El paisaje político continúa dominado por los ecos de las
cacerolas, como no podía ser de otra manera. A la vista y en general, desde el
oficialismo se persistió en minimizar lo ocurrido. Y la oposición siguió
creyendo o diciendo que aconteció un punto de inflexión.
Aun entre quienes sólo simpatizan con el kirchnerismo pero
sin ahorrarse críticas, causó impresión –con toda lógica– la violencia verbal
que expresaron los manifestantes. Corridos varios días, ¿por qué no hubo
condena a las barbaridades vistas y escuchadas, por parte de aquellos que
puedan haberse exteriorizado con espíritu democrático? ¿Hubo de esa gente?
Nadie se indignó frente a cánticos y consignas repugnantes. No se destacaron
reprobaciones entre los portavoces mediáticos de la oposición. Los
editorialistas de la prensa, oral y escrita, simplemente se dedicaron a
insistir con la solicitud de que Cristina escuche el reclamo “popular”. ¿Qué es
lo que tiene que escuchar? ¿Que se vaya con Néstor? ¿Que es una chorra? Dejemos
esto para dentro de unas líneas, de todos modos. Por ahora, vale que la
malignidad de los emblemas recortó al oficialismo en el desprecio porque de
esta forma no puede dialogarse ni pretendiéndolo. Y en efecto, así no se puede
hablar. Pero también, con toda lógica, la oposición se aferró a un número de
embroncados callejeros que no estaba en el cálculo ajeno ni propio. Producido
el hecho, y aunque la convocatoria no pasó por figura alguna de quienes
enfrentan al Gobierno, bien que solamente desde el discurso, era obvio que
buscarían potenciar la magnitud del caceroleo hasta esos límites comprensibles
pero injustificables.
Algunos colegas opositores puntearon que el oficialismo sí
tomó nota de lo acaecido. Ahora dicen que no volvió a citarse la re-re, lo cual
es veraz. Dicen que los tonos y actitudes de Cristina reflejaron la decisión de
bajar un cambio. Dicen que en algo andaría si no volvió a abusar de la cadena
nacional. Por algo será, dicen, que Boudou ya no aparece con esa sonrisa
permanente y causante de irritación masiva. Por algo habrá sido, dicen, que a
ella se la ve más simpática, menos tensa, distendida, no tan provocadora.
Acerca de esto último sería atinado si se ponen de acuerdo porque, justamente,
se viene de una tapa revisteril que exhibió a la Presidenta en
gestualidad orgásmica por su relación con las masas. La saltan de deprimida a
bipolar, de bipolar a furiosa, de furiosa a autista y del autismo a la
felicidad masturbatoria. ¿Eso es todo lo que se les ocurre como cuestionamiento
político? Convengamos que semejante pobreza argumentativa refleja mucho, o
todo, sobre cuál es el verdadero equipaje de la oposición. ¿Creen,
honestamente, que la muchedumbre caceroleante, y la gran mayoría de quienes se
quedaron en sus casas pero aprobando el repudio, salió a la calle porque está
inflada de cadenas nacionales, de la re-re, de que no haya conferencias de
prensa, de la sonrisa de Boudou? ¿De la “inseguridad”? Este aspecto sí puede
ser incluido en el pésimo humor de los manifestantes, pero se desarma al contrastarlo
con el tipo de salida que propondrían y aun si dejara de considerarse que
cualquier estadística demuestra que no hay un incremento del delito violento.
¿Qué significa protestar contra la inseguridad en términos de solución? ¿Salir
a pura bala, matar a como venga, institucionalizar el gatillo fácil? Sí. Pero
no pueden decirlo. Por fortuna o militancia, el asentamiento de la democracia
le puso una raya, grande, a que se tome como natural poder vomitar cualquier
afirmación de anclaje facho, so pena de exposición absurda o maloliente. Se
puede en el anonimato de los llamados sueltos a las radios, en las redes
sociales o en las estrofas y carteles de una manifestación cada tanto. Pero no
en forma generalizada. Es por esa misma autopista que circula lo auténticamente
representativo de la irritabilidad del teflón. Es el dólar, estúpido. El cepo
cambiario sobresalta a las porciones acomodadas de la sociedad. Y al imaginario
de clase media: por obra de factores culturales históricos, estimulados hasta el
hartazgo por los medios de comunicación, se termina convencido de que la
cotización o acceso a la divisa norteamericana son determinantes para sentirse
libres o en prisión. Pero eso tampoco pueden manifestarlo de manera
consignista, porque es vergonzante. Y el Gobierno comete el enorme error de no
ajustar su alocución, y sus disposiciones, a desflecar ese espíritu convocante
del dólar.
Cristina es una plebeya, linda, de temperamento jodido,
frentera, capaz de haberse sobrepuesto a tragedias personales, con accionar
reparador de las necesidades mayoritarias aunque nunca deje de recordar que no
es el Che Guevara. Eso es insoportable para las señoras y señores que viven del
goce a través de que haya los situados aplastadamente abajo. No tiene arreglo.
Sí entre alguna burguesía dirigencial que comprende la necesidad de contar con
liderazgo y reglas claras, así deba apartar fastidios o repelencias gorilas. No
entre tilinguería mediáticamente comandada, que sesenta años después reproduce
el festejo por el cáncer de Eva y por más que su comodidad dineraria no esté
afectada. Pero lo que no dispone de arreglo tiene algunos acomodamientos,
parciales, tal vez capaces de despejar cargas perniciosas. Sintonía fina, ya
que estamos. Siempre sin perder la noción de que uno no es más que un simple
analista, cuyo poder se remite a escritura, micrófono, capacidad de
convencimiento, pero no a las decisiones ejecutivas con que lidian a cada rato
quienes ejercen el poder en serio, vayan ciertas apreciaciones de acción y
comunicación. Están en línea con lo que es el motor no sólo de la furia
enunciada por energúmenos de la marcha. Lo es de la gente que hasta aprobaría o
dispensaría al Gobierno si no fuera por los embrollos en que se mete, en áreas
de sensibilidad extrema. Por ejemplo, ¿cuánto da la cuenta anual de los
argentinos que viajan al exterior con relación a la cantidad de divisas
imprescindibles? ¿Es tan estremecedora, como para dejar(les) el flanco de que
parecemos la Unión
Soviética? ¿Puede ser, debe ser, que un día sea que hay que
avisar a dónde se viaja, y al otro que hay que hacerlo con un mes de
anticipación, y al otro que recién en la semana del viaje se consigna cuánto
tiene habilitado cada viajero, y así sucesivamente? ¿No se dan cuenta de que
por estas barrabasadas dispositivas, y/o informativas, es por donde se cuela
buena parte de lo que el propio oficialismo denomina “cadena del desánimo”?
Quienes viajan al extranjero son una sólida minoría respecto de la suma
poblacional, pero la construcción simbólica que se traza alrededor de ellos es
fortísima. Desde la oposición periodística se escribió que la Presidenta está
encrespada con el desaguisado que le indujeron las segundas líneas en la
implementación de los dispositivos cambiarios. Aunque eso no la exima de
responsabilidad, ojalá sea cierto. ¿Y no sería conveniente que se establezcan
diferentes escalas de tipos y accesos de cambio? ¿No debe distinguirse entre
los para qué de importaciones y requerimientos de divisas? Si es cierto, como
lo es en poca, alguna o gran medida, que las dificultades mundiales nos cayeron
encima sin comerla ni beberla, ¿no hay que explicarlo mejor y unívocamente, en
lugar de brincar de resolución a resolución dando idea de que se opera en el
rato a rato? Salvador Treber, economista del Plan Fénix, lo dijo en una
entrevista publicada por este diario el domingo anterior: “En 2011, la fuga de
divisas fue de 18 mil millones. En el primer semestre de este año, (apenas)
algo más de 3 mil (...) Las medidas son en general correctas, pero (...) torpemente
implementadas. Me gustaría que sean más sutiles, menos torpes. Esas economías
(de ajuste cambiario) las haría cualquier país del mundo. Las exportaciones
bajaron 2 por ciento, que en un mundo en crisis no es nada (...) Brasil bajó 20
por ciento sus importaciones y nadie lo critica (...) Esto es una guerra de
nervios, pero volvería a decir: ¡Por favor, funcionarios del Gobierno! ¡Sean
más hábiles para tomar las medidas y no producir rechazo aun de las que están
bien!”.
El firmante tiene la certeza de que si eso sucediera
quedaría seriamente desarmado el centro del cuestionamiento que caceroleros,
adyacentes y gente de buena fe no se animan a admitir como tal, como centro. El
dólar, la sensación que provoca, las visiones que excita. No serviría, quedó
dicho, para que dejen de bardear con la yegua, la chorra, la corrupción. Pero
salir a la calle quedaría “circunscripto” a eso; a que no hay conferencias de
prensa presidenciales; a que no se quiere más entradas en cadena; “a la
inseguridad y había otra cosa más que no me acuerdo”, como dijo una
manifestante en un testimonio para la historia. Saldrán igual, lo pueden hacer
y de hecho lo harán. Pero no cabría envidiarles la antología del ridículo.
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