bandera" (como si todo su
mérito hubiera consistido en hacer coser dos pedazos de trapo), despojando a
ese hecho histórico de todo contenido político real. Las grandes batallas que
libró y sus extraordinarios triunfos en Tucumán y Salta fueron minimizados y en
cierto modo opacados por el énfasis que la enseñanza oficial puso en sus
derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Parece increíble pero durante décadas se
enseñó machaconamente en las escuelas a los niños argentinos los nombres de
Vilcapugio y Ayohuma asociados al de Belgrano sin hacer casi alusión a sus
victorias de Tucumán y Salta. El objetivo de esta maniobra es evidente.
Belgrano era el civil puesto en funciones militares que "fracasó". Su
presunto "fracaso" era el contraste necesario para realzar aun más,
hasta los extremos de la idolatría, la figura del "militar salvador",
San Martín. Belgrano sería algo así como el predecesor inútil, el profeta
fallido, el Juan Bautista decapitado, mientras que San Martín es elevado a la
categoría mítica de Mesías triunfal montado en nube de gloria con sable y
corcel. Formaba parte de esta maniobra el ocultar que San Martín fue algo más
que un militar afortunado. Fue un político excepcional, cuyo genio
revolucionario y organizativo le permitió controlar desde las sombras, desde la Logia Lautaro, los
gobiernos de tres países. Pero claro: resaltar la calidad de político de San
Martín no era útil al Partido Militar: había que mostrarlo nada más que como un
"militarote" que con su "hombría" salvó la Patria. La realidad
histórica fue muy diferente. La
Revolución fue un movimiento iniciado por una elite civil (no
militar) y llevado adelante a punta de fusil por tropas militares, pero que
nunca hubiera podido triunfar sin el protagonismo decidido del pueblo. Esta es
la gran idea que Belgrano comprendió más que ningún otro. Fue Belgrano el gran
"popularizador" de la Revolución. Fue él quien más insistió con la idea
de que sin pueblo no hay revolución posible. Y lo llevó a la práctica en toda
su actuación como jefe del Ejército Auxiliar del Alto Perú. La Batalla de Tucumán mostró
esa extraordinaria conjunción de un gran líder político revolucionario
-Belgrano- y un pueblo decidido a defenderse de la agresión colonialista -el
pueblo tucumano-. Fue una batalla fundamental por el freno que puso al invasor,
porque contribuyó a popularizar la Revolución en el interior del país, porque
produjo cambios políticos fundamentales, y porque ocurrió en momentos de
profundo retroceso, revirtiendo una situación desesperante para el campo revolucionario
a nivel continental. Como dijimos, esta batalla duró dos días antes de alcanzar
su desenlace, mientras el combate de San Lorenzo, tan recordado en las
festividades escolares, eternizado en la memoria colectiva por una marcha
militar pegadiza, y elevado a la categoría de "mito fundacional",
apenas duró doce minutos y careció de toda significación política y militar
seria, salvo por el hecho meramente simbólico de haber tenido allí su bautismo
de fuego los Granaderos a Caballo. Pero la construcción mítica de esa conjunto
de mentiras malintencionadas que damos en llamar "historia oficial"
en la enseñanza escolar ha optado hace muchas décadas por resaltar el
insignificante combate de San Lorenzo y disminuir u olvidar la Batalla de Tucumán. Ojalá
el presente Bicentenario de la
Batalla de Tucumán y la decisión del Gobierno Nacional de
declararlo feriado contribuyan a recordar una de las más grandes y heroicas
gestas del movimiento emancipador de América del Sur, rescatando del olvido a
sus protagonistas populares y dando a su conductor político el relieve que se
merece como verdadero Padre de la
Patria: título que Belgrano, en su habitual modestia,
rechazaba alegando que prefería ser considerado "un buen hijo de
ella". Ojalá sirva también para reafirmar las ideas por las que lucharon y
murieron los "héroes del Tucumán". Como decía Monteagudo en su
celebrado artículo, "el medio más propio para honrar su memoria es
proclamar y sostener la
Independencia de América del Sud".
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