Uno se convierte en un ser medianamente espabilado cuando
entiende que la guerra ya no necesita de ejércitos: con armas basta, y las
manejan los gobiernos. Por esa razón no existen más los campos de batalla, y la
única zona que puede reemplazarlos es la zona residencial de población civil, y
de hecho los reemplazan. Quién se asombra hoy de un bombardeo en una zona
residencial de cualquier país en guerra.
Cómo afecta esto a la vida social de la población civil, es
cosa que todavía no se ha estudiado suficientemente, al menos desde el propio
lugar de la población civil, que hoy debería repensar su condición absoluta de
blanco móvil tanto en un eventual conflicto bélico como en una más realista
estrategia preventiva.
Cada gobierno defiende a su población civil, al mismo tiempo
que es consciente que entre ella hay ejércitos de infiltrados trabajando para
generar un escenario de conflicto y explotar y agudizar la contradicción. Pero
la sociedad civil sería la que -dada su inferioridad en fuerza física e interés
en preservar su estilo de vida de tiempos de paz- podría mantener esa
tensión en equilibrio, si tuviera bien claro cuál es su rol, que no se
relaciona con su ideología. Esto es: cualquier país, sea su política de derecha
o de izquierda, puede entrar en una guerra en la que su gobierno tenga que
tomar la decisión de Fidel Castro en la crisis de los misiles, y cualquier país
puede delegar en su gobierno el dictamen acerca de su aniquilación o salvación
del pueblo entero. Así ha sido durante toda la Historia, con la salvedad
de que, recordemos, hoy no existe más el campo de batalla. La guerra deja de
ser cosa de soldados para ser un asunto decididamente civil.
Urge una lectura de situación desde una mirada absolutamente
civil, no atravesada por los intereses políticos -en el sentido de ejercer el
poder formal- o militares -en el sentido de elaborar estrategias bélicas y
ponerlas en acción. La sociedad civil debe interpelarse a sí misma para decidir
qué paso dará en el caso de verse envuelta en un conflicto bélico, así como
debe generar una inteligencia colectiva que le permita producir con creatividad
alternativas plausibles y originales para mantener una paz cuya responsabilidad
ya le pertenece definitivamente. Los enemigos no son los gobiernos, sino la
economía globalizada, en la que la compra de armas sigue la lógica del mercado
y se multiplica generando una burbuja que, de estallar, se llevará puesto el
mundo que conocemos.
Un estado se vuelve potencialmente peligroso cuando tiene un
armamento numeroso y sofisticado. Por ello sus vecinos se arman y apuntan sus
misiles contra él. Pueden decidir aliarse y construir una paz duradera, pero
ese acuerdo incluirá, con certeza, apuntar los misiles hacia afuera, y de ese afuera,
a puntos específicamente concertados en ese acuerdo. Por lo tanto esa región se
vuelve peligrosa, y arrancamos de vuelta con la rueda de armamento, siguiendo
una lógica mercantilista. Esto es viejo y le llaman “carrera armamentística”,
hecha una vez más la salvedad de que hoy no existe más el campo de batalla, y
el blanco de esos misiles es la poblción civil.
Es brava la parada pero, perdido por perdido, prefiero ir
pensando colectivamente cómo mantener la paz a esconder la cabeza en el culo de
un ñandú.
Tengo hasta ahí…
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