–Hay corte de luz –pregunta el tipo, no dando crédito a los fluorescentes que iluminan el interior fresco por el accionar a todo trapo del aire acondicionado, e intentando romper la tensión en la cara de la empleada.
–No, señor –dice, parpadeando–. Están saqueando en Rivadavia.
El tipo piensa un segundo, desestima toda comprensión geográfica, entra.
–¿Rivadavia y qué? –pregunta.
–No sé, señor –dice, ahora envalentonada, la campesina rusa–, yo estoy acá adentro.
El tipo trata de llevar adelante un cálculo de las cuadras que separan a Juncal de Rivadavia a la altura de Pueyrredón, pero se deja vencer por el hambre y pide un pebete de jamón, queso y tomate para descomprimir la cosa.
Paga y sale de nuevo al infierno demoledor de los 36 grados y vaya a saber cuántos de sensación térmica. Recién ahí, caminando (o, mejor dicho, arrastrándose casi) hacia la esquina, descubre que todos los negocios tienen las persianas bajas. Algunos, ostentan en las puertas metálicas cabezas que pispean con ojos asustados hacia el lado de Rivadavia, lejana avenida, allá, a unas quince intransitables cuadras a esta hora y con este sol (como repetía Juan Moreira en la película de Favio).
El kiosco de la esquina está enrejado. Una señorita policía abre la puertita y le pregunta qué quiere.
–Comprar una Coca –dice el tipo, como pidiendo disculpas, tanteando el documento con la mano que le deja libre el sánguche.
–Ah –dice la agente, prestando demasiada atención al movimiento de la mano del tipo que busca el documento pero desestimando todo intento de extracción de pistola–, pase.
El tipo compra la Coca, paga, sale, sintiendo a su espalda el “clac” seco de la reja cerrándose apenas pone el pie en la vereda.
Cuando entra nuevamente a la enorme sala de espera, le parece que la cincuentena de personas que hacen lo que deben hacer en una sala de espera, es decir, esperar, se reprodujo por dos o por tres. Aprovecha un rinconcito para abrir el paquete del sánguche y dar el primer mordisco, pero otro plasma (no el que le dice que aún le faltan 47 números para su turno, sino uno clavado en TN) desbarata la operación. Arriba del sugestivo zócalo “Una historia que podría repetirse”, se superponen imágenes de los cortes de luz durante el final del gobierno de Alfonsín y de marchas de caceroleros. Recuerda, el tipo, y casi al unísono las imágenes del plasma pasan a confirmar su recuerdo, los saqueos de los últimos días de otro gobierno, el de De la Rúa. La pantalla no cede y la violencia ocupa toda la sala de espera. El tipo se acuerda de Feinmann el malo, de Lito Pintos, de Antonio Laje en el programa de Daniel Hadad Después de hora, cuando mencionaban, como quien habla de cualquier cosa, que “las hordas de salvajes”, después de asaltar los supermercados, recorrían las casas de los vecinos continuando con los saqueos y el descontrol.
Mira el sánguche y no puede con el bocado. Entonces vuelve a la pantalla. A las 17.34, la periodista Valeria Sampedro informa en off, “desde el lugar de los hechos” (donde hay muchos “hechos”, pero parece que no el pretendido), que los negocios cierran sus puertas en Once por temor a los robos. El Once, sí, es Rivadavia, el mítico lugar desde donde venían los saqueadores hace una hora. Y sigue Sampedro: “Todo fue una cuestión de rumores. Aquí hay presencia policial, pero no hay ningún intento de nada. Sólo dos mujeres detenidas en un negocio de Corrientes y Pasteur, pero se trataría de dos rateras conocidas”. Desde el piso se impacientan, medio desalentados por perder lo de los saqueos en exclusiva: “Bueno, volvamos sobre los cortes de luz. Directo desde Mataderos”. De inmediato aparecen imágenes de tres tipos con la camiseta de Nueva Chicago haciendo sonar bombo y redoblantes verdinegros.
Tironeado entre el hambre y la imposibilidad de comer, aturdido por el vértigo que le produce la inmovilidad de los números en la pantallita de los turnos, el tipo decide (pero “decidir” quizás sea un verbo que no le corresponde tanto) y sale con rumbo a su casa. Camina entre un mar de gente que pugna por comprar regalos navideños, cruza calles esquivando autos que bocinean implacables (“justo en estos días que, sin importar los motivos, hay un 20% más de tránsito vehicular, se suceden cortes en Córdoba y Junín, pero ya se levantó”, dicen por la pantalla de los noticieros que el tipo no puede ver ni escuchar). El tipo se pierde, se reencuentra, equivoca el rumbo, lo corrige, transpira.
Cuando llega a su casa ya son cerca de las diez de la noche. La mujer del tipo lo recibe con cara de pocos amigos y la cena algo pasada. Espera, claramente, una explicación de la tardanza. Y se lo hace saber.
–¿Tanto tiempo para consultar por un dolorcito en el estómago? –le dice, lo torea.
El tipo sabe que su mujer no le va a creer la historia. Ni él mismo puede creerla. Del dolorcito en el estómago, después del hambre y de la imposibilidad de saciarla, ya no le queda ni el recuerdo. Entonces la mira fijo (sabe que, a pesar de todo, esos pequeños cruces de miradas reprobatorios también son una forma del amor) y cuenta: “No sabés. Cuando estaba por llegar a Pueyrredón, por Santa Fe, apareció una columna como de mil quinientas personas y cortaron todo. Llevaban banderas de una agrupación que no conocía, la Tupac Catarsis. Quedé en el medio, casi sin poder moverme. Protestaban por la imposibilidad de comprar dólares para poder viajar a Europa donde todo es más barato, por la corrupción enquistada en cada acto de gobierno, por la federalización el sistema unitario o al revés, no me acuerdo, por la falta de colectivos en horas pico, por el desastre ambiental y el calor insoportable, por la minería extractiva, por el precio del tomate, por la falta de conferencias de prensa, por el silencio y la censura, por la abolición de la enseñanza de las matemáticas en la escuela primaria, por la restitución de la estatua de Colón, por la salida de Moreno que no permite putear tranquilo a un funcionario, por la extinción del tapir. Un mundo, mirá, un universo de protestas. Iban y venían por Santa Fe y yo no podía salir de la marcha. En un momento, aproveché un claro y enfilé para Pueyrredón. Y justo, mano a Santa Fe, venía otra manifestación, multitudinaria, de la asociación Flora Kahlo, la hermana menor e inconformista de Frida, más conocida, me enteré ahí, como la Gata. Los de la Kahlo pedían muchas cosas parecidas a los de la Tupac Catarsis, pero eran como más fervientes. Protestaban, cómo puedo explicarte, contra la violencia de género y contra el género de la violencia. O, mejor, contra el control de la información y contra la información del descontrol, coreaban ‘queremos preguntar’ y, casi enseguida, como superponiéndose, ‘pregunten qué queremos’. No bien pude dejarlos atrás entré al hospital y había como diez mil personas esperando el turno, entonces me vine derechito para acá, pero viste lo que dice la tele, está todo cortado, con saqueos, con desmanes. Hay humo por todos lados, no hay cuadra donde no estén quemando gomas o rompiendo vidrieras. Perdoná”.
La mujer lo miró como queriéndolo todavía más, subió apenas el volumen del televisor, justo para que por el canal Europa Europa, la voz del comisario Nicolás Le Floch (en una serie que transcurre en los últimos años de la monarquía, previos a la revolución francesa) sonara tajante: “El dinero va y viene, el resto es pura comedia”.
El tipo aprovechó para embocar el pebete de jamón, queso y tomate intacto en la basura, puso la botellita de Coca tibia en la heladera, espió por la ventana y se sentó a la mesa.
Publicado en:
http://sur.infonews.com/blogs/miguel-russo/espiando-el-19-y-20
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