El dato político más significativo de la última semana no fue ninguno de los que acapararon la atención periodística. O, al menos, es sugestivo que la noticia haya pasado tan de largo.
Quizá fue así –y no esté mal– por haberse juzgado al hecho como extremadamente obvio. O tal vez, y además, porque los grandes medios opositores decidieron que no conviene revolverse las heridas. Podría ser, también, que rigió una cierta pereza intelectual, o que el acaecer del Congreso Nacional no atrae interés alguno. Como sea, termina siendo una cuestión de gustos analíticos. Para el de quien firma, un conjunto de obviedades no es necesario sinónimo de irrelevancia. El miércoles pasado, la oposición no pudo siquiera reunir quórum para debatir la suba del mínimo no imponible, aplicado sobre los sueldos, en el Impuesto a las Ganancias. Si ni tan sólo pueden articularse para impulsar un proyecto común de alta sensibilidad prospectiva, habiendo la conformación parlamentaria surgida del traspié kirchnerista de 2009, ¿qué tipo de consenso, en aras de cuál objetivo, le proponen a la sociedad para derrotar a Cristina? Faltaron a la sesión 44 diputados, de manera que el presidente de la Cámara, tras media hora de espera y cuando en el recinto había solamente 85 legisladores, resolvió levantar la sesión. Si esto es así antes de que el 23 de octubre ratifique al oficialismo en el manejo de alrededor de los dos tercios de Diputados, ¿qué cabe esperar de la oposición cuando se vea cercada por una mayoría aplastante? ¿No se ponen de acuerdo ni para demagogizar la suba de salarios por vía impositiva, y pretenderían que se los considere aptos para conducir al país? Con otro tipo de dirigentes podría responderse que la adversidad suele o puede convocar a la unidad fortificada. Pero no con éstos, que en la última sucesión de sketches cruzaron límites desconocidos a partir de cómo reaccionan frente al infortunio. El hijo de Alfonsín y la vocera del Armagedón llamaron, más literal que virtualmente, a que se prescinda de ellos, pero por lo menos se vote a los candidatos de sus listas. Y Mario Das Neves –para mayores datos: acompañante de fórmula de Eduardo Duhalde, con quien no se dirige la palabra hace semanas– dijo que Cristina ya ganó.
En este contexto, es remarcable que hasta en las sedes de la prensa opositora pueda leerse y escucharse que es la Presidenta quien goza de “blindaje”. Una palabra de horrible recuerdo que vuelve a circular, aunque muy afortunadamente con otro significado, porque el tema es cuánto de protegida está la Argentina frente a la crisis de las naciones centrales. Hace poco más de diez años, la ecuación era al revés. Al cabo de la orgía menemista, se discutía, con frivolidad y cinismo, de qué manera podía ayudarnos la rapiña financiera internacional. Muy por el contrario, hoy es Argentina la que es citada, incluso por referentes y centros de poder mundial, como ejemplo de saber arreglárselas gracias a un modelo de mercado interno de políticas sociales activas. El blindaje a que se refiere la derecha criolla, sin embargo, no apunta en esa dirección, porque supondría reconocer que la variante capitalista parida en 2003 se reveló mucho más eficaz que cualquiera de sus recetas de ajuste. Entonces hablan de que Cristina está blindada, pero debido al default de una oposición impresentable, capaz de permitir que a la Presidenta pueda resbalarle toda deficiencia o barrabasada propia. En un sentido tienen razón. Los enredos lamentables del oficialismo en el caso de Rubén Sobrero, las salpicaduras de Schoklender, las denuncias de corrupción que caen sobre el Gobierno como una retahíla más allá de su nula comprobación judicial, u otros tantos flancos que quieran menearse, está visto que no alteran la confianza estructural en el rumbo madre. Pero atribuir el blindaje presidencial al solo factor de la oposición inexistente es un sofisma. Para que los adversarios no se noten, primero debió pasar algo que no se explica únicamente por sus deméritos. Aun cuando se arguya que un montón de pueblo no está bien, que vaya si es veraz, es deshonesto no reconocer que ese mismo montón está mejor. Hay lo que se hizo para asistenciar y lo que se optimizó en términos de mejores salarios del empleo estable, y hay lo que se proyecta como simbología concreta de un país recuperado en no pocos aspectos. ¿Quién hubiera imaginado que a la vuelta del incendio de 2001 despuntaría un polo tecnológico como el inaugurado esta semana? ¿Eso también fue posible porque la oposición es un desastre? ¿Presentar un plan estratégico de desarrollo industrial se debe a que los antagonistas no pueden juntar ni la mitad del equipo? ¿Un millón de computadoras personales en escuelas primarias de todo el país es porque los radicales llaman a cortar boleta contra su candidato presidencial?
Para suerte de los sofistas, todos los días surge alguna figurita que les ratifica insistir con sus artificios. Ahora reapareció Carrió, contando que se hartó de que el pueblo no comparta sus valores; que no le interesa gobernar un país de esta catadura moral y que el próximo apocalipsis es la reforma constitucional para que Cristina se perpetúe. Lilita, cabe machacar, no debe ser entendida como una dirigente política. Nadie que haga política, seriamente, lo hace para destruir cuanto construye. A la pobre, desde sus aptitudes de histrionismo tremendista, le quedan nada más que el arquero y digamos que alguno de los puntas, porque nunca se enfrenta a periodistas que le repregunten algo (colegas que, concedamos la probabilidad, se sienten absortos entre lo que escuchan de la todavía candidata y la prohibición patronal de hacerla pelota). Pero, aun sin toda la defensa, el mediocampo, la ofensiva y el banco de suplentes, Carrió expresa el grado de vacío e impotencia del arco opositor. Es quien deja más en claro que no se trata de estar a favor o en contra del kirchnerismo, porque antes que eso pasa, simplemente, que no hay otra cosa que el kirchnerismo si es por alternativas de poder real. De ahí en adelante se lo puede correr por izquierda, y está muy bien. O por derecha, pero con argumentos sólidos que no existen en los dirigentes de la oposición. Carrió no actúa que quiere gobernar. Perdió los cabales. Pero dentro de su locura, es infinitamente más auténtica que el resto. Y este diagnóstico, frente al cual uno se siente como un analista muy básico, palaciego, más emparentable con el examen de la politiquería que de la política, es empero la demostración de dónde está parado el país y desde dónde conviene visualizarlo. Si del kirchnerismo para atrás o del “cristinismo” para adelante.
El viejo Marx supo estipular, sin ninguna estampa ni corriente que lo refutase a lo largo de casi dos siglos: los hombres no hacen la historia bajo las circunstancias que han elegido, sino por aquellas que les fueron determinadas. Saltar de Carrió a Marx puede parecer una extravagancia imperdonable. Pero, aunque sea arduo, debe recurrirse a esos parámetros filosóficos para entender cómo es posible que la oposición de este país sea una orate mediática; un tipo que si no fuera por el apellido no llegaría a concejal por Chascomús, donde de hecho perdió; un socialista de comarca, una efigie de mafioso. Por qué puede ser que no haya nada mejor que un populismo desarrollista al estilo del que encarna el kirchnerismo. Qué condiciones, locales y universales, se dan como para que el debate y la voluntad popular parezcan ser tan terminantes a cortomediano plazo.
Nada de todo eso se acaba nunca, claro. Hay imágenes, eso sí. Como estos prolegómenos del 23 de octubre. La imagen certera, ratificada constantemente, de que por el momento no hay mucho más que hablar. Lo cual es cierto y tramposo al mismo tiempo.
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