Arriba : No hay mucho para escuchar, salvo insultos...
Desde los oligopolios mediáticos viene el veredicto
inapelable: “El Gobierno se ha decidido a no escuchar el mensaje inequívoco de
los cacerolazos y, por lo tanto, no toma nota del descontento social”. La
pregunta obvia, que obviamente no se hacen a sí mismos esos comentaristas, es:
¿en qué consistiría que el Gobierno “escuche” y “tome nota” de lo ocurrido?
Una posibilidad habría sido que el Gobierno y sus
partidarios hubieran activado velozmente sus mecanismos de movilización
popular: una “contramarcha” así, en caliente, no hubiera logrado otro resultado
que el avance en espiral del clima de tensión política que visiblemente
persiguen quienes “espontáneamente” impulsaron y organizaron los golpes de
cacerolas. Se podía así construir una vívida imagen de dos Argentinas furiosas
y listas para las batallas definitivas. Muy razonablemente se esquivó esta
línea; en el futuro próximo habrá seguramente demostraciones públicas
favorables al Gobierno pero de ningún modo formateadas en términos especulares
a las que impulsan sus adversarios.
Otra manera de “escuchar” era la elaboración de medidas
correctivas respecto de lo que había provocado el descontento de los
manifestantes. Aquí tal vez radique una clave interpretativa de la situación y
a su alrededor surge una amplia área problemática. Hay una inevitable
dispersión “programática” entre quienes protestan; una dispersión, dicho sea de
paso, que revela las dificultades de hacer política sin políticos (por lo menos
sin políticos que den la cara y estén en condiciones de representar algo). La
manifestación “clásica” tenía una cartilla de reivindicaciones, una plataforma
mínima y urgente, alguna consigna central, algún argumento organizador; las
marchas “espontáneas” que impulsa la derecha mediática carecen de esa
legibilidad racional, solamente pueden ser descifradas en términos de climas
predominantes que, en este caso, fueron prolijamente ocultados por quienes la
publicitaron y, allí dónde fueron inspeccionados –y no solamente en los medios
públicos– revelaron escenas de odio y revanchismo lindantes con el delirio.
Ahora bien, aun en el supuesto de que la organización
política hubiese alcanzado o alcanzara en el futuro un nivel de unidad y
articulación de sus reclamos, ¿significa eso que “escucharlas” equivalga a
satisfacer sus demandas?, ¿sería realmente democrático que un gobierno electo
hace un año con guarismos aplastantes produzca un viraje respecto del rumbo
popularmente aprobado para poner en práctica las propuestas de una
manifestación callejera? Difícilmente algunas de las personas liberales que
claman por que el Gobierno escuche a quienes protestan podría aprobar esta
deriva de las cosas; salvo que pueda distinguirse jurídicamente a las
manifestaciones de la gente buena, como las de hace unos días, respecto de las
turbas populistas que quieren imponer su voluntad por fuera de las
instituciones representativas, según el sonsonete con que siempre han caracterizado
a las movilizaciones obreras y populares.
A esta altura hay que decir que la oposición, en general, se
montó en el clima de las marchas pero no avanzó en definiciones que pudieran
darle carnadura política, es decir sin entrar en el ripioso camino de la
propuesta. Lo más creativo de los días siguientes a la marcha es que algunos
dirigentes y partidos se lanzaron a la junta de firmas contra la reelección de
la presidente, o sea contra un proyecto que no existe. El silencio conceptual y
programático tuvo una excepción: el ministro de Educación porteño, Esteban
Bullrich, tomó la palabra casi inmediatamente después del cacerolazo para
denostar a la
Asignación Universal por Hijo y prometer su desaparición (a
cambio de un vago “subsidio al trabajo”) si eventualmente Macri fuera elegido
presidente. Estos dichos son muy significativos porque hasta ahora la derecha
ha venido siendo muy parca a la hora de hablar de su proyecto de país; su
lenguaje ha sido el de los estereotipos y los slogans que, a fuerza de ser
repetidos y multiplicados por las cadenas mediáticas oligopólicas, acceden a la
agenda pública. Dijo también el ministro que es partidario de un Estado
“garante” en lugar de uno “dador”, con lo que dio a entender que no se trata
solamente de la mencionada asignación sino que la discusión que propone
involucra a todo el presupuesto de gastos estatal. Es posible que estemos en
las vísperas de la gestación de un nuevo relato alternativo, el de la
centroderecha neoliberal. Así es: no hay proyecto de ingresos y de gastos sin
“relato”, sin un sistema de valores, experiencias y expectativas que justifique
por qué hay que sacar plata de un lugar y ponerla en otro. Ese es el punto en
el que dejamos de ser individuos aislados e indiferentes y nos interesamos en
lo público desde la perspectiva de nuestros valores y nuestros intereses. Es lo
que realmente merece llamarse política.
Detrás de la demanda de que el Gobierno “escuche” el mensaje
de la protesta está la falsa inocencia de quienes ocultan que lo que se está jugando
en el país es la cuestión del poder político. Esto no es en sí mismo una
característica diferencial de la política argentina: la política siempre es
lucha por el poder. Lo específico de nuestra situación podría estar dado por
dos de sus aspectos. El primero es que, como pocas veces, la tensión política
gira alrededor de un eje que separa dos grandes campos de fuerza, que son al
mismo tiempo dos grandes narrativas de nuestra historia. Esas narrativas
colocan en lugares diferentes al Estado, a la libertad económica, a los
derechos de los sectores populares, a la solidaridad con los más vulnerables, a
la soberanía nacional y a nuestro sistema de alianzas internacionales. En suma,
a la política. Ya se ha dicho en esta columna que el reconocimiento de un corte
político principal no equivale a la negación de la pluralidad, la complejidad y
la relatividad de los agrupamientos. Porque se trata de bloques
político-sociales que arma la política en su dinámica de lucha por la hegemonía
y no de monasterios o cuarteles militares. Puede haber mucha gente que no
reconozca y no se reconozca en ese cuadro, pero si el cuadro es operativo en
términos políticos –si define elecciones, si organiza agendas y hasta complica
amistades y relaciones familiares– tiene existencia política real.
El otro rasgo específico de nuestro conflicto político es la
relativa autonomía que tienen sus formas respecto de las formas y los
calendarios institucionales. Lo reveló una vez más la manifestación cacerolera:
son múltiples los testimonios que muestran que campeaba en la calle la ansiedad
de la inminencia: “Si estamos acá tiene que pasar algo”, parece ser el mensaje
central. Cierta mitología urbana, políticamente menesterosa hay que decirlo,
sostiene que cuando “la gente” golpea cacerolas en magnitudes numéricamente
considerables “pasa algo”. Tal vez porque se trata de sectores sociales y
culturales poco propensos a ocupar la calle; no suelen ir, por ejemplo, a las
marchas de recuerdo y repudio en cada aniversario del golpe militar de 1976. No
es sencillo contar con que la desesperación colectiva que reflejaban algunos
grupos de manifestantes tenga a bien esperar pacientemente la oportunidad del
voto para intentar transformar la situación política. Quien vocifera que la Presidenta se tiene que
ir no está pensando en 2015. Y eso no sería nada si fuera un delirio que no se
conecta con la experiencia política de muchas décadas de historia argentina. De
la de casi todo el siglo XX y también de la más reciente. De la que se rige por
una Constitución no escrita que dice que el presidente dura cuatro años siempre
que una situación de ingobernabilidad no lo obligue a renunciar
anticipadamente.
Las tensiones sustantivas y los calendarios
extrainstitucionales que ordenan a algunos de sus actores son los rasgos
específicos de la puja política argentina de estos días. Sin recaer en fáciles
simplificaciones, la proximidad del vencimiento del plazo dictado por la Corte Suprema para
la vigencia de la medida cautelar que permitió al grupo Clarín incumplir la ley
de medios audiovisuales le pone un dramatismo especial a la escena. Cristina
Kirchner ha hecho varios anuncios durante la última semana. Uno de ellos
comporta el fortalecimiento de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación
Audiovisual con la propuesta de que pase a ser encabezada por Martín
Sabbatella. Se trata, ni más ni menos, que de la oficina que tiene a su cargo
la puesta en marcha en plenitud de la ley que democratiza los medios. Eso
también merece ser “escuchado”.
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