Llega a mi mesa un correo ya impreso. Es una nota de Carlos Gabetta escrita para el medio amarillo Perfil que fundara Alberto Fontevecchia para editar “El Ciclón” y “Racing”, así comenzó a fines de los ’70. La nota que decidió firmar Gabetta lleva una volanta inspirada en el racionalismo cartesiano cuanto en el elitismo del joven Ingenieros: “Peste emocional”. El título: Los resignados. Yo recibí el correo el 25/5/12 a las once y dieciocho minutos de ese día. Esa breve y mezquina mezclilla de subjetividades me ha inspirado las siguientes reflexiones, desplegadas a vuelapluma.
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La resignación es la resaca de la derrota, así como la nuda indignación es la histeria de los impotentes. Impugnamos, entonces, a entrambas pues resultan por completo ineficaces para sustentar, en el tinglado político global, no digamos ya opciones sistémicas alternativas, sino tampoco y ni siquiera, incipientes conatos de construcción de nuevas orgánicas. La resignación embrutece y con la indignación no alcanza.
Pero, ¿por qué (y desde qué lugar) descalificar la resignación de un ex torturado (o la de un simple vecino presa de cansancio moral) y celebrar, en cambio, con pífanos y timbales de júbilo y tontuela algarabía, la indignación anglosajona o europea? Y además, ¿la indignación no es emoción? ¿Sólo lo es la “resignación ante el kirchnerismo”?
Omito el sustantivo “peste” pues de tan elitista que suena parece salido de una pluma socialdemócrata, pero también, y en primer lugar, porque descalificar a la emoción es síntoma de secretos inconfesables. Von Aschenbach tuvo que aprender que el mal es el alimento del genio y que a la belleza no se arriba por el camino de la razón sino por el de los sentidos. Mann, Mahler, Visconti escribieron un único enquiridión y con él levantaron la barricada de la sensualidad contra toda teodicea de la estética.
Le estoy diciendo al autor de la nota de Perfil que la política no es, exclusivamente, un producto de la razón. La pasión hace mixtil fori con ella. Esa nota, escrita para la editorial que acusó a sus trabajadores, en 1982, de pertenecer a la “cuarta internacional” (¡en 1982!) sólo porque esos trabajadores de prensa hacían huelga, esa nota, digo, supura desprecio por todo lo emocional y, como circunstancia calificante, mete en la misma escarcela al emocionado por el mundial 78, al que vivió, trémulo, la aventura malvinera y … a buena parte de ese 54 % del país que apoya al kirchnerismo, todavía hoy, autoenajenado de esa pizca de buen espíritu crítico que siempre hay que tener para que todo luzca politically correct y en consonancia con la razón iluminista.
Con toda franqueza, pienso que hay mucho colorinche en la nota de Gabetta, demasiado cartón pintado, abundante utilería y una muy ruidosa inopia conceptual aderezada con vulgaridades metodológicas de ocasión.
Por caso, ya en el segundo párrafo el autor le entra a la tautología sin darse cuenta, le hunde el cuchillo hasta el hueso y termina no diciendo nada pero haciéndole creer al que lo festeja, desde su auténtica y personal ignorancia, que esta diciendo algo.
“El fenómeno tiene la apariencia de algo puntual” (son palabras el autor cuando se refiere a los “resignados al kirchnerismo”). Lo fenoménico –bien lo dijo el maestro de Königsberg y lo repitió el de Tréveris- es, por definición, apariencia. Es lo que “aparece”, lo que se manifiesta, lo que se percibe, lo que encubre. De modo que proferir, como hace Gabetta, que “…el fenómeno… tiene la apariencia…” es una tautología que, de tan rústica, deviene patética. La apariencia tiene apariencia. El fenómeno es el fenómeno. Un gato es un gato.
Hay que cuidar el estilo, men. Los tiempos vienen confusos, es cierto, pero la anécdota irrumpe cuando a tu belleza la celebran los ciegos.
Si el colaborador de Perfil bien mirara, caería en la cuenta de que no hay un ápice de diferencia entre su “espíritu crítico” (es su locución) y la “insensata irreflexión” (este sintagma es mío) de los resignados objeto de su módica ironía. Juzgan éstos bueno el modelo nac & pop con la vista puesta en la AUH o en la estatización de las AFJP, al tiempo que Gabetta lo juzga malo o regular (esto no luce diáfano en su escritura) porque el PAMI no atendió el prolapso de la mucama de su amigo. Aquéllos dan las hurras y los vivas entusiastas que a su pobre corazón les dictan la movilidad bianual jubilatoria o el fin de la “autonomía” del Banco Central, en tanto el periodista considera escandaloso que los trenes funcionen mal y, encima, gestionados por los amigos del gobierno.
Que un comunista (uso el significante “comunista” como sinónimo de militante del partido que distinguió entre un “ala liberal” del terrorismo de Estado y un “ala pinochetista”) o un progre cualquiera (por más años de cárcel que lleve sobre sus espaldas) analicen el período abierto en 2003 con método de almacenero (y no me disculpo en absoluto ante ningún almacenero), vaya y pase. No me sorprende. Pero sí me sorprende que alguien que militó alguna vez en “andanzas revolucionarias de los años ‘70” en el marco de un partido marxista, no acierte a dar con el método útil y eficaz a los fines de caracterizar el período histórico abierto en la Argentina en 2003.
No se trata, Gabetta, de pedirle a los gobiernos que actúen como ellos mismos, los partidos que los sustentan y la constitución nacional dicen que deben actuar. Si nos propusiéramos juzgar a los gobiernos por sus niveles de corrupción o porque la seguridad social no funciona no podríamos, desde Julio A. Roca en adelante, calificar con un aprobado a ninguno. Es casi una obligación intelectual de quienes dicen profesar ciertas metodologías cognitivas, indagar en el análisis concreto de la situación concreta. Y, en este sentido, nos encontramos con que la particularidad argentina que sobredetermina nuestro presente reside en los casi treinta años que se extienden desde 1975 (Celestino Rodrigo) hasta 2003 (asume Kirchner).
Terrorismo de Estado y neoliberalismo logran reducir a la invisibilidad al sujeto histórico de las transformaciones sociales. Desaparece la clase obrera. Surgen los piquetes como solo y desolado grito que pretendía no resignar una presencia. No había lugares de concentración obrera. Fukuyama encontraba confirmación en la Argentina para su tesis de El fin de la historia y el último hombre. También la encontraba Jeremy Rifkin (El fin del trabajo).
Pero resulta que las políticas implementadas por Kirchner a partir de 2003 vienen a refutar a esos profetas de la superioridad capitalista. Ni la historia ni el trabajo habían muerto. Sólo se trataba de insuflarles la vida que el neoliberalismo les había quitado. Kirchner lo hizo. La heterodoxia dio sus frutos y repuso al movimiento obrero como actor sustantivo del contencioso político y social que se vivía en la Argentina.
Un modelo tal es un modelo progresivo en términos históricos y es eso lo que justifica su apoyo. En los ’70 la fábrica más numerosa del país era General Motors (4000 obreros). Estaba en estación Miguelete (sin “s”), línea Mitre que va a José León Suárez. Hoy, si se junta Astilleros Río Santiago, Domecq García y Tandanor se tiene 12 mil obreros en un único y mismo encuadramiento sindical.
Ese es el mojón histórico que planta Kirchner. Esa es la razón de fondo que explica que el “capitalismo en serio” de Cristina sea -en la concreta formación social argentina- un progreso histórico y, por ende, constituya un proceso al que hay que apoyar en la convicción de que brinda un marco social muy apto para construir otras y nuevas orgánicas políticas antisistémicas. Lo que había antes de los K era terrorismo de Estado y neoliberalismo. Lo que habrá después depende de nosotros. En realidad, de las nuevas generaciones. La Gran Revolución Francesa (así, escrita con mayúsculas por Marx y Lenin y Totski) instauró y legitimó la relación de explotación del capital sobre el trabajo asalariado. Y, sin embargo, fue considerada por esos clásicos un avance de envergadura histórica pues acababa nada menos que con el absolutismo monárquico feudal. Mutatis mutandis y malgrado las diferencias de escala, aquel apoyo a la toma de la Bastilla y éste al actual modelo denotan una misma metodología de análisis.
Queda planteada, de este modo, una crítica al método de análisis (de cuño filosófico idealista, en el fondo) de la realidad social que se filtra por los intersticios de la nota del colaborador de Perfil. Y el método con que se manejan sus amigos, esos con los que, al parecer, frecuenta seguido los restaurantes de Buenos Aires, es idéntico al suyo.
Este modelo no requiere de “apoyos críticos”. Eso es hacer política dentro del canon, es decir, sin proponerse alcanzar o, cuanto menos, vislumbrar, un horizonte no capitalista. Lo mismo cabría hacer, en el caso, con un eventual futuro gobierno socialista, o radical, o macrista: apoyar lo que está bien y oponerse a lo que está mal. Pero de lo que se trata es de dar principio de ejecución a una nueva construcción corrosiva y apta para patear el tablero, y esto sólo se logra si esa nueva construcción se propone ser autónoma del Estado, de las patronales y de las burocracias sindicales. Esto es tosquismo en estado puro (estoy invocando a los manes de Agustín Tosco). Esto es clasismo. El sujeto se ha complejizado y enriquecido y la consecuente dinámica social también. Han irrumpido los movimientos sociales. De esa amalgama debería surgir lo nuevo.
A lo que parece, los amigos de Gabetta se equivocan cuando le atribuyen, por excusada vía, una mirada “suiza o europea” sobre nuestra realidad. Gabetta no incurre en eso. Hace algo peor: comete un error, como le dijo Fouche a Napoleón. Ese amigo le dice que a la Argentina se la gobierna con “mano firme y decisiones”, y ese amigo del alma no ve que en EE.UU. y en Europa el poder político funciona, también allí, de ese modo. La deliberación, el consenso, las reglas, la alternancia y los debates por televisión componen el caleidoscopio que da cuerpo al debordiano mundo del espectáculo, donde priman las imágenes de las imágenes y donde todas ellas, cual costra endurecida y aceptada como realidad, oprimen a la realidad que, en verdad, ha dejado de existir como realidad para vivir como reflejo, como sombra, como recuerdo. Pero el poder, en EE.UU. opera con mano firme y decisiones. De lo contrario, no podría dirigir el mundo. Pero al amigo le muestran sólo las imágenes, no el dispositivo. Éste permanece detrás del telón. Y el amigo, como los esclavos en la caverna de Platón, sólo ve sombras, sólo percibe imágenes de la realidad y las toma como si fueran la realidad misma. Por eso dice que aquí debemos ser como África: mano firme y decisiones. Y es así. Mano firme y decisiones así en África como en los Estados Unidos. De lo contrario el poder no es poder, porque el poder nunca es poder fragmentado. Poder fragmentado es una construcción sintáctica que funciona como ideología, como simbología veladora de lo real. No seamos boludos, che. La “división de poderes”, como el “contrato social”, no existió nunca. Son modelos teóricos abstractos sobre los cuales se basa el discurso de la dominación en la sociedades donde una minoría tiene algo que ocultar a la mayoría.
Menos pesimista que Guy Debord, yo vengo votando a este modelo desde 2003 y trato de no “meter mi experiencia en el desván” (que no es mucha) para “aportarla al proceso que apoyo” (las comillas indican que se trata de expresiones de Gabetta).
Y si de las metas de la Ilustración y el progreso se trata, decimos que Gabetta tropieza con un error teórico de factura propia cuando arguye que libertad e igualdad son notas distintivas de la republicanidad. República es, Gabetta, división de poderes; república es Montesquieu. Lo otro es democracia. Y algo más: las repúblicas no existen en abstracto. No hay una sola república. Las repúblicas -como el Estado- expresan un interés de clase. Y los hombres ya viejos que llaman “redentorismo” a lo que, siendo jóvenes, llamaban revolución, calzan demasiado bien en el molde de la autorreferencialidad. Como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada (¡Ay, Vallejo mío… cuánto te quiero…!), ayer miraban por sobre el hombro a los progresistas y los corrían por izquierda. Hoy, ya abrazados al escepticismo de la senectud, también miran por sobre el hombro y hablan desde el púlpito, pero, ahora se dirigen a los progresistas que sienten que la muerte de Kirchner fue algo más que un “servicio fúnebre”. Los critican por derecha. Y, no obstante, Gabetta mienta a la moral y a las buenas costumbres. No es peor, así, la “pandilla populista en el gobierno” que la pandilla de fracasados crónicos que repta enfrente.
Por lo demás, el kirchnerismo, por aquello de que nada es para siempre y que todavía frescas palabras de la Presidenta confirman como certitud inapelable (“los que creen en la eternidad que vayan a rezar…), tendrá su techo. Sus reivindicaciones sociales son las propias de un peronismo tardío que se mueve en un escenario global interdependiente. De formas de desarrollo de esas reivindicaciones, el kirchnerismo devendrá obstáculo para su profundización. Se abrirá, así, una opción de alianzas a su izquierda y no es apropiado, en términos políticos, apelar al denuesto infamante contra quienes mañana serán aliados, posibilidad que se acerca a lo probable ni bien se repara en el escenario regional y mundial, signado, el primero, por la amenaza de la militarización desestabilizadora y aquejado, el segundo, por el estancamiento, la recesión y la sombra del derrumbe del sistema financiero y, con él, de las economías reales, incluso de aquellas que parecen más sólidas.
Dice implícitamente John Gray que la política es demasiado importante como para dejarla en manos no sólo de los políticos sino también al arbitrio de los periodistas o de los licenciados en generalidades que pululan por todas las latitudes. Critica el hecho de que los dirigentes y/o gobernantes se pasen todas las horas del día útil escuchando a economistas y no le dediquen ni una pizca de tiempo a la literatura. Asegura el ex asesor de Thatcher devenido socialdemócrata de sesgo verde que si leyeran un poco a Fernando Pessoa, o a Montaigne, o a Pascal, eso los haría más prudentes, más escépticos, más sabios o menos arrogantes.
El doctor José Eduardo Beristain, amigo tardío a quien todos llamábamos “el Vasco”, o el Vasco Manuel, o … (siguen las firmas…), supo perder varias horas de su precioso tiempo charlando conmigo. Yo aprendía, claro. Él amaba, precisamente, a Pessoa, cuya poesía conocía de memoria. Y a Edgar Bayley, a quien me introdujo. La eternidad se ha inclinado hacia el perfil del revólver, me dijo un día. La mierda…! Fue fuerte…
Fue uno de los revolucionarios más lúcidos que recorrió la década de los ’70 en la Argentina. Si no el mayor. Siempre supe que habría mirado esta etapa de la historia de los argentinos como película, nunca como fotografía. Y, desde luego, sabía, como nadie, desbrozar lo permanente de lo transitorio, lo trascendente de lo banal. En la Argentina de hoy ya nadie canta ni se muere de amor. Y nadie piensa como sabía pensar Beristain. Me donó algunos secretos. Pocos pero buenos. Con ellos camino sobre terreno firme.
Juan Chaneton
26/5/2012
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