I.R.: -Volvamos a su
adolescencia. ¿Cómo fueron sus primeros contactos con el liceo?
H.C.: -Bueno, en junio de 1966 aprobé el sexto y último
grado de primaria. También lo eximí,
pero mi papá me dijo: “Mire, como va para un liceo y el liceo es más exigente,
es bueno que presente examen final”. Así que presente el examen final, una
evaluación general de todo lo que
habíamos visto en el año, como para entrenarme. Y aprobé. Llegué pues a
Barinas, digamos, con aquellos laureles de haber sido un excelente alumno.
Ese primer período
escolar, 1966-1967, en el liceo O’Leary fue de un ambiente , porque uno
tenía todavía la mente más en el pueblo, en Sabaneta. De lunes a viernes me la
pasaba prácticamente estudiando.
I.R.: -¿Tenía amigos?
H.C.: -Comencé a hacer amigos. Eran los compañeros que vivían cerca. Adán ya llevaba
un año en Barinas, estaba en segundo año, y tenía como un radio de acción más
amplio que el mío. Ese primer año , para mí, fue estudio, estudio y más
estudio.
I.R.: -¿Era un liceo de buen nivel?
H.C.: -Era de muy buen nivel. El único liceo del estado,
público. Tenía muy buena tradición. Excelentes profesores. Tuve la suerte de
contar con docentes de alta calidad. Ese primer año, en verdad, mi vida estuvo
dedicada enteramente a los estudios, una dedicación exclusiva, ni siquiera
deporte.
I.R.: -¿Ya le gustaba el béisbol?
H.C.: -Siempre me gustó.
Pero aún no tenía la pasión de practicarlo. Más allá de jugar una
partida de pelota en la calle y tal…; pero ni estaba jugando en el estadio, ni
tenía compromiso con un equipo de rigurosa disciplina deportiva. No, yo tenía
todavía la idea de pintar y me inscribí en la academia de pintura “Cristóbal
Rojas”, además de la clases de educación artística que recibía en el liceo con
un profesor de apellido Ríos, muy buen docente.
I.R.: -¿Esos cursos de pintura en la academia cuántas veces
a la semana eran?
H.C.: -Dos o tres veces a la semana, por la tarde.
I.R.: -¿Después del liceo?
H.C.: -Sí. Estudiaba en la mañana, de sete a doce, luego
pasaba el transporte a recogernos, íbamos a almorzar a casa y regresábamos a
los dos o las tres de la tarde; generalmente, por la tarde, teníamos dos horas
de clase, o educación física y deporte que me gustaba pero, como le dije,
todavía no al nivel de la pasión que luego sentiría. Y después iba a la
academia de pintura. Teníamos una profesora muy bonita que me puso a pintar
primero acuarela, luego tinta con óleo y al final de ese año hicimos una
exposición. Yo no obtuve premio, era un aprendiz… Había muchachos que llevaban
ya tres y cuatro años estudiando. Recuerdo que el premio lo ganó un cuadro muy
bonito, unos médicos atendiendo a alguien, una operación quirúrgica… Yo pinté
un paisaje, la orilla de un río.
I.R.: -Usted venía del campo, ¿Cómo fueron, al principio,
las relaciones con sus compañeros de la ciudad?
H.C.: -En el liceo, después del susto inicial de un muchacho
“veguero”, un “venadito” del monte que llegó a la ciudad donde los jóvenes
tenían otras formas de vida… Éramos muy pocos los que veníamos del campo. Los
de la ciudad se creían superiores a los campesinos tímidos que estábamos entrando
en una nueva dinámica social. Yo tuve la suerte de contar con mi hermano Adán
que estaba ya en segundo año e iba dejando una estela de buena alumno, de buen
compañero, y eso le abría a uno el camino. Adán fue siempre, para mí, una
vanguardia. Él tuvo siempre buenos amigos que fueron siendo también míos.
Ese año conocí a Juanita Navas, una negra de buena estampa,
mayor que yo, me gustó, estuve con ella un tiempo, hubo unos devaneos amorosos…
Amores casi de niños…
I.R.: -¿Quedaba lejos el liceo de la casa donde vivían?
H.C.: -Si, bastante lejos; y se organizó un transporte; la
señora Paredes, que tenía una camioneta larga de transporte escolar nos llevaba
y nos traía. A mí me daba pena que me llevaran; nunca dejó de darme vergüenza;
no sé por qué… Pensaba que era mejor caminar.
I.R.: -¿En aquella casa, disponía usted de un lugar donde
estudiar?
H.C.: -Si, había un patio con una mata de limón, una mesita
y una sillita de esas de extensión; estudiaba ahí. A veces estudiaba afuera, en
la calle, bajo los faroles.
I.R.: -Miles de alumnos, en muchos países de África, que no
disponen de electricidad en sus hogares, aprovechan la luz de los faroles
públicos. Por la noche, se ven racimos de niños estudiando bajo la luz de cada
farol.
H.C.: -Nosotros no lo hacíamos por eso exactamente; a veces
tan sólo, quizás, por el calor…
I.R.: -Usted se dedicó a estudiar seriamente.
H.C.: -Si, ese primer año, le repito, mi vida fue: estudio,
estudio, y más estudio. Insisto, porque han surgido algunas versiones que
distorsionaban ese período de mi vida y no deseo prestarme a un juego irreal.
Por eso quisiera repetirle lo siguiente: fui un muchacho simple, no fui ningún
precoz intelectual prodigio que a esa edad leyó las “fuentes de la sabiduría”,
Rousseau, Montesquieu, no. En verdad, no fui un superhéroe, yo era flaquito, me
decían “Tribilín”, por la comiquita de Goofy, el Tribilín de Walt Disney.
Bueno, “Tribilín” empezaron a decirme un
poco más adelante; ese año todavía no me decían nada, no tenía sobrenombre;
seguía siendo “Huguito”; a veces me decían “Indio” en la plaza de la
urbanización “Rodríguez Domínguez”, un espacio abierto con unos banquitos donde
nosotros salíamos de noche a caminar, a pasear a la niña –me gustaba mucho
pasear a Inés ^[una primita] en su cochecito-, a saludar, a conversar con
amigos de la vecindad; jugábamos pelota de goma, algunos jugaban básketbol que
a mí nunca me gustó…
I.R.: -Lo suyo era estudiar.
H.C.: -Si, estudiar. Me fui ganando rápidamente un prestigio
entre los estudiantes del liceo y entre los profesores. Una profesora de
geografía, en una ocasión, me dijo que pasara a explicar algo de los
movimientos de la Tierra, lo hice y entonces ella, generosa, comentó: “Bueno,
muchachos, pueden quedarse con Chávez como profesor”. No se me olvida porque era un reconocimiento para uno que estaba, en
secundaria, haciendo el esfuerzo de continuar siendo el estudiante siendo el
estudiante que había sido en primaria.
Si, estudiaba mucho. Más allá de los manuales, me seguía
acompañando la Enciclopedia Quillet. Me dio por investigar, quería ir más a
fondo, y ahí conseguía el mundo, sacaba informes… Era más autodidacta que otra
cosa.
En primer año, sección A, me tocó una profesora
extraordinaria, Carmen Landaeta de Matera, una mujer inteligente, de buen
carácter que daba una materia llamada “guiatura”. La guiatura eran actividades
como de socialización de grupo. Me cogió un cariño tan grande que me invitaba a
su casa a hacer trabajo; vivía cerca del liceo, ya casada; me integró a un
equipo para integrarla en sus labores de guiatura… Me impactó mucho; todos los
lunes nos leía “Un mensaje a García”… ¿Usted conoce?
I.R.: -No ¿Qué es un “mensaje a García”?
H.C.: -Es la historia de una persona, durante la guerra de
Cuba entre España y Estados Unidos [1895-1898], a la que le dan un mensaje para
llevárselo al general Calixto García, un jefe cubano revolucionario… y esa
persona, sin dudarlo un segundo ni plantear ninguna objeción, después de vencer
muchas adversidades le entrega el mensaje a García, o sea cumple con su deber.
Cuando, en Venezuela, tu dices: “Mira, esto es ‘mensaje a
García’ “, significa que tienes que tumbar el mundo si es preciso para llevarle
a alguien un mensaje. Aquella profesora nos explicaba eso, hacía dinámica de
grupo… En el ejército, se usa mucho el ‘mensaje a García’, y más tarde, en
nuestra conspiración, utilizamos también esa expresión… Aquella mujer nos ponía
a hacer dinámica de grupo, a investigar, en su casa, fuera de horas de clases.
Ahí comencé a hacer una escuela de liderazgo; en Sabaneta ya había empezado,
con aquellos discursos del Día de la Bandera, pero era otro ambiente…
I.R.: -Ahora era usted un adolescente
H.C.: -Si, ya era un adolescente, estudiando, socializando
con gente mayor y de conocimiento mucho más avanzado, profesores de secundaria,
licenciados, especialistas en un área; ya no era el simple maestro; era, por
ejemplo, un profesor que te reta incluso al conocimiento. Era un desafío, y yo
fui asumiendo como un compromiso el estudio de todas las materias. En inglés,
por ejemplo, yo era un “taco” [un “crac”]; el profesor Hidalgo, me dio clase
los tres primeros años; me gustaba el inglés, me sabía de memoria las lecciones
del manual; me acuerdo: “New York, we are in New York…” Me lo aprendía de
memoria; entonces claro, sacaba 20; acaso, alguna vez, un 18, pero eso era bajo
para mí.
I.R.: -¿Y las materias científicas?
H.C.: -Siempre me gustaron mucho las ciencias; la
matemática, las leyes de la física, el círculo de Newton, el estudio de la luz…
Hicimos un átomo en figura animada con sus distintas partículas: neutrón,
protón, electrón…Empezamos también a estudiar el equilibrio; y un día le dije a
mi abuela: “Abuela ¿a que te pongo este limón en equilibrio sobre la cuerda de
la ropa?”.”¿Cómo? ¡Tú eres loco!”. Agarré un alambrito, se lo metí al limón
como imitando la vara que lleva el equilibrista en el circo para andar sobre
una cuerda muy delgada, y le dije: “¡Ven para que veas el limón!”. Se asomó:
“¡Ah, pero no me dijiste que le ibas a poner ese alambrito!”. “Te dije que iba
a poner un limón en equilibrio sobre una cuerda, y ahí está”.
I.R.: -Usted hacía experiencias
H.C.: -Sí, me gustaban; también me atrajo mucho la biología; hacíamos investigaciones sobre
los helechos, buscaba hojas de las plantas para analizar las esporas en el microscopio. Hicimos una exposición sobre la fotosíntesis
ilustrada con dibujos, carteleras… Generalmente constituíamos u grupo, y yo
asumía la exposición del trabajo: cómo se comportaba la luz del sol, cómo la
energía viene del sol, cómo se va concentrando, cómo un mango no es sino
concentración de energía… Lo explicábamos con nuestras palabras de aquel
momento.
Fui formando, a los doce o trece años, con cierta
rigurosidad, un espíritu de investigador, de científico… Creo que uno de los
aportes de la secundaria fue haberme dado cierta rigurosidad en el estudio, la
búsqueda de la verdad… Me apasionaba descubrir cosas… Obtenía excelentes notas.
I.R.: -Eso le daba prestigio en el liceo ¿No?
H.C.: -Y hasta fuera del liceo. En una ocasión, iba yo
paseando por la plaza, con Juanita Navas de la que le hablé, y había un grupo
de muchachos, mayores que yo, jugando básketbol, que no conocía, y aí clarito
que, al pasar nosotros, uno dijo: “Ese
carajito que va ahí es un puñal”. “Puñal” aquí significa un “excelente estudiante”;
yo era un “puñal”, más que una espada… Tenía prestigio, y empecé a asumir como
una responsabilidad de liderazgo…
I.R.: -¿No pasaba usted por un “empollón” o un “sabelotodo”,
en opinión de los demás alumnos?
H.C.: -No lo creo, en absoluto. Al contrario, porque yo no era ni arrogante,
ni distante, y siempre me preocupé de ayudar a los compañeros que tenían alguna
dificultad. Explicarles con ejemplos que entendieran. Compartía lo que sabía. Les daba clases a
algunos, en su casa, en horas extras de estudio, gratuitamente claro; agarraba
la pizarra y me convertí en profesor de un grupito. Por ejemplo, recuerdo a un compañero, Luis,
que estudiaba conmigo y repetía el curso, era uno de mis mejores amigos, mayor
que yo y mucho más pobre que nosotros, vivía con su familia en un rancho [una
chabola], su papá no caminaba, andaba postrado; yo lo motivé a estudiar y
consiguió aprobar hasta tercer año… Luego… se suicidó, se mató por una novia,
tendría yo unos dieciséis años y él dieciocho; se tomó unos veinte “salta
pericos” [petardos] redonditos que estallan cuando uno los lanza, como pólvora…
Nunca olvidaré aquella muerte, aquel velorio y aquel entierro… Todos los
compañeros llorando… Un buen amigo, lleno de coraje… Momento duros de la vida…
I.R.: -Si tuviera que resumir ese primer año de su estancia
en Barinas, ¿Qué diría?
H.C.: -Quizás lo más importante de ese primer año en esa
ciudad a la que no conocía todavía, es que empecé a asumir, en mi pequeño
entorno, cierto liderazgo. Un niño ya casi adolescente, asimilándose a la
capital en un estrecho círculo de amigos, estudiando mucho, obteniendo
excelentes resultados y asumiendo un liderazgo de grupo… El primer año fue eso.
Extractado de HUGO CHÁVEZ. MI PRIMERAVIDA. Conversaciones
con Ignacio Ramonet, Editorial Debate, Buenos Aires, 2013, pags. 218 a 224
(Selección y digitalización a cargo de “Mirando hacia adentro”)
No hay comentarios:
Publicar un comentario