Nadie discute que la democracia sea el “gobierno del pueblo”. Lo que suele discutirse es quien representa al pueblo y cómo participa éste, así como el rol que ocupan en una democracia los distintos factores de poder, políticos y corporativos.
Durante mucho tiempo los gobiernos liberales, republicanos pero no democráticos, tuvieron sistemas políticos muy restrictivos, que otorgaban el derecho al voto a una minoría, que se definía por su nivel cultural, social y económico.
Esto significaba en la práctica que los pobres, la gente de menos nivel cultural, o los que pertenecían a determinados grupos étnicos -y a veces las mismas personas poseían los tres atributos-, no podían votar. Pensemos que en los “democráticos” Estados Unidos, los afroamericanos no pudieron votar hasta la década de 1960.
En otros lugares, se otorgó el derecho universal al voto, pero esto era en la práctica distorsionado, ya que se recurría a distintas formas de fraude para manipular las elecciones (en la Argentina de los años ’30 la elite va a hablar abiertamente del “fraude patriótico”), o a la prohibición lisa y llana de fuerzas políticas consideradas “no democráticas” (el yrigoyenismo en la década del ’30 Argentina ; el peronismo en las de los ’50, ’60 y ’70).
Los procesos políticos en los que hubo mayor participación del ciudadano común fueron vistos siempre como “no democráticos” por sectores de la elite o de la clase media, ambos acostumbrados a sistemas restrictivos.
En el caso de Argentina en particular y de Latinoamérica en general, las fuerzas armadas, con apoyo de algunos sectores políticos y corporativos -como la Iglesia u organizaciones empresariales- promovieron golpes de estado para vulnerar la voluntad popular.
Superado a fines del siglo XX el riesgo de la interrupción permanente de los procesos democráticos por parte del poder militar -debilitado y desprestigiado-, la discusión se ha centrado en otras cuestiones, tales como la participación política de los ciudadanos, la representatividad de los funcionarios elegidos por el pueblo, y el rol en los sistemas democráticos modernos de los poderes reales corporativos (Iglesia, Organizaciones empresarias, grupos económicos concentrados –incluyendo los mediáticos-, sindicatos, etc).
Estos poderes tienen no sólo una gran influencia y capacidad de acción concreta en las sociedades, sino que no están sometidos a los controles y restricciones que limitan y regulan el accionar de los poderes políticos .A nadie se le ocurriría, por ejemplo, limitar constitucionalmente las reelecciones del CEO de una corporación monopólica u oligopólica.
Suponer que en una sociedad capitalista, donde el dinero ocupa un rol tan importante, el poder económico es políticamente neutro es, o bien una muestra de inocencia supina, o de un cinismo rampante. Es justamente la pretendida “neutralidad”, “apoliticidad” de estos poderes reales económico-corporativos lo que les permite jugar con más efectividad su rol de “poder en las sombras”, desempeñar su tarea de presionar a los funcionarios elegidos por el pueblo desde la prensa en sus diversas formas, desde la cultura, desde el mundo del espectáculo o desde cualquier otro lugar pretendidamente “apolítico”.
En esta concepción, Democracia sería un sistema en el que el pueblo elige un gobierno que no responde a sus votantes sino a los poderes reales. Por eso les preocupa tanto saber si las medidas gubernamentales conforman a “los mercados”, a la vez que no les interesa la reacción del ciudadano común.
Todo intento de establecer una verdadera democracia, todo esfuerzo por instaurar un gobierno que responda a sus votantes y que gobierne sobre toda la sociedad (imponiendo la autoridad gubernamental a los poderes reales) es condenado, y se acusa a estas irreverentes autoridades de ser demagógicas, populistas, dictatoriales, tiránicas. El desprecio llega aún más lejos: se niega la existencia POLÍTICA de los millones de votantes de esas fuerzas que alcanzaron el poder formal. Esos ciudadanos están confundidos, mal informados, son brutos, están engañados, los han sometido al clientelismo, son corruptos o venales. Es un voto de “baja calidad”, como dijera un dirigente político argentino que se dice de izquierda. De esta manera, el adversario político es negado: no se trata de que piense distinto, de que tenga otra ideología o esté equivocado: simplemente, no existe.
El adversario político se transforma entonces en un conjunto despreciable de corruptos, casi de delincuentes, o de tontos. El destino de los actuales partidarios de los oficialismos, en caso de que opositores con esta cosmovisión tomaran el poder, no podría ser más claro. U oscuro.
De un lado ponen la Democracia, la Libertad, la Razón, el Sentido Común.
Del otro queda la Mentira, el Autoritarismo, la Corrupción, el Clientelismo y la Demagogia.
Así planteadas las cosas, la lucha es entre CULTURA (de un sector político-ideológico, pero presentada como neutra) y ADOCTRINAMIENTO (en la ideología del otro).
Esta es la línea de pensamiento que ha llevado a la derecha “liberal” latinoamericana a alcanzar el poder y mantenerlo merced a golpes de estado, fraudes, proscripciones y represiones sangrientas y genocidas.
Desde el siglo XIX, el gran problema de la mayoría de las sociedades latinoamericanas fue la existencia de una minoría poderosa que no estaba dispuesta a aceptar el veredicto de las urnas, por democrático y mayoritario que fuera. Esa minoría fue capaz de hacer cualquier cosa con tal de evitar que la mayoría tomara las decisiones y marcara el rumbo general de la sociedad.
En el siglo XXI, este problema sigue vigente.
Adrián Corbella, 12 de septiembre de 2012.
1 comentario:
A pesar de que suene viejo, el paradigma civilización y barbarie sigue vigente. A pesar de la crisis económica y social que está atravesando en la vieja Europa, los analistas del establishment no se atreven a cuestionar las medidas que hunden cada vez más al continente. Mientras tanto, en nuestro país, la conquista de derechos es considerado clientelismo, demagogia o populismo, las medidas que se toman en Europa son vistas como criteriosas, necesarias, ineludibles. Hay mucho que batallar, todavía.
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