“La tea que dejo encendida, nadie la podrá apagar”Pedro Domingo Murillo,29 de enero de 1810Frase pronunciada por el líder del movimiento revolucionario paceño de 1809 en el patíbulo, poco antes de ser fusilado por los realistas.
Los libros de Historia suelen tener un gran rigor
informativo pero al público general, le resultan áridos, difíciles, aburridos.
El relato periodístico y la novela histórica tienen otra dinámica, atrapan,
seducen, pero contienen muchas imprecisiones, e ingresan en el terreno de la
ficción.
El punto de equilibrio entre estos tres estilos es una línea
muy estrecha, difícil de seguir. ¿Cómo lograr un relato con la seriedad y
precisión del ensayo histórico y la seducción de la prosa del periodista o el
novelista? No parece fácil.
Sin embargo, Hernán Brienza ha vuelto a lograrlo. Como
sucedió con su trabajo sobre Dorrego, su nueva obra “Ëxodo Jujeño” (Buenos
Aires, Editorial Aguilar, 2012, 212 páginas, cuesta unos ochenta pesos) tiene
toda la seriedad de una investigación histórica, pero se lee como una novela.
Este estilo tan característico de Brienza logra que los
protagonistas de los hechos pierdan su carácter broncíneo y se vuelvan humanos.
Personajes como Castelli o Belgrano no pueden ser contenidos en las páginas del
libro: saltan de ellas y caminan entre nosotros. Y no saltan solos: los siguen miles y miles
de americanos anónimos de Salta, Jujuy, Tucumán, Buenos Aires y las tierras del
Altiplano que se nos aparecen y nos incorporan a su gesta.
Así vemos a Juan José Castelli en Tiahuanaco, proclamando en
tres idiomas la igualdad de todos los habitantes de estas tierras. Asistimos
con emoción al primer izamiento de la bandera nacional por parte de Manuel
Belgrano, en las riberas del río Paraná. Sufrimos con los heroicos hombres y
mujeres del Alto Perú (la actual Bolivia) que se enfrentaron, a veces casi con
las manos desnudas, a tropas realistas implacables que, a las órdenes del
sanguinario Goyeneche, mataron, robaron y violaron sin piedad.
Nos internamos en la batalla de Suipacha, y gozamos con el
triunfo del ejército patriota. Nos emocionamos pensando en esos dos mil
campesinos quichuas que, armados con palos, lanzas y hachas, vencieron en
Arohuma a las tropas regulares “godas” del coronel Juan Ramírez, una semana
después de Suipacha, el 15 de noviembre de 1810.
Se nos estruja el corazón acompañando a esos héroes jujeños
que destruyeron todo lo que no se podían llevar y marcharon hacia el Sur, hacia
un destino incierto. Nos imaginamos como parte de esa horda de desesperados que
venía huyendo de la venganza española desde el Lago Titicaca, hasta que en
septiembre de 1812 decidieron no retroceder más. Nos plantamos con ellos en
Tucumán, con ellos y con el pueblo tucumano, conducidos por un general con
aspecto de intelectual, bondadoso y de voz aflautada, dispuestos a jugarnos
todo a una sola carta, a suerte y verdad: “Ya escapamos demasiado. No pasarán”,
parece haber sido el pensamiento de esa multitud y de su improvisado general.
Brienza logra todo eso. Nos sumerge en la historia. Toca
profundas fibras afectivas. Juega con nuestras emociones. Pero también estimula
nuestra racionalidad. Porque nos permite alejarnos de esa visión
porteñocéntrica que tiene nuestra historia por influjo de Bartolomé Mitre y de
otros historiadores liberales y europeístas. Los argentinos no sólo enterramos
a los caudillos bajo el polvo del olvido, ninguneamos a una figura de la talla
de Martín Miguel de Güemes e ignoramos el impresionante éxodo jujeño. Hicimos
algo aún más grave. Negamos el rol cumplido en el proceso de independencia por
todas esas tierras mediterráneas que se extienden desde las afueras de Buenos
Aires hasta el Lago Titicaca.
Con Brienza redescubrimos todas las luchas, la sangre, el
sufrimiento que padecieron los habitantes del Potosí, Jujuy, Tarija,
Cochabamba, Salta, Oruro, La Paz,
Tucumán, Chuquisaca (la actual Sucre). Si esos miles de compatriotas
altoperuanos y argentinos del noroeste no hubieran ofrendado sus vidas, si esa
cincuentena de caudillos populares hoy completamente olvidados no hubieran
preferido la muerte a la capitulación, las tropas realistas hubieran aparecido
en las puertas de Buenos Aires. Y todo hubiera terminado rápidamente, en un
horrible baño de sangre.
Brienza logra todo eso. Nos tira en la cara nuestro carácter
latinoamericano. Nos obliga a preguntarnos si tenemos derecho a llamar
“extranjero” al habitante de un país vecino.
Es un libro que hay que leer. Es un libro que vale la pena.
Adrián Corbella, 25 de septiembre de 2012.
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