"¿Quiénes son estos señores para meternos las manos en los bolsillos?", se preguntan hoy los integrantes de un sector que integra el pico de la pirámide social sin el más mínimo reconocimiento de la potestad tributaria del Estado.
Por:
Alberto Dearriba
Cuando el diputado Agustín Rossi cerró el debate por la recuperación de YPF, les recordó a sus colegas algo que había esbozado cuando la Cámara Baja votó el proyecto de ley que recogía la Resolución 125: la contradicción básica actual no es entre oficialismo y oposición, sino entre política y corporaciones.
La antinomia estalló nuevamente esta semana en La Plata, donde el moderado gobierno de Daniel Scioli no logra aprobar la ley que actualiza impuestos inmobiliarios rurales irrisorios. “¿Quiénes son estos señores para meternos las manos en los bolsillos?”, se preguntan hoy los integrantes de un sector que integra el pico de la pirámide social sin el más mínimo reconocimiento de la potestad tributaria del Estado. No es distinta a la pregunta retórica que se hacían los sojeros en 2008, cuando se alzaron contra un eventual incremento de las retenciones a las exportaciones agrícolas y contra el propio gobierno nacional. Por entonces, apostrofaban a “la yegua” que se metía con sus ganancias. Se trataba de la presidenta elegida entonces con el 45,29% de los votos.
El reclamo es insostenible: una hectárea de las fértiles praderas bonaerenses oscila en un valor de mercado cercano a los 10 mil dólares y posee una valuación fiscal de sólo 250 dólares. Pagan por sus campos un impuesto inmobiliario similar al que se abona por un automóvil mediano, pero rechazan el revalúo de sus campos porque los metería de cabeza en el impuesto a los bienes personales. Y como Scioli está muy lejos de ser un zurdo kirchnerista, entonces culpan a La Cámpora de haber presionado al gobernador para emprender una reforma tras 15 años de siesta impositiva, inflación y aumento de la renta potencial de los campos por el alza de los precios internacionales.
Cualquier dirigente político entiende hoy que el Estado bonaerense es inviable si no se ajustan los ingresos fiscales. Desde los más sensibles a los más pragmáticos, saben que por un mínimo criterio de justicia social y efectividad, el peso fiscal debe recaer sobre los sectores con más capacidad contributiva. Y en la provincia de Buenos Aires, el campo es hoy uno de los mejores negocios.
Parece absurdo entonces que fuerzas políticas de raigambre popular como la UCR o el FAP asuman intereses corporativos para frenar proyectos que apuntan a redistribuir ingresos de un modo más equilibrado. La respuesta está en el poder de lobby de esta corporación.
Al iniciarse el batuque frente a la Legislatura bonaerense en la que se encuentra varado el revalúo por la falta de un par de votos para llegar a los dos tercios requeridos, el presidente de la Sociedad Rural Argentina, Hugo Biolcati, amenazó: “Esto va a ser peor que la 125.” Cuando fracasó la sesión del jueves por falta de quórum, los ruralistas estallaron en un grito: “¡Argentina! ¡Argentina!” Se entiende que la corporación resista un recorte a sus ganancias. Y hasta que lo haga con mezquindad, sin la mínima solidaridad social. Pero es inaceptable que intenten confundir deliberadamente sus bolsillos con los intereses de la Nación en su conjunto. Mucho menos comprensible aun es que fuerzas políticas que pretenden representar a sectores populares, colaboren con el intento corporativo de subordinar al poder político democrático a sus intereses.
Los sectores que resisten ahora el ajuste impositivo bonaerense se sienten en realidad los dueños del país. Y es cierto que en 2008 lograron incorporar a buena parte de la clase media a sus reclamos. Por el camino de las confusiones, la platense Plaza San Martín puede reeditar uno de los espectáculos políticos más incongruentes de las última década: banderas rojas con el rostro del Che flamearon en la porteña Plaza Italia en 2008, junto a estandartes de la Sociedad Rural, en favor de propietarios rurales que se negaban a pagar un tributo. Semejantes alianzas contra natura son engordadas por el añejo prejuicio antiperonista, por el oposicionismo a ultranza y por el extendido consenso de que la recaudación tributaria sólo sirve para alimentar la burocracia estatal. ¿Por qué pagar entonces impuestos? No hay hospital, camino, escuela o aeropuerto que los conmueva.
Cuando murió Perón, no pocos se esperanzaron en que “muerto el perro, se acabó la rabia”. Casi 38 años después, el fenómeno maldito se reinventa pese a los períodos de domesticación como el que sufrió en los ’90, cuando buena parte de los sectores rurales apoyaron a Carlos Menem mientras se remataban los campos. La actitud condescendiente del sector en aquellos años de políticas neoliberales demuestra que el enfrentamiento, que ahora aparece en torno de la cuestión impositiva, no es sólo económico, sino cultural. Fueron capaces de apoyar a un gobierno que los llevaba situaciones ruinosas porque los expresaba culturalmente pese a su origen y no bancan a otro con el cual la juntan en pala porque no hace más que correr el arco.
El rechazo al revalúo bonaerense tiene también un costado económico y otro cultural. En la Argentina, pocos creen que no pagar los impuestos sea un delito, o siquiera una falta ética. Pues bien, la batalla tributaria de los gobiernos democráticos y populares debe darse entonces en ambos campos: el económico y el ideológico-cultural.
El kirchnerismo produjo notables transformaciones políticas, económicas y sociales. Fue capaz de rediscutir el rol del Estado, juzgar a los genocidas y derribar tabúes culturales con normas que serán un enorme legado a la sociedad democrática futura.
Sólo le quedan dos grandes asignaturas pendientes: la reforma financiera y la tributaria. En medio de las convulsiones de la crisis capitalista mundial, Cristina avisó que no irá por la primera. Pero ella misma explicó que a veces no hace lo que quiere, sino lo que puede y que la renacionalización de YPF fue posible por una concatenación de hechos previos. De la reforma impositiva, en cambio, ni siquiera se habla, pese a que es reconocida por los economistas como la herramienta más idónea para redistribuir recursos y que incluso fue sugerida por Néstor Kirchner en su primer discurso como presidente de la Nación ante la Asamblea Legislativa, cuando abogó por un sistema tributario progresivo.
Los economistas del Plan Fénix creen que esa transformación no es posible sin abrir antes un amplio debate similar al que precedió a la Ley de Medios Audiovisuales, en el cual todos los actores se enteren de sus obligaciones. Parece claro que la Argentina vive un cambio cultural que habilita un amplio debate sobre la forma en que debe financiarse el Estado. El cambio no sólo debe producirse mediante un procedimiento institucional impecable, sino con una legitimidad popular que la apuntale previamente.
Es comprensible el temor a un desfinanciamiento fiscal en medio de la crisis mundial. Pero a esta altura de las circunstancias, parece insostenible que la recaudación tributaria de un modelo innovador se funde en el consumo, antes que en la renta. Que una trabajadora pague por la leche el mismo impuesto que Biolcati. O que grandes ganadores paguen chauchas por sus jugosos negocios. Cuando se abra ese debate postergado, de un lado estarán los que menos tienen, que deben ser los que menos paguen. Y del otro los sectores más concentrados de la economía, que pretenden sostener el statu quo tributario que los favorece y que deben ser los que más paguen. Tal vez podría ser el último gran legado kirchnerista a la transformación nacional.
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http://www.infonews.com/2012/05/19/politica-22266-una-mas-y-no-jodemos-mas.php
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