El estadio de Vélez Sarsfield lució majestuoso e imponente. Una multitud enfervorizada lo copó para escuchar con devoción a la presidenta de la Nación. Una militancia embriagada por el entusiasmo dijo ¡presente! para escuchar el discurso de la figura política central de la Argentina. Como no había sucedido en anteriores actos, las columnas de la Confederación General del Trabajo brillaron por su ausencia. La tirantez entre la presidenta y el líder camionero parece no tener retorno. Una pena ya que Moyano fue uno de los pocos dirigentes sindicales que le hizo frente a la embestida menemista. La ingratitud es moneda corriente en nuestra política. A pesar de esa notoria ausencia, el acto del 27 de abril seguramente colmó las expectativas de Cristina y la de quienes estuvieron presentes en el palco de honor.
No hubo ninguna sorpresa en el discurso presidencial. Cristina destacó el apoyo de aquellas fuerzas políticas que, como el radicalismo y el socialismo, apoyaron en general la expropiación de YPF, con lo cual no hicieron otra cosa que honrar su tradición. La juventud ocupó un lugar especial y clamó por la unidad popular. Honró la memoria de Néstor Kirchner y culminó su discurso exclamando que “la historia no se detiene”.
Hace exactamente nueve años Néstor Kirchner salía segundo en los comicios presidenciales convocados de urgencia por Eduardo Duhalde. El ex presidente Carlos Menem había obtenido el 24%, lo que le había permitido obtener un exiguo triunfo sobre el patagónico, quien había alcanzado el 22% de los sufragios. Estos números obligaban a una segunda vuelta en virtud de lo estipulado por la Constitución. Pero el riojano, siempre sagaz e intuitivo, olfateó que si se presentaba al balotaje un alud de votos lo catapultaría a Kirchner a la presidencia. Su monumental imagen negativa lo convenció de que era preferible quedarse en su casa y no exponerse a un papelón electoral histórico. De esa forma, el metafísico de Anillaco obligó al santacruceño a asumir la presidencia con un porcentaje de votos inferior al obtenido por Arturo Illia a comienzos de los sesenta. Había obtenido el poder con el apoyo casi exclusivo del formidable aparato partidario comandado por Eduardo Duhalde. Tendía delante de él un panorama desolador. La inflación era incontrolable. La pobreza había trepado a niveles históricos. Varios dirigentes políticos de primera línea no podían transitar tranquilamente por las calles por temor a ser escrachados. La Justicia, el Congreso y los partidos políticos estaban severamente cuestionados. Reinaban la incertidumbre y el desasosiego. El país había colapsado por la implosión del modelo neoconservador impuesto sin anestesia por Carlos Menem. A nivel internacional, la Argentina era observada con extrema desconfianza ya que un candidato “sustentable” como Carlos Reutemann se había negado a ser de la partida. Por su parte, el Fondo Monetario Internacional aplicaba sobre el país una severa marca a presión, a tal punto que durante el breve período presidencial de Duhalde el parlamento se vio obligado a legislar en función de la voluntad del poder económico transnacional.
En ese contexto asumió la presidencia Néstor Kirchner. La tarea que tenía por delante era ciclópea. Debía, nada más y nada menos, que reconstruir la autoridad presidencial. Su energía sobrehumana y su férrea voluntad le permitieron llevar a cabo esa reconstrucción con éxito. No le quedaba otro camino si no pretendía ser un títere de Eduardo Duhalde. Durante sus cuatro años como presidente tomó decisiones de una enorme trascendencia, como el reemplazo de la tristemente célebre “mayoría automática” de la Corte Suprema, la puesta en marcha de los juicios por la verdad histórica, el corte del cordón umbilical que nos mantenía unidos con el Fondo Monetario Internacional, el afianzamiento de los lazos con los países latinoamericanos y, fundamentalmente, la firme decisión de subordinar la economía a la política. Esta última cuestión fue, a mi entender, la más relevante ya que puso de manifiesto la convicción presidencial de cerrar definitivamente una etapa muy perniciosa para la Argentina. Su estilo de gobierno, agresivo, frontal y confrontativo, tan criticado por el orden conservador, fue vital. Otro presidente hubiera fracasado. Así como Alfonsín fue fundamental para asegurar la transición a la democracia, Kirchner lo fue para desmenemizar al país. La victoria de Cristina en 2007 fue, en realidad, una victoria de Néstor Kirchner. Fue el reconocimiento de un importante sector de la sociedad a su capacidad para enderezar el rumbo de un barco que navegaba a la deriva. Manejó las riendas del poder hasta su sorpresiva muerte en octubre de 2010. Aquella histórica frase “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, sirve para ilustrar lo que acontecía en el país con posterioridad a la asunción de Cristina en 2007. Cristina gobernaba formalmente, pero el ejercicio del poder era propiedad de Néstor Kirchner. El kirchnerismo fue tal, me parece, desde que el patagónico asumió la presidencia en 2003 hasta su trágica desaparición en 2010.
A partir de entonces, Cristina pasó a ocupar el sitio de privilegio dejado vacante por su esposo. Con enorme paciencia, con una granítica convicción y una arrasadora vocación de poder, la presidenta fue construyendo un espacio que ayer, en la cancha de Vélez, tuvo su bautismo: el cristinismo. Ello no significa un cambio de modelo ni nada que se le parezca, pero sí una transformación del kirchnerismo histórico. La aparición estelar de La Cámpora no hace más que ponerlo en evidencia. Pese a pontificar sobre la transversalidad, Kirchner privilegió el vínculo con los barones del conurbano y, fundamentalmente, con Hugo Moyano. Si bien apadrinó el protagonismo de los jóvenes que se acercaban al kirchnerismo, recién con la reelección de Cristina adquirieron un protagonismo casi hegemónico. A partir de entonces, varios de sus miembros pasaron a integrar el gobierno cristinista, como Axel Kicillof, flamante interventor de YPF. El kirchnerismo histórico fue reemplazado por el cristinismo, mal que les pese a Alberto Fernández y al propio Hugo Moyano.
La victoria de octubre le pertenece en exclusividad a Cristina. Ayer, en Vélez, hubo cincuenta mil cristinistas puros, jóvenes la inmensa mayoría de ellos. Quedó demostrado que la presidenta dejó de necesitar a la CGT para cubrir con simpatizantes los actos públicos. Quedó demostrado que pese a mencionar continuamente a Néstor Kirchner y emocionarse por ello, Cristina es ahora la genuina conductora de una fuerza política cuyo futuro dependerá fundamentalmente de su capacidad para solucionar los graves problemas que, como la inseguridad y la inflación, siguen atormentando a la población.
Hernán Andrés Kruse
Rosario
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