La maratónica sesión de poco más de 30 horas había arrancado el 23 de septiembre de 1992 y estaba llegando a su fin. Los contadores de votos del menemismo pispearon que, después de un esfuerzo digno de mejores causas, habían reunido el quórum necesario y, apenas dieron las nueve de la noche del 24 de septiembre, dispusieron pasar a la votación. Hubo revuelos de quienes se levantaban de sus bancadas y quienes se sentaban a las suyas con el mismo e indisimulado apresuramiento. Finalmente, de los diputados presentes, 120 votaron por sí y 10 se opusieron. La Ley 24.145, que privatizaba YPF y permitía la venta del 70% de sus acciones, era un hecho. Si bien ese era el punto más álgido de la historia de la empresa fundada en 1922, el primer tiro de gracia contra la política petrolera acuñada entonces por el general Enrique Mosconi y el presidente Hipólito Yrigoyen (el tiro final fue el del ’98), pocos recordaron que se trataba de la puntada final de un extenso proceso de desnacionalización. Desnacionalización que dejaba de lado todo atisbo de Estado benefactor keynesiano para entrar de lleno en la tecnocracia y el eficientismo del libre mercado.
Ese proceso, como otros muchos, tuvo su origen en la dictadura cívico militar implantada en 1976 y en la instalación a sangre y fuego del modelo neoliberal. Videla, Galtieri y Bignone fueron los responsables máximos del endeudamiento en el que se hundió el país. YPF, claro, no podía quedar ajena: fue la empresa nacional que más endeudó la dictadura. Tanto que quedó convertida en caso emblemático de la desnacionalización estatal. La práctica era simple y devoradora: siguiendo las reglas de los organismos financieros internacionales, se tomaban créditos externos en dólares a nombre de YPF y se dirigían a las cuentas de los gastos corrientes y a las arcas del mercado cambiario. En la petrolera, sólo quedaban algunos pesos (ya no dólares) destinados al funcionamiento administrativo.
En siete años, desde 1976 a 1983, las deudas de YPF aumentaron un dos mil por ciento. Al mismo tiempo, se fijaron precios a los combustibles que, como señalan las investigaciones realizadas, no respondían a los costos de explotación. Es paradigmática la denuncia que uno de los mayores investigadores de la deuda externa argentina, Alejandro Olmos, realizó en 1999 durante una conferencia en Brasil: “El endeudamiento de YPF, originado en el gobierno de la dictadura militar, fue utilizado por los gobiernos constitucionales de mi país para resolver su ‘privatización’ a precio vil. Se mostró la falsa imagen de una empresa parasitaria y endeudada para justificar la necesidad de su entrega a la voracidad del capital privado. YPF sólo recibía el 25% del producto de sus ventas, el 85% restante era absorbido por un Estado sometido a las directivas del Fondo Monetario y a los intereses del dominante poder financiero. La falsedad del endeudamiento fue admitida por todos los que integraron el directorio de YPF en la composición de sus distintas etapas. El general Luis Pagliere, que integró ese directorio en representación del Ejército durante el gobierno militar, declaró ante el tribunal que YPF estaba obligada a producir ‘a pérdida’ por instrucciones del Ministerio de Economía, ya que el precio del petróleo vendido a la Shell y a la Esso representaba el 50% del valor que YPF gastaba por su extracción”.
Pero hay historia anterior. Allá, en lo que parece un lejanísimo 1958, Arturo Frondizi llegaba al gobierno con la política petrolera como emblema. Su discurso del 24 de julio de aquel año no dejaba dudas. Desde el título, “La batalla del petróleo”, anunciaba la reorganización y la firma de acuerdos para la explotación. Las idas y venidas de su gestión –a las que se sumaban los constantes intentos de golpes de Estado anunciados a voces por los militares y las desmentidas oficiales– provocaron infinitas controversias: modificaciones de contratos, establecimiento y reestablecimiento de inversiones (de Carl Loeb Rhoades & Co., del Ente Nazionale Idrocarburi, de Union Oil de California, de Atlas Corporation, de Pan American Argentina Oil Company, de Shell, de Esso, entre otras empresas), firma de convenios, intentos de sentar las bases para la autosuficiencia petrolera y una serie de huelgas de los obreros de Supe que el propio Frondizi denunció como “parte de un plan de huelgas con sentido insurreccional”.
De aquella “batalla del petróleo” enunciada fervientemente en 1958, pasó a una suposición a futuro que sus propios seguidores miraron expectantes (“el país ganará la batalla petrolera”, dijo el 11 de diciembre de 1959) y, un año después, a un requiebro en el cual ya todos leyeron el desbarajuste: “La batalla del petróleo no se puede librar sin aportes foráneos”. En 1962, los cotidianos planteos militares y lo errático de su propia política, forzaron su salida de gobierno.
Con la administración de Arturo Illia, el petróleo –y la relación con las empresas extranjeras y los países que las secundaban– fue motivo de polémica. Como prueba, bastan las declaraciones del 14 de noviembre de 1963 del mandatario norteamericano John Fitzgerald Kennedy: “La Argentina tiene derecho a nacionalizar el petróleo, pero reclamaremos que compense adecuadamente a las empresas que hasta ahora trabajan en los recursos de ese país”. Illia comprendió de inmediato y un día después anunció que, mediante tres decretos, se anulaban todos los contratos petroleros firmados por Frondizi. Al igual que había ocurrido con Frondizi, el gobierno de Illia estaba condicionado por dos frentes: el que nucleaba a los sindicatos y a una amplia parte del pueblo soterrada bajo la proscripción de su partido, el peronista, y el militar que continuaba con su ronda de golpes de Estado iniciada en 1930. De esa forma, la posibilidad de aplicar seriamente una política petrolera perdía todo sustento. El resultado fueron acuerdos extrajudiciales para conformar a las empresas que habían visto caer sus contratos firmados durante el frondicismo. El 7 de mayo de 1965 se comunicó que la Shell había recibido 21 millones de dólares, la Union Oil 7.342.900 dólares y la Transworld cuatro millones y medio de dólares, entre otras compensaciones a otras muchas empresas.
Saltando en el tiempo, el gobierno de Raúl Alfonsín, ni bien asumió con la vuelta de la democracia, introdujo políticas desregulatorias para la petrolera estatal endeudada, pero las medidas, en realidad, fueron tomadas por quienes buscaban una futura privatización de YPF.
El primer paso alfonsinista fue el Plan Houston en 1985: el decreto 1.443/85 y la Resolución 623/87 de ese plan ofertaron 165 áreas para la exploración y la explotación. El Houston se dividía en tres momentos: uno de tres años en el cual se realizarían pozos exploratorios, otro de un año para que las empresas privadas pudieran estudiar la factibilidad de la comercialización de las zonas exploradas, y un tercero que habilitaba a las empresas que decidieran explotar las áreas en cuestión a hacerlo por 20 años. En esas dos décadas, YPF sería la encargada de abonar las regalías petroleras que correspondieran. Fue el último intento de una política seria. Después, entre aprietes y descontroles, pasarían el Plan Huergo (que buscaba aumentar la producción petrolera entre las empresas privadas que operaban en el país); el Olivos I, con el que los sectores privados presionaron al Estado para que fijara precios para la producción básica y para los excedentes cercanos al 80% del valor internacional del petróleo, y el Olivos II, que buscó renegociar contratos, permitía que el sector privado se asociara a YPF hasta en un 49% para explotar las áreas centrales, e impulsaba la desregulación petrolera.
Y, después, llegaría ese fatídico 24 de septiembre de 1992 en el cual todo parecía perdido para siempre.
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