La neutralidad pocas veces es una buena opción. Y menos aún cuando ese alguien que se dice neutral ocupa un lugar de cierto prestigio en la escena pública. En la tribuna de un estadio, los espectadores no son neutrales. Unos vivan a un equipo, otros al otro. Ni el árbitro es neutral, aunque trate de disimularlo. El neutral parece no tener espíritu porque se niega a ser partícipe de una puja. Que se maten entre ellos. ¿Y después? ¿Me acoplo al triunfador? En tiempos cruciales, la neutralidad puede ser cobardía, entre otras cosas. Nadie que comprenda lo que está en juego puede considerarse neutral. No estamos en presencia de una pelea entre un gobierno y un diario. Una lectura del conflicto en este sentido condice con los argumentos de los exponentes del establishment: un gobierno autoritario y populista que pretende acallar a las voces independientes que se le oponen. Escenario en el que tampoco cabe la neutralidad, si así fuese.
Clarín no es un diario ni sus voces son independientes. Tampoco es un multimedios. Clarín es la bandera de una minoría privilegiada que se resiste a someterse al juego de la democracia; Clarín es la defensa de un modelo en decadencia que tanto daño le ha hecho al país a lo largo de su historia; es el guardián de una oligarquía voraz; es el custodio de un discurso colonizador, de un sentido común que idiotiza, que humilla, que atrasa. Clarín es el último obstáculo hacia un país más justo. No es un diario, es una clase. Y en sus páginas está el manual de instrucciones para conocerla. Día tras día puebla sus páginas de consignas y gritos de guerra. Con cada una de sus letras está dibujado el país al que quiere volver, están escritas cuáles son sus intenciones. En todas sus páginas presenta el plan de gobierno que nunca será sometido a elecciones pero pugna por ser aplicado. Sus tapas son amenazas; sus titulares, pedidos de renuncia.
Nadie que comprenda todo esto puede permanecer neutral. Jamás hemos estado ante una decisión tan crucial. Jamás hemos tenido un escenario tan claro. Nunca antes habíamos estado tan cerca de la plena ciudadanía. Por primera vez, es inadmisible ser neutral. La neutralidad puede resultar como un elegante disfraz para la cobardía. O como un audaz simulacro de equidistancia. O armonía en el pensamiento. Si es por indiferencia, cuánto dolor causaría. Tantas cosas han pasado en nuestro país cuando abundaron los indiferentes. Si es por desconocimiento, basta recordar que en 2001 fue el modelo de país defendido por sus plumas el que estalló. Y mientras la mayoría de nosotros estábamos al borde de la pobreza y la desesperación, ellos, los que se escudan detrás de Clarín, contaban los millones que habían ganado en la movida. Sacaron partido de nuestra desintegración. Y el que no pueda recordar, que sólo observe lo que está pasando en Grecia y España, que es casi la repetición de lo que ocurrió en nuestras tierras en aquellos tiempos no tan lejanos.
La neutralidad también puede ser la manera en que se mimetizan los especuladores, que nunca faltan. Aquéllos que alientan la contienda para sacar provecho de ella y que esperan a último momento para ponerse del lado del triunfador. Ni asco dan. De tan obvios, se los puede distinguir hasta en plena oscuridad. La mendacidad brota por sus poros pestilentes y el hedor los delata. No es posible la neutralidad al ver quiénes son los personajes que asoman sus cabezas detrás del parapeto de papel antes inexpugnable y ahora cada vez menos dañino.
Todas las empresas del Grupo incumplen con las leyes vigentes de manera alevosa y provocativa. Leyes surgidas de los mecanismos democráticos, por si quedan dudas. Sus directivos niegan al poder político toda autoridad. La Justicia es justa sólo cuando está a su servicio. No escatiman esfuerzos para evadir impuestos y fugar divisas y para extender sus tentáculos hacia toda actividad económica que les dé dinero fácil. Con sus instrumentos mediáticos tratan de imponer un sistema de creencias a costa de alertar a los ciudadanos sobre peligros inexistentes, aunque para ello tengan que aniquilar el sistema democrático.
Pero Clarín es mucho más que un grupo económico: es la usina de un pensamiento político que se presenta como objetividad periodística. Pensamiento que se expresa en sus principales exponentes. Pensamiento es un decir, pero la actitud de Macri al frente de la Ciudad de Buenos Aires es una clara muestra del modelo que defienden. Nada de acción, mucho de gestos. Cuando habla de diálogo es porque quiere dictar órdenes; cuando pide consenso es porque espera obediencia. Antes de asumir la administración del subterráneo que tanto ha reclamado y que ya había aceptado, quiere hablar con La Presidenta. Seguramente, querrá dejar en claro cuáles son las condiciones para hacerse cargo de lo que ya debería haberse hecho cargo, con la única condición de administrar. Hasta hay una Ley del Congreso que lo obliga a ello. No se puede ser neutral ante alguien así. Macri pertenece a una oligarquía perezosa que vive con holgura a costa del trabajo ajeno. No es el único.
Pero donde más queda en evidencia el modelo de país que impulsa Clarín es en los estancieros. Durante la rebelión de 2008, las patronales agropecuarias lograron un inexplicable apoyo de individuos colonizados por el sentido común hegemónico generado desde el sistema mediático del Grupo Clarín y otros medios satélites. También se sumaron a la contienda las fuerzas políticas opositoras que, abandonando todos sus principios, se enfilaron detrás de los triunfadores a costa de prepotencia, con el fin de sacar ventaja una vez aniquilado el fenómeno K. Nada resultó como esperaban y después de la contundente derrota electoral de octubre, lamen sus heridas y tratan de rearmarse.
Tanto en la provincia de Santa Fe como en la de Buenos Aires se intenta diseñar una reforma tributaria que actualice el valor fiscal de las propiedades para el cálculo del impuesto inmobiliario rural. Las lágrimas de los estancieros conmovieron a algunas fuerzas políticas que, sin demasiado énfasis, niegan dar quórum para las correspondientes sesiones parlamentarias. Vaya paradoja: en Santa Fe, el FAP es oficialismo y propone una reforma tributaria que en Buenos Aires, el FAP, como oposición, se niega a tratar. Si esos son los principios, difícil imaginar cómo serán los finales.
El argumento de los terratenientes es siempre el mismo. La imagen que muestran a la sociedad es la del pobre campesino que trabaja la tierra con sus propias uñas para lograr unos mendrugos que apenas le permiten sobrevivir. La realidad, por supuesto, es otra. Sobre todo en aquellas zonas sumamente productivas y concentradas en pocas manos. Pasaron cuatro años y pretenden jugar con el mismo melodrama para lograr la adhesión de los desprevenidos caceroleros, en notoria disminución. Pasaron cuatro años y, a pesar de incrementar la producción, superar los récords de exportaciones y precios, se siguen negando a tributar. Sólo quieren compartir las pérdidas, pero nunca sus ganancias.
Que en 2008 haya tenido éxito la construcción simbólica del “campo” se debe a una cuestión coyuntural que ya ha sido superada. Todo está dado para que la resistencia al juego de la democracia se quiebre y estos grupos de presión, que no fueron votados por las mayorías, acepten compartir lo que juntan con pala mecánica. Impuestazo es la palabra que se difunde desde la usina mediática. Revalúo fiscal es el mecanismo legal. En la resistencia al régimen estos exponentes de las minorías patricias están solos. Sólo falta un dato para frenar la rebelión: la difusión de cuánto ganan por hectárea para que sus llantos y exabruptos queden expuestos para el absurdo. Además de esto, la Corte Suprema de Justicia debe resolver cuanto antes las cautelares que frenan el artículo de desinversión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual que, como minoría golpista a la que representa, el Grupo Clarín se niega a cumplir. Es lo que falta para que la libertad de expresión tenga plena vigencia y que la neutralidad sea la execrable posición de un escaso número de cobardes y especuladores.
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