Ignacio Ramonet: -¿En la escuela también se hablaba de
religión?
Hugo Chávez: -Bueno, fíjese cómo estaría yo metido en el
tema de la Iglesia, que recuerdo –estando en
sexto grado, es decir en 1966- la llegada a Sabaneta, por primera vez,
del nuevo obispo de Barinas, Monseñor Rafael González Ramírez. Es decir, a
Barinas le confirieron la categoría de obispado, y nombraron al primer obispo
el cual, recorriendo las parroquias de su nueva diócesis, vino a Sabaneta. En
mi escuela “Julián Pino” se organizó un acto. Y a mí me designaron para tomar
la palabra y leer un saludo al nuevo obispo. Le di la bienvenida a la escuela;
eso era ya con micrófono, y el obispo se me acercó, me puso la mano en la
cabeza, me echó la bendición, y dijo: “Donde hablan los niños reina la paz…”.
Nunca se me olvidará. ¿Cómo se le va a olvidar esa frase a un niño de 12 años?.
I.R.: -¿Le confiaron esa misión porque había sido usted
monaguillo?
H.C.: -Seguramente, pero sobre todo porque era un buen
alumno. Debo recordar que mi padre era maestro
en esa misma escuela; lo habían
cambiado del monte donde se hallaba alejado, y ahora estaba en Sabaneta. A Adán
y a mí, mi padre nos puso una condición: “Cuando no saquen 20 puntos sobre 20
en los exámenes de la escuela, pierden el derecho a ir al cine”. Aquello fue
una motivación. Modestia aparte, yo sacaba 20 siempre; y eximí todos los grados de primaria; todos.
I.R.: -¿O sea que nunca presentó usted examen final?
H.C.: -Correcto. Había una norma: el alumno que sacara 19 o
20, no presentaba exámenes finales; era eximido. Yo eximí todos los grados de
primaria. Me gustaba mucho estudiar. Alrededor de mí, todos me alentaban, mi
abuela, mi padre. Mi mamá que también era maestra, siguió unos cursos, hizo
normalismo y se diplomó de maestra. Todos ellos me estimulaban para que
mejorara.
Puede sonar como inmodesto, pero creo que fui el mejor
estudiante del grupo escolar “Julián Pino” en todos esos años. Entonces, claro,
los maestros y las maestras decían: “Llegó el obispo, que hable Huguito
Chávez”. “Es el Día de la Bandera, o el Día de la Fiesta patria”…
I.R.: -“…que hable Huguito Chávez”.
H.C.: -Si, y además Huguito Chávez hablaba…
I.R.: -¡Ya sabía
hablar!
H.C.: -¡Sabía hablar! [risa]. Decía cosas que no expresaban
los demás niños. Actuaba en obras de teatro, jugaba al béisbol, dibujaba,
cantaba…
I.R.: -¿No era usted tímido?
H.C.: -Si, lo era; era tímido, pero vencía la timidez de esa
manera. Sentía cierta timidez en el trato personal, pero cuando estaba en el
campo de juego, en el escenario de la obra de teatro o en el lugar del
discurso, la timidez se desvanecía. Yo era tímido por humilde, por modestia; y sigo
siéndolo; me choca hablar de mí mismo; a veces tengo que hacerlo ante preguntas
como las suyas, en situaciones como ésta. Pero me cuesta decir lo que le dije:
que creo haber sido el mejor alumno de aquella escuela.
I.R.: -Y apreciado por sus maestros, me imagino.
H.C.: -Muy querido. Sobre todo por las maestras, debo
reconocerlo. Como toñeco [mimado]. Aquí se usa mucho la palabra ‘toñeco’ para
decir “el más querido”, el “preferido”. Las maestras me ponían, en época de
Navidad, a dibujarles los motivos de las cartulinas [tarjetas de navidad], a
representar pesebres, y hasta a cantar los aguinaldos [villancicos]; uno
inventaba hasta coplas, canciones y cosas de ésas.
I.R.: -¿Le sirvieron más tarde todas esas experiencias?
H.C.: -Si hacemos un pequeño balance de aquellos años de mi
infancia y preadolescencia; años de
educación y de formación, de afianzamiento de una personalidad, vemos que hay
un conjunto de elementos que sin duda dejaron huella e influyeron: ese niño trabajador
formado por su abuela al conocimiento de la naturaleza y de los trabajos del
campo en aquel patio que era como un universo; aquel niño que andaba por las
calles vendiendo dulces y que salía de vez en cuando con Ubaldino Morales en
una camioneta a vender plátanos en otros pueblos; ese niño que oía hablar de
“Maisanta”, de Zamora y de Bolívar que habían pasado por Sabaneta; ese niño que
estaba en la escuela primaria y estudiaba sus libros; ese niño que era
monaguillo y escuchaba a un joven cura hablar de la “opción preferente de la
Iglesia por los pobres”; el niño que leía Trcolor, las biografías de los héroes
de Venezuela, su amor por la historia, y vuelvo al tema de Marc Bloch: “¿Para
qué sirve la historia?”.
Yo fui entrándole a la historia por distintas vías, llevado
por una corriente de ese río invisible que cruza sabanas, árboles, pueblos, que
es in visible pero tiene una tremenda fuerza: la historia viva. Fui como
acercándome, por distintas vías, a ese río que es la historia, y después me
tiré al río, me absorbió el río, y ese río me llevó hasta aquí.
I.R.: -¿Su padre,
como pedagogo, le estimuló a interesarse por la historia?
H.C.: -Si, mi padre me incentivó mucho al estudio de la
historia. Además, él fue mi maestro de aula en quinto grado. ¡Qué genio tan
duro! Era severo y exigente. Los muchachos que no cumplían con las tareas le
temían; llevaba en un dedo un grueso anillo de graduación que llamaban “casco
de chivo”… Conmigo aún era más exigente; si no sacaba 20, es como si estuviera
reprobado. Una vez no pude presentar una tarea a tiempo porque me quedé
moliéndole un maíz a mi abuela, y yo mismo pude sentir en mi cabeza la dureza
del “casco de chivo”…
Ese año también empezó a meterme en el equipo de
béisbol. Y me ponía a hablar en los
actos. Incluso me preparó un discurso un
Día de la Bandera, que comenzaba así: “La bandera que Miranda trajo y que
Bolívar condujo con gloria…”. Yo no lo quería leer, pero insistió, y me puso a
practicar… Porque él es como mi abuela: amor, paciencia, bondad; un hombre
bueno. Siempre tuvo un alto grado de superación y nos lo transmitió. Fíjese
que, partiendo de Sabaneta donde casi nadie iba siquiera al liceo después de
primaria, todos nosotros, mis hermanos y yo, hicimos estudios superiores. Mi
padre era empeño, una exigencia al máximo y facilitarnos el estudio, un docente
pues, en la casa y en la escuela; y nos criamos en ese ambiente de maestros,
los amigos de papá, docentes y
profesores.
Cuando mi padre comenzó a dar clase, allá en Los Rastrojos,
en San Hipólito, en el campo, tenía apenas el sexto grado aprobado; pero, ante
la falta de maestros, lo formaron y lo nombraron maestro. Así que fue haciendo
cursos, superándose, haciendo talleres de formación en época vacacional, en
Barquisimeto, durante los años 1957, 58, 59… para graduarse de verdad. También
estuvo en Caracas siguiendo unos cursillos de perfeccionamiento pedagógico; por
cierto, cuando el terremoto de Caracas, el 29 de julio de 1957, mi padre estaba
allí, y nosotros, después de las evacuaciones, llorábamos a mi padre porque
decían que Caracas se había desaparecido, pero a los dos días llegó un
telegrama anunciando que estaba bien… Y entonces, cuando él estaba en
Barquisimeto para preparar sus exámenes, compró estos libros extraordinarios
[me los muestra]…
I.R.: -El Diccionario Enciclopédico Quillet, francés.
Aristride Quillet era un enciclopedista del siglo XX.
H.C.: -Éstos no son los originales; lamentablemente se
perdieron. La colección de mi padre tenía las tapas de color verde. Ésta es una
edición posterior, de tapas rojas. Mi padre tenía los cuatro tomos en su casa.
Y yo adquirí la costumbre de traérmelos al hogar de la abuela, que era mi casa,
donde tenía yo mi mesita y mi chinchorro [Hamaca]. Así que me zambullí, por
decirlo así, en las páginas de esta maravillosa Enciclopedia.
I.R.: -O sea que, en paralelo a la escuela, usted comenzó a
aprender por su cuenta, como un autodidacta.
H.C.: -Si, esta Enciclopedia comenzó a ejercer en mi un
impacto tremendo. Le hablo primero del niño de 10, 11, 12 años. Pero luego
también, cuando nos vinimos a Barinas y o estudiaba bachillerato, esta
Enciclopedia siguió siendo mi libro de cabecera. Después, se la quité a mi
padre, me la traje a Caracas y, estudiando matemáticas o química en la Academia
Militar, consultaba este libro. Y aún más tarde, siendo ya profesor de historia
en la Academia Militar, seguía consultando esta Enciclopedia.
I.R.: -¿Por qué le interesaba tanto?
H.C.: -Lo que más impactó en el espíritu de aquel niño de 11
o 12 años, fue, en el Tomo I, el primer capítulo. Es una cosa maravillosa. Lo
he leído más de cien veces. Se titula: “Para triunfar en la vida”. Yo tomaba
notas en un cuaderno. Me tomé eso muy en serio. Me dije: “Voy a triunfar en la
vida, voy a triunfar”.
I.R.: -¿A los 11 años, se fijó esa meta?
H.C.: -Si. Este mensaje me legó a esa edad, y fue como un
motor. Lo que la Revista Tricolor fue para elniño, esta Enciclopedia lo fue
para el preadolescente que empezaba a soñar con una vida futura. Quizás con
alcanzar el pico Bolívar que, cuando era niño, veía desde lejos. Alcanzar la
cumbre…
I.R.: -¿Qué decía ese capítulo 1?
H.C.: -Fíjese, le voy a leer un extracto: “Tengamos
confianza en nosotros mismos. Todos los elementos del éxito se encuentran en
nosotros. (…) Los verdaderos grandes hombres lo fueron solamente por la fuerza
de su genio. Es cierto que Alejandro, Napoleón, Shakespeare, Carnegie, Pasteur,
estaban admirablemente dotados de altas virtudes, pero no es menos cierto que
si lograron escalar las altas cumbres del poderío, de la riqueza y de la
gloria, fue porque supieron desarrollar y encauzar metódicamente sus facultades
naturales. Sería necio empeño pretender ser uno mismo un Napoleón o un Pasteur,
pero conviene sin embargo no menospreciarlo. Si aprovechamos de la mejor manera
todas nuestras facultades, conseguiremos resultados insospechables”.
Más adelante, esta Enciclopedia recomienda ejercicios
prácticos para desarrollar esa voluntad y esas capacidades o condiciones
innatas. Y yo me aplicaba en hacer esos ejercicios.
I.R.: -¿Qué clase de ejercicios?
H.C.: -Me acuerdo, por ejemplo, de un ejercicio. Cuando una quiere mirar de frente
a alguien abriendo bien los ojos para establecer una idea con mucha firmeza. La
Enciclopedia decía: “Tengamos la mirada firme; una mirada ejerce siempre fuerte
impresión, utilicemos esta virtud alumbrando todas las llamas de los ojos.
Observemos para ello los siguientes consejos: coloquémonos ante un espejo, y
dirijamos la mirada sobre nuestra propia imagen reflejada en él, fijemos el
punto situado entre los ojos y la base de la nariz, hagamos un esfuerzo para
inmovilizar los párpados, y durante 30 segundos conservemos la fijeza de los
ojos, reposemos 30 segundos, retomemos la primera actitud, conservándola
durante un minuto, recomencemos durante dos minutos…”. Yo me ponía frente a un
espejo y contaba a ver hasta cuánto llegaba sin pestañear” .
I.R.: -¿Recuerda algún otro?
H.C.: -Si. ¿no le digo que yo me estudié esta Enciclopedia
con la mayor seriedad?; hasta hace pocos años todavía quedaba uno de esos
libros por ahí. Por ejemplo, otro ejercicio era ya más físico; aprender a
respirar bien. “Practiquemos una higiene respiratoria”, decía. “Debemos
oxigenar bien la sangre. Para ello debemos aprender a respirar”. Y añade:
“Basándonos en el ritmo del pulso, hagamos una profunda inspiración de seis
segundos , conservemos el aire inspirado tres segundos, expirémoslo en seis
segundos, y conservemos los pulmones vacíos durante tres segundos. Poco a poco
y progresivamente, ampliemos el ritmo
respiratorio, sin rebasar nunca la cadencia a 20 segundos y 10 segundos.
Debe hacerse este ejercicio con mucha frecuencia y con suma atención. Pronto
alcanzaremos el hábito de aspirar y expirar el máximo de los pulmones”.
Yo aprendí a respirar hondo, llenando los pulmones de aire y
guardando la respiración. Mi abuela me descubrió algunas veces respirando.
“¿Qué haces muchacho, loco?”. Yo solo, respirando… Respiración diafragmática.
I.R.: -Se practica en el yoga
H.C.: -Esa Enciclopedia partía del gran principio clásico:
mens sana in corpore sano. La higiene del cuerpo es fundamental para tener un
espíritu sano; por eso también aconsejaba que si no había tiempos de ducharse
en la mañana, para que la circulación del cuerpo fuera mejor, se echaran unas
gotas de agua en las extremidades, y frotarse rapidito con agua las piernas y los
brazos. “Ayudemos a la circulación de la sangre”, recomendaba. “Para ayudar a
la circulación, démonos duchas frías todos los días al levantarnos, o bien
rociémonos el cuerpo comprimiendo una esponja con agua fresca; para esto último
no se necesita instalación especial. Las personas cuya salud no les permite
soportar el agua fría, deberán todas las mañanas, friccionarse el cuerpo con la
palma de la mano, o con un guante…”. Yo lo hacía.
Y ejercicios para memorizar y para desarrollar la
inteligencia. Recuerdo que uno debe cerrar los ojos y, para grabarse un número,
se imagina una pared negra y los números, por ejemplo, 1583, deben ir surgiendo
como en llamas: uno, cinco, ocho, tres ¡Ya! Te lo grabaste. Hay que repetirlo varias veces.
I.R.: -¿Había
ejercicios para aprender a hablar en público?
H.C.: -Para hablar en público no. Pero si para trabajar la
voz y la expresión oral. Decía, por ejemplo: “Eduquemos una voz clara y
expresiva, el timbre de voz puede conmover profundamente. Para dar la muestra
de un timbre persuasivo, conmovedor,
cantemos a boca cerrada”. Yo me la pasaba: “Mmmmm”, cantando a boca
cerrada. “Ése es un ejercicio que puede hacerse todas las mañanas”.
Mi abuela se alarmaba: “Este muchacho se está poniendo loco
con esos libros”. A mi papá: “Mira, a Huguito quítale esos libros, ese muchacho
se está poniendo loco”. Yo iba repitiendo cosas. Haciendo ejercicios…
I.R.: -¿El libro enseñaba modales de comportamiento?
Sí, como comportarse de modo educado pero controlándose
siempre. Por ejemplo, recomendaba: “Guardemos silencio cuando no necesitemos
hablar. Seamos sobrios de ademanes, no digamos nuestras impresiones. Escuchemos
y no comentemos”. Esto no debí leerlo yo con mucha atención… [risa]. Y sigue:
“Cuando hablemos, hagámoslo si atropellar. Elijamos las expresiones, no
lancemos la primera que se nos ocurra, esforcémonos en dar con la que mejor
exprese nuestro pensamiento. Hablemos con convicción, pero sin gesticular”. Es
como la base de una formación, de un inicio para dominarse a sí mismo.
I.R.: -Adquirir un control sobre los instintos y aprender a
concentrarse y a no dispersarse.
H.C.: -Correcto. Esa Enciclopedia Autodidacta Quillet
enseñaba la concentración mental, a fijarse en algo y no dejarse distraer. Por
ejemplo, decía: “Pensemos tan solo en una cosa, pero absorbiéndonos
completamente en ella. Lleguemos hasta el final de nuestro pensamiento”. Y esto
yo lo hacía, lo practicaba, manteniendo la máxima facultad de fijación y hasta
tratando de dibujar de memoria los rostros de personas conocidas,
I.R.: -Se impuso usted una autodisciplina.
H.C.: -Sí, me sometí a una férrea autodisciplina. Y constataba los progresos, mi vida cambiaba,
me gustaba. Los consejos que daba aquel libro, yo pude verificar que daban
fruto. Constituyeron para el preadolescente que yo era una autoayuda esencial.
No se me olvidan. Por ejemplo, decía: “Cultivemos la fortaleza del espíritu.
Tengamos fe en el éxito. Pero necesitamos constantemente renovar nuestras
fuerzas. Busquemos los manantiales más ricos de donde sacarlas y meditemos”. Yo
siempre ando buscando manantiales para beber, para renovar fuerzas
intelectuales, ideas. Permanentemente.
I.R.: -¿Actualmente también?
H.C.: -Si, claro. Sobre todo ahora, con todo lo que estamos
realizando en todos los sectores. Más necesario que nunca es tener ideas,
conceptos, proyectos, y no es fácil, en medio de todos los frentes en los que
estamos avanzando, hallar el tiempo de meditar, de pensar, de leer, de
encontrar inspiración, imaginación. Pero yo trato de hacerlo. Este libro me enseñó
mucho enb ese sentido. En un momento dice: “Procurémonos algunos ratos de
aislamiento” –yo lo hago con bastante frecuencia-, “se vigorizará nuestra alma
si periódicamente logramos aislarnos del medio habitual. La sabia costumbre de
las vacaciones y los domingos pasados en el campo es la práctica agradable de
este precepto. Acostumbrémonos a cambiar completamente de ambiente”.
I.R.: -¿Toma usted vacaciones?
H.C.: -Desde que ocupo este cargo, o sea desde febrero de
1999, no me he tomado un día de vacaciones. Ni uno solo. Jamás. La gente lo
sabe. Ésta es una misión sagrada confiada por el pueblo; y hay tanto que hacer
que sería casi una traición si yo me tomara un día de vacaciones. Se lo digo a
veces, bromeando, a mis colaboradores que forzosamente están sometidos a mi
mismo ritmo: “Tomar vacaciones es una acto contrarrevolucionario”. Es una
exageración, claro.
Pero volviendo al sentido de la pregunta, el hecho de que yo
no me tome vacaciones n o me impide procurarme momentos indispensables de
aislamiento y meditación. Esa
Enciclopedia me dio indicaciones precisas sobre la forma de llevar a la
práctica este descanso mental. “Primeramente se procura tener bien libre todos
los músculos, asegurándose que el cuerpo reposa con todo su peso; luego se
entornan los párpados y se fija uno el propósito de adentrarse en sí mismo, es
decir de interrumpir momentáneamente todo contacto con el mundo exterior”. Yo
me metí eso en la cabeza. Esto es educación de la voluntad.
I.R.: -¿Esa Enciclopedia proponía también una educación de
la inteligencia?
H.C.: -Obviamente. Toda una parte muy importante insiste en
la educación de la inteligencia. Para ello fijaba algunos principios. El
primero de ellos: observar bien. Decía, por ejemplo: “Tenemos que aumentar la
potencialidad de los sentidos. Esto es desarrollar por un lado la agudeza y
rapidez en las percepciones, y por otro nuestras aptitudes de observación.
Seamos curiosos: escuchemos, miremos, toquemos. Es preciso que las personas
sean lo más precisas. Así aprenderemos a desarrollar la memoria”.
También subraya la necesidad de ser racionales:
“Disciplinemos la imaginación. No nos libremos a su fantasía, a sus invenciones
novelescas. No nos dejemos encantar por sus espejismos, la imaginación debe
servir a nuestros cálculos”.
Por último, insistía en la importancia de afinar el sentido
común, el discernimiento: “El juicio nos ayudará a depurar el pensamiento y a
justipreciar los sentimientos”. Sin olvidar nunca que la base de un buen
funcionamiento del espíritu reside en un cuerpo que debe ser sometido a las
reglas de la higiene.
I.R.: -¿El objetivo de todos estos ejercicios y
recomendaciones era prepararse para triunfar en la vida?
H.C.: -El libro definía un
concepto de la vida. Le repito que yo leí esto, una y cien veces, en mis
años 14, 17, 20, 25 y hasta más. Se trataba de forjar un carácter. Por ejemplo,
en la introducción decía: “Nos exaltamos ante las proezas de los atletas, y
cada nueva hazaña de los ases del deporte nos entusiasma. Lo que nos debe
maravillar no es el resultado conseguido y que aplaudimos, sino el esfuerzo y
energía que han necesitado para conseguirlo. Toda persona normalmente dotada, y
que no padezca entorpecimiento físico puede lograr esas proezas”.
Era como una educación al esfuerzo y a la perseverancia, a
desarrollar el espíritu como el atleta desarrolla el músculo. El libro añadía:
“Si no nos han preparado para la lucha de la vida, es preciso que nosotros
mismos lo hagamos. Al igual que el cuerpo, el espíritu puede volverse
despierto, activo, vigoroso. Los ases de los negocios, de la política, de la
ciencia, de las artes, son los atletas del espíritu”. Yo fui asumiendo esto, en
verdad, con la mayor resolución.
I.R.: -La
autoeducación
H.C.: -Sí, la autoeducación. Y sigo en ello; todos los días
estoy estudiando; no hay un día que yo algo no estudie. Soy adicto a la
autoeducación, pero aplicando el principio de Montaigne que decía: “Más vale
cabeza equilibrada, que muy llena”.
I.R.: -¿Le fue útil esa Enciclopedia para construir su
carácter?
H.C.: -Bueno, yo aprendía muchas cosas, con mi abuela, en la
calle, en la escuela; me gustaba aprender, siempre me gustó mucho aprender.
Pero esos conocimientos se acumulaban en mí con gran desorden, como en todos
los niños, y esa Enciclopedia me ayudó a organizarlos, a jerarquizarlos. Pero,
sobre todo, a aquella edad de 11 y 12 años, cuando el preadolescente va
indagando sobre sí mismo, su psicología, y va buscando también su personalidad,
este libro me propuso respuestas concretas –y en mi opinión inteligentes- a las
preguntas básicas que me planteaba.
En ese sentido, sin duda, esta obra me ayudó mucho a
conformar una mentalidad, a desarrollar algunas facultades mentales. Por ejemplo, en un momento dice: “Los hombres
superiores no lo han sido, sino tras una ruda disciplina, que voluntariamente
se impusieron y que prosiguieron con tenacidad. Todo el que sepa cultivar sus
facultades nativas debe forzosamente ‘triunfar’”.
I.R.: -Cultivando la voluntad
H.C.: -Si, la voluntad es la facultad maestra. Está la
inteligencia, claro, y los sentimientos, y otras facultades mentales. Pero la
voluntad es la que nos fija el destino.
Y a lo largo de varias etapas de mi vida, yo fui elaborando mi ideal de
vida.
[…]
I.R.: -Es extraordinario que ese libro haya caído en sus
manos a la edad en la que le era más útil, porque si lo hubiese encontrado
siendo ya mayor, hubiese sido demasiado tarde… Encontrarlo a los doce años,
edad en la que la personalidad se está construyendo, ha sido sin duda de gran
importancia para la estructuración de su comportamiento.
H.C.: -Adoro estos libros. Hasta cierto punto, yo también
soy hijo de lo escrito. Hijo de Tricolor, hijo de Quillet… Y de muchas otras
fuentes. Más allá del conocimiento, está el espíritu, la motivación. Lo
principal que a mí me dio esta Enciclopedia fue la motivación.
Extractado de HUGO CHÁVEZ. MI PRIMERA VIDA. Conversaciones
con Ignacio Ramonet, Editorial Debate, Buenos Aires, 2013, pags.197 a 210
(Selección y digitalización realizada por “Mirando hacia adentro”)
1 comentario:
Extraordinaria enciclopedia. Recuerdo que a la edad de 11 o12 años también fue una fuente de inspiración para mi. Aunque solo podía leerla cuando visitaba a unos familiares que vivían aprox a 1000 kilómetros. Pero tengo gratos recuerdos de ese capítulo por el año 1972.
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