Fue una hazaña llegar a la presidencia en 2003 con un apellido impronunciable y desde una provincia despoblada y periférica después de haber sido secundus inter pares, con apenas el 22 por ciento de los votos. Fue una hazaña haber terminado esa presidencia con casi el 70 por ciento de aprobación cuando al empezarla, debido al cuadro de desintegración política y económica dominante, eran mayoría los que ponían en duda si cumpliría su período tras cuatro presidentes fallidos. Fue una hazaña ganar en primera vuelta otro período para el mismo proyecto político con más del 45 por ciento de los votos.
Resulta difícil, entonces, encontrar una palabra exacta para calificar lo ocurrido ayer.
No es común que el mismo proyecto político consiga respaldo popular para un tercer mandato consecutivo. No había pasado nunca desde el restablecimiento de la democracia y hay que remontarse a los tres mandatos radicales, entre 1916 y 1930, con la licencia de considerar a Hipólito Yrigoyen y Marcelo Torcuato de Alvear como cabezas del mismo proyecto político.
No es común arañar el 54 por ciento de los votos. Es el número más alto desde el triunfo de Alfonsín con el 51,7 en 1983, cercano al 57,4 de la segunda presidencia de Yrigoyen y no tan lejano del 61,8 de Juan Domingo Perón en 1951 (en el ‘46 había llegado al 52,4) y del 62,5 de 1973.
No es común exhibir casi 40 puntos de diferencia con el segundo más votado. En realidad, sólo puede compararse con los 37 que Perón le sacó a Ricardo Balbín.
Menos común es haber logrado semejante votación tras un mandato en que el Gobierno se vio acorralado por una revuelta del establishment contra su política agraria. Una revuelta que pese a recurrir a medidas casi insurreccionales, como cortar rutas y desabastecer a las principales ciudades, fue apoyada por el poder mediático. Y desembocó en una derrota parlamentaria y un duro traspié en las elecciones de medio término en los distritos más poblados del país. “El kirchnerismo ha concluido anoche como ciclo político”, escribió Joaquín Morales Solá en La Nación del 29 de junio de 2009, y no estaba solo en su conclusión.
No es común remontar decenas de puntos de intención de voto en medio de la crisis económica mundial más profunda desde la depresión del ’30, aplicando medidas económicas a contrapelo de lo recetado por los organismos financieros internacionales. Y menos común es haberlo hecho en abierto desafío al poder económico local con medidas como la estatización de las AFJP (que todos los gurús interpretaron como el golpe de gracia a la economía argentina), que hizo posible entre otras cosas la subsiguiente generalización de las jubilaciones y la Asignación Universal por Hijo.
No es común que la segunda, la tercera, la cuarta y la quinta fuerzas de una elección presidencial sumen sólo el 42 por ciento de los votos y menos común aún que dividan esos puntos sin demasiadas diferencias, lo que los transforma en fuerzas poco más que testimoniales. No es común tampoco que sea la tercera y no la segunda la que tiene más posibilidades de erigirse como la principal oposición. Para ello la UCR todavía mantiene la segunda bancada en importancia en las dos Cámaras, alguna provincia pegada con alfileres y numerosas intendencias. Ya vivió, además, la experiencia de salir tercera, con Horacio Massaccesi en 1995, detrás de Carlos Menem y José Bordón. Y si alguien compara su 17,6 por ciento con el raquítico 11,2 alcanzado ayer por Ricardo Alfonsín, se le puede recordar que en 2003 el candidato radical, Leopoldo Moreau, llegó sexto con el 2,3 por ciento de los votos.
No es común que las dos figuras opositoras que resultaron menos afectadas por el tsunami sean las cabezas de sendas fuerzas provinciales, una de ellas, el PRO, prácticamente vecinal. Para colmo, Hermes Binner y Mauricio Macri no tienen mayoría en sus respectivas Legislaturas y enfrentan grandes dificultades para extender su acción a escala nacional. El primero, por los eternos enfrentamientos recreados dentro de la federación de ambiciones locales que lo componen (que acaba de devorarse la carrera de Pino Solanas). El segundo, por el actual naufragio del Peronismo Federal, el andamiaje nacional que Macri siempre soñó que tendría a su disposición a la hora de competir por la presidencia.
No es común que los principales medios y sus principales periodistas consideren de lo más común todo lo descripto. O, menos común aún, que de sus análisis se desprenda que todo lo dicho es completamente irrelevante. Desde que el rotundo triunfo en las primarias dejó claro que Cristina Kirchner se impondría en las presidenciales, se dedicaron a explicar que las elecciones de ayer no tenían mayor importancia porque el futuro del país no dependía de sus resultados sino de la decisión personal y caprichosa de una única persona sobre cuyo pensamiento nadie, ni aun sus más íntimos colaboradores, sabe nada. El relato supone que los motivos del voto son ajenos al rumbo político exhibido en los últimos ocho años. Que se limitan a una sensación de bonanza económica (a su vez resultado del llamado “viento de cola” internacional) y a la solidaridad que despierta la viudez de la Presidenta.
No es común, sin embargo, que sea tan evidente que las raíces del alud de votos de ayer deben buscarse en el respaldo a la forma en que el Gobierno enfrentó, no sin errores, las distintas y difíciles encrucijadas que le tocó atravesar. “Creo que el éxito de un gobierno no puede ser medido por la ausencia de problemas sino por la capacidad de extraer experiencias y superarlos”, le dijo Inácio Lula da Silva a este diario en octubre de 2006, casualmente un día antes de lograr su anunciada reelección. Fue esa capacidad la que premió ayer la mayoría. Después de tantos años de una gestión se puede estar a favor o en contra del rumbo emprendido, pero no ignorar que ante cada coyuntura crítica el Gobierno tomó sus decisiones, con mayor o menor suerte, en el mismo sentido de fortalecer el Estado frente a los poderes privados, propender a la distribución del ingreso con su política social y salarial, fortalecer la vigencia de los derechos humanos y las posibilidades de las minorías. Por supuesto está abierta la discusión sobre la efectividad o la validez de esas políticas, pero no el sentido general que ellas encarnan y, por lo tanto, lo que se puede esperar del mismo equipo en un nuevo mandato.
No es común que después de tantos discursos y tantos actos de gobierno en esa dirección, los medios opositores y sus principales periodistas insistan en vaciar de todo contenido la formidable votación de ayer, y repitan que se volverá a la lógica del pensamiento único de los ’90, justo en medio de la crisis que amenaza mandarlo a pique en los propios países centrales. Se construye así un nuevo discurso para condenar las elecciones a la irrelevancia. El razonamiento parte de imaginar una súbita comprensión por parte de la Presidenta de las bondades de las recetas ortodoxas y el consiguiente nombramiento de ministros con veleidades neoliberales. Y en el caso de que ello no ocurra, cuenta con que “las leyes ineluctables de la economía” arrastrarán al país y a su gobierno al merecido infierno que se están buscando tras ocho años de desafío a la lógica del poder financiero internacional y sus aliados nacionales.
No es común no darse cuenta de que, lejos de la irrelevancia, lo que se resolvió en las elecciones de ayer es el sentido de las políticas que se implementarán en los próximos años. Tanto para enfrentar los problemas que planteará la prolongada crisis mundial como los que se derivan de la resistente desigualdad que todavía caracteriza a la sociedad local. Lo que define a un gobierno no es un modelo perfecto diseñado desde ahora y para siempre sino el rumbo general con que toma cada una de las decisiones frente a los problemas que constantemente le plantea la realidad.
Fue más que una hazaña, de acuerdo con cualquier parámetro nacional o internacional, haber llegado a este punto. Y haberlo logrado en el último año sin el concurso de uno de sus principales impulsores. Fue más que una hazaña conseguir que su presencia continuara viva y que la autoridad presidencial se multiplicara en una mujer que se mostró capaz de sostener la responsabilidad del Estado mientras compartía con todos el dolor de la pérdida.
Fue una hazaña terminar esta nota sin haber escrito ni una vez la palabra “histórico”.
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