“Hay que
tomar en serio el ‘vamos por todo’. No es un relato, es una explícita
declaración de intenciones. No es un subterfugio narrativo para engañar a
partidarios ni a enemigos. Es algo que la Presidenta y sus leales desean y creen que puede
obtenerse. Ir por todo implica no dejar nada a nadie: a los enemigos ni justicia.
Así se cierra el círculo vicioso de la virtud jacobina en su versión criolla”.
Beatriz Sarlo, “Teoría y práctica cristinista del ‘vamos por todo’”, en La Nación, 16/12/12
Beatriz Sarlo, “Teoría y práctica cristinista del ‘vamos por todo’”, en La Nación, 16/12/12
Cierto discurso que
se reclama como progresista y republicano busca, a la hora de analizar el
kirchnerismo, establecer una genealogía –no carente de significación política y
como parte de una estrategia de horadación sistemática de sus perspectivas
centrales– que lo convierta en heredero directo de una alquimia que va de los
jacobinos franceses a la teoría del jurista alemán Carl Schmitt que trazó la
línea maestra de la diferenciación amigo-enemigo como núcleo, así lo sostenía
el compañero de ruta del nacionalsocialismo en los años turbulentos de la Alemania de entreguerras,
de una política antiliberal y posilustrada. Una saga que arranca con
Robespierre, Marat y Saint-Just y se encuentra, para sorpresa de quienes no
imaginaron esas filiaciones entre los orígenes de la izquierda y la
construcción filosófico-política de una de las derechas más radicales que se
desplegaron en la primera mitad del siglo XX, con un claro giro
contrarrevolucionario después de haber pasado por la etapa bolchevique. Sin
pudor, esos intérpretes se subieron al tren de la derecha neoliberal que,
puesto en marcha hacia finales de los años setenta –cuando se iniciaba el
proyecto arrasador del tándem Thatcher-Reagan– comenzó el trabajo de
desmantelamiento de las tradiciones democrático-populares convirtiéndolas en el
punto de partida de los totalitarismos modernos. Muchos antiguos izquierdistas
se acomodaron sin inconvenientes en el interior de ese giro conservador de la
historia despachando, sin complejos, sus vocaciones igualitaristas y
emancipadoras como restos arqueológicos de otra época del mundo.
La deducción es
evidente y salta a la vista: el kirchnerismo representa, hoy y entre nosotros,
la actualización –quizá tragicómica dirían estos intérpretes– de esa
perturbadora saga que ha tendido a homologar tradiciones revolucionarias con
tradiciones de derecha y fascistas en esas lecturas arrasadoras y cargadas de
prejuicios de la complejidad de la historia, alimentados, esos prejuicios y
esas simplificaciones, por el giro neoliberal del antiguo progresismo, que
establece una línea de continuidad entre el jacobinismo y los totalitarismos
del siglo que ha quedado a nuestras espaldas.
El kirchnerismo,
bajo la forma de la parodia que se estructura, eso escriben las plumas
principales que parecen recostarse en el progresismo pero se pronuncian desde
la tribuna clásica de la derecha argentina, alrededor de la frase “vamos por
todo”, seguiría expandiendo las últimas descargas espasmódicas de un
ontologismo político asumido como exigencia de lo absoluto. Expresado bajo otra
nomenclatura no menos perturbadora la podríamos presentar, a esta filiación
histórica, siguiendo una línea temporal: revolución francesa (origen del terror
estatal y de la “virtud incorruptible”), revolución rusa (ampliación de los
alcances de la dictadura revolucionaria hasta convertirla en una maquinaria represiva
sin fisuras) y contrarrevolución nazi (forma radical del totalitarismo cuyo
germen ya se encontraba en el comité de salud pública jacobino y en todas las
ideologías que fueron deudoras de esa matriz forjada desde una reducción de la
política a “ética de la convicción”, esto es, a un decisionismo de lo absoluto
e innegociable enfrentado al consensualismo democrático-republicano del
liberalismo). Como heredero de esta perturbadora saga, el cristinismo, versión
radicalizada del kirchnerismo, estaría llevando a la democracia argentina hacia
su colapso autoritario. La mesa está puesta: contra ese “peligro jacobino” hay
que defender a la república de sus envilecedores que están dispuestos, una vez
más, a negarles toda justicia a los enemigos. ¿Reconoce el lector la estrategia
que lleva en su interior ese argumento –utilizado por las derechas
continentales– de “rescate de la democracia” de sus destructores internos que
se expresan en el neopopulismo?
El “relato” del
kirchnerismo (forjado, eso dicen, en la supuesta influencia que sobre Cristina
Fernández han tenido y siguen teniendo Ernesto Laclau y Chantal Mouffe,
cultores contemporáneos de la categoría schmittiana de “amigo-enemigo”) no
sería otra cosa que la última estación de la vieja maquinaria, algo herrumbrada,
del “giro totalitario” de los populismos actuales. La historia de la modernidad
guardó, como excrecencia política, la metamorfosis de los proyectos
revolucionarios en máquinas de terror totalitario. Lo que no dicen, estos
progresistas liberal-conservadores, es que la consecuencia última que se extrae
de esta genealogía es que la propia democracia, bajo su matriz popular, lleva
en su interior ese germen destructivo que desde siempre habitó en la tradición
revolucionaria. Si fuesen consecuentes, como lo viene siendo la derecha europea
contemporánea, estarían cada vez más dispuestos a desprenderse de la tradición
democrática en nombre de la pureza republicana y liberal. Todavía, para
antiguos militantes de izquierda, resulta difícil dar el último paso hacia el
sinceramiento político. Sus críticas al experimento popular-democrático
kirchnerista apuntan, ya casi sin disimulos, a la restauración bajo la máscara
de una república recuperada de su envilecimiento populista.
La consecuencia
política directa de este posicionamiento la podemos encontrar reflejada en el
espanto que sienten algunos intelectuales autoafirmados como progresistas y/o
socialdemócratas frente a la “desprolijidad populista” del kirchnerismo que ha
reinstalado la lógica de la beligerancia y la confrontación entremezclando de
manera escandalosa lo que debe ser prolijamente separado para que la dinamita
no explote. Maestros retóricos del consensualismo no expresan otra cosa que el
pánico bienpensante ante el retorno, inesperado, del litigio por la igualdad,
un litigio que, en cada época, adquiere sus propios rasgos. Negada como una
anomalía salvaje de la historia la etapa de la revolución, se abrió el camino,
desde la lógica del poder hegemónico, para ir desmontando de a poco los
contenidos igualitaristas de la tradición democrática y para reintroducir el
ideal republicano prolijamente despojado de cualquier herencia plebeya y,
ahora, focalizado en la cuestión de las elites y de una suerte de mitificación
ahistórica de las “instituciones” (allí está el cruce de frontera generado, a
finales de los años ’70, por el libro del historiador François Furet –Pensar la Revolución Francesa–
en el que no sólo se ponía en discusión los ideales “modernos” emanados del
jacobinismo revolucionario, sino que se reducía la propia matriz de la
revolución a terror, a punto de partida de los horrores desatados en la
peripecia de una modernidad nacida de la Revolución Francesa
con lo que la propia tradición democrática comenzaba a ser descripta, con
astucia y sigilo, en juego con su otrora opuesto, el totalitarismo).
La crítica del papel
de las multitudes sería una constante de esa línea liberal; una crítica que
volvía a recoger la herencia del desprecio de las elites de finales del XIX
hacia los desafíos que provenían de las masas plebeyas pero que también se
vinculaba, más subterráneamente, a la matriz contrarrevolucionaria del
conservadurismo de finales del siglo XVIII y principios del XIX (más de un
progresista se sentiría algo perturbado al “descubrir” esta insospechada
filiación). Redefinir la idea de “pueblo”, dándole otra significación histórica
hasta desmontar pacientemente sus contenidos emancipatorios, sería otra de las
inquietudes de los críticos neoliberales que terminaron de hacerse fuertes en
el tránsito de la década del setenta a la del ochenta cuando la noche de los
ideales revolucionarios parecía ocupar toda la escena del mundo. Constituye una
tarea no menor reconstruir, bajo nuevas perspectivas, una tradición, la popular
democrática, que también ha dejado sus males en su travesía por la historia;
hacerlo implica, también, recuperar lo mejor de la idea republicana pero
entramándola con aquella otra proveniente de las canteras del igualitarismo.
Desprendida de la
gramática del conflicto la vida política se apropió, como hoja de ruta de ese
nuevo tiempo, de los lenguajes y de las prácticas del gerenciamiento
empresarial llevando hasta su supuesta extenuación aquello que, en otra etapa
de la historia, había sido lo propio de la politicidad: el litigio por la igualdad,
la disputa por las condiciones materiales de la existencia y, junto con ello,
la querella en el interior de la propia democracia por definir su núcleo
hegemónico. Sin conflicto y sin antagonismos, lo político transmutó en pura
fuerza de policía, es decir, en prácticas de control, orden y administración
asociadas en el imaginario de la época a los ideales republicanos y a la
calidad institucional. Prolijidad, armonía, consenso, competencia sana,
sociedad del riesgo, posmodernidad, mercado global, iniciativa privada, se
convirtieron, en las décadas finales del siglo XX, en las palabras-llave que
abrían las puertas de un presente pletórico de esperanzas y sellador de
cualquier posibilidad de retorno a los tiempos oscuros y sombríos en los que
reinaba la política del conflicto.
Pensando desde otro
registro (en un texto anclado en los inicios de los años noventa cuando la ola
neoliberal se expandía por un mundo atónito y aparentemente sin defensas), el
filósofo Jacques Rancière señalaba que la “democracia ha superado la época de
sus fijaciones arcaicas en la que convertía la debilitada diferencia entre
ricos y pobres en mortal asunto de honor, encontrándose hoy tanto más asegurada
en cuanto perfectamente despolitizada, en tanto ya no es más percibida como
objeto de una elección política sino vivida como medio ambiente, como el medio
natural de la individualidad posmoderna, sin imponer ya las luchas y los
sacrificios que se contradecían con los placeres de la época igualitaria”. Ese
mecanismo de naturalización de la democracia (es un hallazgo la fórmula “vivida
como medio ambiente”) se correspondió, y Rancière lo explicita con crudeza, con
la más amplia despolitización de la sociedad allí donde dejó de funcionar el
conflicto de origen para ser desplazado por la maquinaria consensualista y por
un nuevo imaginario igualitario que dejó de girar alrededor del problema de la
distribución de la riqueza para convertirse apenas en un reclamo por ser parte
de la “igualdad para consumir” (una igualdad desarticulada de lo colectivo, que
era lo propio de su forma inicial, para quedar asociada al gesto puramente
individual del nuevo sujeto posmoderno).
Fuera del conflicto
lo que quedó invisibilizado socialmente fueron los sujetos otrora portadores de
las demandas igualitarias, es decir, todos aquellos que, con sus vidas
sustraídas por la explotación, quedaban doblemente relegados: en sus derechos y
en su existencia real. Quedó completada la tarea del desmontaje iniciada por
Furet y los cultores de una asociación entre democracia radical y terror.
Primero quedó desprestigiada la tradición de la revolución, después siguió el
camino del ostracismo el sujeto colectivo portador, otrora, de esas rupturas
revolucionarias de la continuidad y la repetición en la historia. La multitud
popular (el pueblo en ciertos registros, la clase obrera y/o los campesinos en
otros más vinculados a las izquierdas), no sólo quedaron expuestos como el
núcleo indiferenciado de “la barbarie” sino que, en un giro más espectacular e
impúdico, fueron despojados de su dinamismo, de su incidencia en los cambios de
la historia e, incluso, de su memoria rebelde. El republicanismo liberal
(incluyendo también a los nuevos exponentes de un progresismo “políticamente
correcto” e institucionalista) se convirtió, durante un par de décadas, en el
eje de una nueva “verdad histórica”, en la voz de orden para destituir los
rasgos “totalitarios” presentes en la tradición de la democracia hasta dejarla
exhausta de sí misma transformada, como ya se ha dicho, en un “pellejo vacío”.
En estos últimos años, una ola reivindicadora de lo olvidado de la historia
atraviesa Sudamérica reabriendo los expedientes de un debate no saldado en el
que, bajo experiencias actuales y antiguas, reaparece, con fuerza, la multitud
como garantía de una recuperación incipiente de la democracia igualitaria.
Una ficción
fundacional recorrió el cuerpo artificial de una sociedad capturada por los
engranajes cada vez más potentes de la industria del espectáculo. Es ahí, en
ese nuevo círculo virtuoso que une en un mismo recorrido la despolitización, la
neutralidad valorativa, la proliferación posmoderna, el estallido monádico de
individuos atrapados gozosamente en la red del hiperconsumo y la afirmación de
un presente eterno, que se entramó, como una malla gruesa y aparentemente
inexpugnable, el tiempo del fin de la historia y su correlato de una democracia
medioambientalista despojada de cualquier cantera de la que pudieran extraerse
nuevamente los conflictos de antaño. Una democracia capaz de expulsar de sí
misma su condición histórica y su evidencia, también antigua, de ser escenario
de una querella no resuelta.
La matriz
despolitizadora ampliamente desparramada en escala planetaria por la forma
neoliberal del capitalismo no sólo capturó el imaginario de amplios sectores
medios de la sociedad sino que, también, caló muy hondo en las tradiciones
provenientes del bienestarismo progresista e, incluso, en quienes se
referenciaban en las matrices de la izquierda y de lo nacional popular. Uno de
los rasgos sobresalientes, sobre el que todavía no se ha escrito demasiado, es
la mutación que se operó, en el interior de esos círculos, en relación directa
con la idea de “democracia”. Asfixiados por una atmósfera de época que parecía
traer sólo aires viciados por el “triunfo” neoliberal, incapaces de digerir el
bocado en mal estado del derrumbe de las ideas igualitarias y profundamente
desconcertados por la implosión, desde el propio interior, de las experiencias
mal llamadas socialistas, una amplia generación de intelectuales, de hombres y
mujeres provenientes de militancias antiburguesas pasaron, casi de la noche a
la mañana, de ser críticos de la democracia formal a convertirse en sus
adoradores más fervorosos, contribuyendo a lo que Rancière llamaba la
“democracia vivida como medio ambiente”.
Para muchos
exponentes de esa generación detrás de ellos quedaban el horror, la muerte y la
derrota que fueron asociados al fracaso estrepitoso de una concepción
ideológica que ya no se correspondía con el mundo real afirmado, de un modo que
asumía la perspectiva de la eternidad, en la estética de la sociedad de consumo
y en la proliferación universal de una nueva forma de subjetividad
autorreferencial y atravesada de lado a lado por la fascinación consumista.
Junto con la emergencia del individuo hedonista (al menos como experiencia real
de quienes quedaban dentro del sistema y como deseo insatisfecho de aquellos
otros que eran excluidos de los llamados mercantiles al goce) se pulverizaron
las prácticas anticapitalistas y se expulsaron por anacrónicas y vetustas las
ideas que siguieran insistiendo con proyectos alternativos al de un modelo de
gestión de la sociedad que se ofrecía como triunfante y definitivo. En todo
caso, lo que quedaba para quienes no se resignaban a ser parte de la masa
acrítica de consumistas alienados pero gozosos, era el distanciamiento crítico,
la escritura testimonial y, claro, el más allá de la política. Nunca como en
los noventa estuvieron más alejados los incontables de la historia, ampliamente
marginados de la fiesta posmoderna, de los forjadores profesionales de ideas
que, en su etapa anterior, habían contribuido con ahínco a reafirmar las
virtudes míticas de aquellos mismos que, en el giro despiadado de la actualidad
neoliberal, serían despojados incluso hasta de su memoria insurgente. La figura
del intelectual, otrora imponente y desafiante, dilapidó sus herencias y sus
virtudes al precio del acomodamiento académico o de la espectacularización
mediática. Tiempo de ostracismo para aquellos otros que no se resignaban a
convertirse en coreógrafos de la escenificación del fin de la historia. Fue en
esa encrucijada en la que, bajo la forma de lo inesperado, surgió el
kirchnerismo. A partir de esa irrupción nada volvió a ser igual y muchos de
esos intelectuales progresistas terminaron por confluir con el
liberal-conservadurismo. De ahí no se han movido.
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