Me preguntaba por qué los zombis gozan de tanta fama en el acotado mundo de los monstruos míticos. Después de todo, no se trata sino de esclavos vueltos a la vida artificialmente; deben su vida más o menos a las mismas razones que Golem o la criatura del Dr. Frankenstein pero, mientras el primero no sirve ni para repuestos y el segundo se rebela contra su creador -en abierta crítica a las pretensiones humanas de dominio de la naturaleza-, los zombis quedan sometidos para siempre a la voluntad de quien les devolvió la vida muerta.
Analicémoslos un poco, tal como se nos muestran en las películas del género. Desharrapados, enfermos, mutilados, extendiendo sus manos huesudas o sus muñones, de verdad meten miedo. Andan todos juntos, copan los lugares públicos. Toman lo que buscan con malas maneras. La policía, el ejército, todas las fuerzas VIVAS de la comunidad intentan detener a los fenómenos con verdadera dificultad.
El primer caso analizado es el de la haitiana Felicia Felix Mentor en 1907. El nombre es curioso, remite al consejo y a la felicidad. Se discutió bastante acerca de si los zombis son realmente muertos resucitados o adictos irrecuperables, es decir, “muertos en vida”.
Muertos en vida o vivos por resurrección interrupta, los zombies están ahí, a mitad de camino, lejos de la civilización, los modales y las buenas costumbres. Terroríficos, cualquier mañana se te abalanzan sobre el auto a limpiarte el vidrio delantero. Suelen participar de grandes turbas, preferiblemente en las plazas principales de las grandes ciudades. Cuando el calor les molesta, se refrescan en las fuentes -si es octubre- o se tiran con agua si es febrero. Algunas veces, la gente decente y completamente viva, coincide en alguna acción de los zombies, tanto sea porque quedaron en el medio del camino y por temor a llevarles la contra marchan con ellos, o bien porque los zombis van a buscar algo que a la gente de bien le reporta algún beneficio.
Suelen ofenderse cuando la gente huye despavorida de su presencia; si los insultan pueden tornarse muy antipáticos, y si les tiran balas de goma acostumbran ponerse violentos.
De trabajar ni hablar, y los mantenemos con nuestros impuestos.
Las voces más prístinas y bien pensantes observan con resquemor que el actual gobierno argentino ha repartido entre los cachorros zombis unas máquinas computadoras que los mantienen idiotizados, desoyendo las opiniones que, más sensatas, proponen atarlos de los tobillos con cadenas y mandarlos a la plantación de azúcar de Monsieur Blaquier, quien, si no puede inculcarles algo de protocolo, al menos se encargará de dar las indicaciones de enterrarlos donde nadie pueda volverlos a la vida.
Entonces pienso en los zombis, y nos veo, digo los veo, como vivos a quienes se les ha inyectado una potente dosis de muerte, contrariamente a la definición de las películas. Y nos veo, digo, los veo, como seres extremadamente resistentes al maltrato que ofrecerán su lealtad y afecto a quien, con sus obras, nos devuelva, digo, los devuelva a la vida plena. A la vida digna que nunca nos transformará, digo, nunca NOS transformará en seres sumisos y educados al gusto de nadie, pero sí agradecidos y luchadores.
Y un día Monsieur Blaquier se enterará -ya se enteró- que los zombis nunca morimos.
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