Por:
Dante Augusto Palma
Dante Augusto Palma
En diversos
análisis de la política argentina existe un tópico recurrente, al menos, en el
último lustro, a saber: el kirchnerismo es una fuerza que se constituye
estableciendo un enemigo, un otro con el cual confrontar. Tal descripción es
más o menos compartida por todo el arco opositor pero no le resulta incómoda a
los propios kirchneristas. Esto significa que hay cierto acuerdo en la
descripción aunque no, claro está, en la valoración, pues mientras para los
críticos este espíritu confrontativo divide al país, para los kirchneristas se
trata de la natural consecuencia de lo político y del avance democrático contra
los intereses de las clases privilegiadas. Así, para los primeros, el progreso
de una comunidad se da a través del consenso, de un acuerdo básico entre los
diferentes sectores que conforman la sociedad; para los segundos, en cambio,
esa idea de consenso esconde una defensa del statu quo pues los sectores más
aventajados difícilmente cedan sus privilegios amablemente sentados en una
mesa.
Claro que, en la
discusión pública, las posturas de unos y otros se han ido radicalizando y
muchos consensualistas entienden que ese espíritu confrontativo sólo puede
explicarse a través del asiduamente citado jurista alemán Carl Schmitt, un feroz
crítico de la tradición liberal de Immanuel Kant y Hans Kelsen, que afirma que
el edificio jurídico estatal no puede explicarse por la existencia de una Norma
Fundamental, pues anterior a ella hay una decisión política que establece que
ésa es la norma desde la cual adquiere validez el derecho. Dicho más fácil, la
existencia de la ley supone la existencia de una decisión anterior a la misma
ley. Esta idea da lugar a lo que se conoce justamente como “tradición
decisionista” y muestra que en el origen del Estado y del Derecho no hay
acuerdo sino poder. De aquí que no se encontrarán individuos iguales pactando
voluntariamente una Constitución con la que todos acuerdan sino un sujeto, o un
grupo, que impone las condiciones y la presenta como fruto de un acuerdo.
Ahora bien, cuando
Schmitt afirma que esa decisión originaria es política está diciendo que su
esencia es el establecimiento de una separación entre amigo y enemigo. Esto
quiere decir que esa primera decisión es fundante de una fractura, establece un
límite, marca un nosotros y un ellos. Sé que al lector no familiarizado con
esta terminología le puede resultar difícil pero confíe en mí. Avance un poco
más pues lo que Schmitt dice es más o menos simple: para crear una comunidad
política hay que naturalmente trazar un límite que distingue a esta comunidad
de las otras. Es decir, tienen que existir las otras para que la nuestra tenga
unidad. Pasa con cualquier agrupamiento desde un partido político, una hinchada
de fútbol o un grupo de amigos: somos nosotros y no somos ellos; y nos
reconocemos como un nosotros en la medida en que también nos damos cuenta que
no somos parte de ellos.
Los críticos de
Schmitt le pasan la factura de su siempre controvertido vínculo con el nazismo
y la decisión de exiliarse en la
España de Franco, pero además indican que la lógica
amigo-enemigo puede justificar los principales genocidios del siglo XX pues la
lucha contra el enemigo es una lucha existencial, a muerte y el enemigo está
afuera de la comunidad (por ejemplo, el Estado de Francia) pero también puede
estar adentro (el judío, en Alemania). Porque para Schmitt, el enemigo amenaza
la unidad de la comunidad y su existencia, y por eso se lo combate.
Volviendo a la
cotidianeidad de la política vernácula, desde esta columna y en mi libro El
Adversario, indiqué que adjudicarle al kirchnerismo una lógica schmittiana era
un despropósito y que la distinción amigo-enemigo no es el único desenlace
posible de una mirada no consensualista de la política. Incluso, hay una línea
de izquierda neomarxista lacaniana que retoma aspectos de Schmitt y que, aunque
entiende que la confrontación es esencial a lo político, considera que ésta se
debe dirimir dentro del ámbito democrático y en el marco de las instituciones
republicanas.
Pero una vez aceptado
que el kirchnerismo es confrontativo y que admitiría que una de las
consecuencias de la política es una sucesión de fracturas dentro de la sociedad
(aunque desde mi punto de vista, insisto, lo hace siempre dentro de los límites
de la democracia y no en la línea schmittiana), la pregunta que quisiera
hacerme es si, en algún sentido, la propuesta consensualista no se constituye
también a partir de un cierto tipo de división.
Para ello me
serviré de la lectura que Hannah Arendt hace de Jean Jacques Rousseau en Sobre la Revolución para así, de
paso, recordar al autor de El contrato social que en 2012 fue homenajeado en
todo el mundo al cumplirse 300 años de su natalicio. Según Arendt, Rousseau (al
igual que Schmitt) entiende que la conformación de la unidad de la comunidad
política depende de la identificación de un enemigo exterior, algo que ha sido
el eje vertebrador del nacionalismo francés y de los diferentes tipos de
nacionalismos durante el siglo XIX y XX. Sin embargo cree que Rousseau da un
paso más y realiza una suerte de introspección colectiva para preguntarse
acerca de cuál es el enemigo interno de la comunidad. Y aquí la respuesta es
completamente distinta a la que daría Schmitt porque, según Arendt, Rousseau no
encuentra al enemigo en un grupo religioso, sexual o ideológico minoritario
sino en cada una de los hombres que conforman la comunidad. Dicho de otra
manera, cuando Rousseau retoma la tradición clásica de la democracia directa y
asamblearia y resuelve la cuestión de la legitimidad del cuerpo político en
términos de “voluntad general”, realiza una serie de afirmaciones altamente
controvertidas pues la falta de unanimidad en una determinada decisión sólo se
explica porque hay sujetos que priorizan su interés particular al de la
comunidad. Es decir, quien va en contra de la voluntad general en realidad está
equivocado o, mejor dicho, es alguien que piensa desde un punto de vista
egoísta. Porque la voluntad general apunta a un bien común indivisible y no es
el resultado de una simple adición de los intereses de cada uno de los que
participan en la Asamblea.
Según esta
interpretación, entonces, Rousseau encuentra la columna vertebral de la
comunidad en un enemigo interno que está presente en cada uno de los sujetos y
que se opone a la voluntad general. Ser ciudadano es, así, una rebelión
constante contra las inclinaciones particulares y el interés egoísta que habita
en cada uno de nosotros.
Dicho esto, cabe
concluir estas líneas con una reflexión algo paradójica. Porque finalmente el
kirchnerismo encuentra su identidad en esa disputa con un otro real o
ficcionado pero acepta esa condición como inherente a la política. La mayoría
de sus críticos, en cambio, quieren participar de la cosa pública con una
mirada de consensos y acuerdos mientras ni siquiera han podido resolver ese
desgarramiento interno que hace que en cada intervención aflore su interés
particular antes que esa mirada superadora de la individualidad denominada, ni
más ni menos que, voluntad general.
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